martes, mayo 19, 2015

¿SATURNO DEVORADO POR SUS HIJOS?

Sobre si las máquinas amenazan a los libros

Víctor Hugo Palacios


Víctor Hugo Palacios Cruz

Fragmento de conferencia impartida en la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo de Chiclayo, el jueves 23 de abril, con ocasión de los veinte años de la declaración del Día Mundial del Libro por la UNESCO. 

Como se dijo antes, a nuevos lectores nuevos autores. La estrechez del sms o Twitter no ahoga sino que abre nuevas formas de poesía. Aunque hay que decir que el haiku japonés se adelantó por unos siglos. Lo nuevo es la reformulación o tal vez la disolución del autor. Por ejemplo, los fanfictions, o relatos construidos a varias manos por internautas. Los soportes en línea y sus interacciones crearán inéditas estructuras narrativas. De momento, dice Lorenzo Soccavo, “son aún difíciles de discernir, pero creo que pueden vislumbrarse en el universo de los videojuegos multijugador y en los universos en 3D del tipo Second life”. La edición digital seguirá la narrativa transmedia del relato “globalizado”.

Sin duda, la digitalización favorece unos géneros y perjudica otros. Las ediciones de material fragmentable –diccionarios, enciclopedias, atlas, gramáticas– se adaptan sin resistencia a esta inmersión de textos en masas de unidades que se leen de manera incompleta y discontinua. Estos son los primeros libros que sin remedio dejarán de imprimirse. Influidos por los blogs, diarios, redes sociales y otros medios, son cada vez menos, en cambio, los que se avienen a leer de largo ensayos y novelas, los formatos más vulnerables en la era de lo virtual.

Por último, las nuevas generaciones leen y a la vez escuchan música o tienen una red social abierta. Lo que obliga a los escritores como a cualquier creador audiovisual, a puntuar sus obras de segmentos separables y sobresaltos calculados para aumentar el interés. No se piensa más en un lector fiel y paciente, sino en un receptor con cada una de cuyos estímulos circundantes es inevitable competir. La prosa virará hacia lo llamativo, breve e inconexo.

Y mientras la nueva literatura se toma su tiempo, la industria editorial no cesa de poner en el mercado más títulos cada año. La predicción de Bill Gates está lejos de cumplirse. Recordemos que el rollo coexistió con el códice hasta el siglo X. Por cierto, la imputación que se hace a los libros de deforestar la Tierra al usar papel fabricado con celulosa es en parte injusta e interesada: cada vez se emplean más insumos reciclados. Por el contrario, la sospechosa obsolescencia de los aparatos electrónicos levanta montañas de chatarra cuyos metales calcinan el aire y los suelos.

Una curiosidad. El fin del libro no es un debate exclusivo de este tiempo. En 1831 Alphonse Lamartine escribía: “el pensamiento se expandirá por el mundo a la velocidad de la luz, concebido al instante, instantáneamente escrito, entendido de inmediato. Cubrirá la Tierra de un polo al otro: súbito, instantáneo, inflamado del fervor del alma que lo alumbró. Será el reino de la palabra humana en toda su plenitud. El pensamiento no tendrá tiempo de madurar, acumularse en la forma, morosa y tardía, de un libro. Hoy el único libro posible es un periódico”. En 1889, tras el invento del fonógrafo por Thomas Edison, Philip Hubert anunciaba que “muchos libros y relatos no se darán nunca a la imprenta, sino que llegarán a manos de los lectores –mejor dicho, los oyentes– en forma de fonogramas”. Las fonotecas reemplazarían a las librerías y los narradores orales ocuparían el lugar de los escritores. “Las damas –decía Uzanne– ya no dirán, al hablar de un autor de éxito: ‘¡Qué gran escritor!’, sino que temblando de emoción suspirarán: ‘¡Qué voz tan seductora y emocionante tiene este narrador!’” Sin embargo, el libro sobrevivió al periódico y al fonógrafo, y posteriormente al cine y la televisión.

Pienso que un criterio útil para entrever el futuro es discernir entre el libro como objeto encuadernado, y el acto de leer. Seguiremos leyendo, sin duda, aunque el acto de leer se deshilache en incontenibles pulsiones cognitivas o sensitivas. La cuestión es si el significado intelectual y emocional del libro será suficiente para justificar, primero, la conservación de los que ya existen, y segundo, la producción y compra de nuevas unidades. Desde luego, su desaparición no es inminente, pero tampoco totalmente imposible.

