Recuerdo
siempre lo que July, una alumna ancashina, contó en una de mis clases
universitarias: ella y su hermana eran abofeteadas por su madre, cada vez que
las descubría hablando quechua a escondidas. La razón era tan real como
dolorosa: no quería que sintieran la humillación y el desprecio que ella había
sentido por ser quechuahablante; sin embargo, a pesar de las reprimendas de su
madre, July supo preservar su lengua de la que se sentía orgullosa. Defendía
con entusiasmo su idioma y la libertad de poder hablarlo sin sentirse menos: “Hay sentimientos que solamente puedo
trasmitir en quechua, en castellano es imposible”, me decía.
Definitivamente, no le faltaba razón.
El
lenguaje ha sido para el hombre un factor determinante en el progreso
socioeconómico y en la evolución del pensamiento, desde lo mágico hasta lo
científico. A través de él, el ser humano ha desplegado el cúmulo de su
experiencia colectiva a lo largo de toda su existencia. El lenguaje evidencia,
en palabras y frases, el producto de la actividad del hombre; es por tanto, la
envoltura de su pensamiento.
No
obstante, la insurgencia ideopolítica y mágico-religiosa de los pueblos
discrepantes entre sí, determinó que se crearan parámetros histórico-sociales
en torno al uso libre y democrático de las lenguas. Se fijaron las facultades
de uso de ciertas lenguas y la prohibición de otras. Esta jerarquización social de unos idiomas en
desmedro de otros, encontró asidero en la instrumentalización del lenguaje, que
fue perdiendo su carácter expresivo y creativo y sirvió para la elaboración de
clichés que fueron bloqueando el subconsciente de los más débiles, para
reforzar y desencadenar el afán de dominación de los fuertes. Esta es la razón
por la que, hoy, muchas lenguas permanecen en el aislamiento y quienes las
hablan, en el olvido.
Así
como el uso de un mismo sistema lingüístico dentro de una sociedad permite la
interactuación de sus miembros, las diferencias dialectales (variantes
espaciales de una lengua), acentúan la estratificación social. En el nivel
lingüístico más bajo, están los hablantes inconfundiblemente rústicos o
incultos que no usan en absoluto la forma estándar. La estandarización de las
formas lingüísticas en cualquiera de sus niveles (fonológico, morfológico,
sintáctico y léxico) obedece a la aceptación social de una manifestación
lingüística y el rechazo de otras. Esto revela cómo una lengua puede ser
sistema de integración social, a la vez que un elemento de segmentación y
segregación.
Las
diferencias idiomáticas y diatópicas existentes son una clara evidencia de la
riqueza lingüística de una sociedad como la nuestra. Sin embargo, también son poderosos
mecanismos de discriminación que bloquean
y eliminan la posibilidad de
comunicación entre los grupos étnicos, dificultando el intercambio de
experiencias, y truncando la integración de los pueblos lejanos y de las zonas
marginales, usuarios de lenguas menores o niveles no estándar. Estas barreras
lingüísticas ahondan la crisis social, ya que facilitan la permanencia de
grupos aislados, desintegrados e incomunicados.