Escribe Julio Ramón Ribeyro: “el amante de los libros no aspira solamente a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan incontestable. El amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su adquisición. El verdadero amante de los libros no tolera que el expendedor se los envuelva. Necesita llevarlos desnudos en sus manos, irlos hojeando por el camino, meter los pies en un charco de agua, sufrir todos los trastornos de un primer encantamiento. Llegando a su casa, lo primero que hará será grabar en la página inicial su nombre y la fecha del suceso, porque para él toda adquisición es una peripecia que luego será necesario conmemorar. Con el tiempo dirá: 'Hace tantos años y tantos que compré este libro', como se dice: 'Hace tanto tiempo que conocí a esta mujer'”.

Sigue Ribeyro: “el amante de los libros no puede frecuentar las bibliotecas públicas. El acto le parecerá tan humillante y pernicioso como visitar las casas de tolerancia. Los libros puestos a disposición de la comunidad son libros indiferentes, son libros fríos con los cuales no nace un acto de verdadero amor, no se crea una relación de confianza. […] Hay gente, sin embargo, que solo lee en las bibliotecas públicas y esto revela, en el fondo, una profunda incapacidad para amar. Un libro leído y amado es un bien irreemplazable. [...] Cada libro es una amistad con todas sus grandezas y sus miserias, sus disputas y sus reconciliaciones, sus diálogos y sus silencios. Al releer estos libros –el amante es sobre todo un relector– irá reconociendo sus horas perdidas, sus viejos entusiasmos, sus dudas inútiles. Un libro amado es un fragmento de la vida. Perdido el libro queda un vacío en la memoria que nada podrá reemplazar”. Finalmente, “un libro, para ser amado, necesita poseer otras y más delicadas cualidades. Necesita, en realidad, un mínimo de decoro, de gusto, de misterio, de proporción; en suma aquellas cualidades que podemos exigir, discretamente, en una mujer. Por esta razón es que entre las mujeres y los libros existen tantas secretas correspondencias. Hay libros que terminan su vida solitarios, que jamás encuentran un lector. Hay lectores que jamás encuentran su libro”.

Creo que el libro seguirá existiendo en tanto sigamos apreciando ciertas condiciones que no son exclusivas de los libros. En particular, la identidad y la índole irrepetible de las personas y las cosas. No es casual la reacción de varias editoriales al rivalizar con el formato digital acentuando las propiedades sensibles del producto: la superficie del papel, el aspecto rústico o artístico, la calidad de sus imágenes, la portada acariciable. En una feria del libro en Londres en 2013, Neil Gaiman declaró que “una de las cosas que deberíamos hacer es libros más hermosos, más delicados”. Deberíamos “transformar los objetos en fetiches, dar a la gente una razón para comprar objetos, no solo contenido”.

Pienso que para que un ejemplar sea atesorable no hace falta que sea adrede ornamentado. Hace falta que se introduzca en nuestra rutina de seres sensibles a las señales de semejantes que nos hablan desde otros lados; hace falta que aún queramos descubrir nuestra propia voz. Que un volumen arraigue en la memoria y la intimidad nunca obedecerá a una prescripción industrial. Quizá su apariencia atractiva sea un inicio. Pero nada lo hará más humano que su envejecimiento junto a nosotros. Hasta la imperfección del subrayado que revela una circunstancia –el trazo violento de la euforia, la línea torcida por la marcha del bus– hacen del impreso más humilde un monumento personal. Las máquinas se malogran o caducan y sus datos migran a otros receptáculos; nos aterra aun el llegar a perderlos por un desperfecto, un virus o una incompatibilidad de software. El libro es diferente, como lo es un suceso, una experiencia. Como todo lo que ocurre solo una vez.

Un e-reader puede ser cualquier publicación, género o información; cualquier libro, bueno o no, bello o útil, nuevo o viejo, favorito o no; un diario, un mapa, un cuento. Pero para que sea todo ello es necesario que en principio no sea absolutamente nada. En cambio, un libro impreso solo puede ser lo que es y nunca nada más. He ahí su valor: su naturaleza única e intransferible. En un universo de neurótica mudabilidad en que la intermitencia, la renovación y el estreno –rasgos de la sociedad de consumo– permean nuestras vidas –por ejemplo, a través de la adicción a las cirugías estéticas–, lo persistente se vuelve cálido y fiable en el seno de una sociedad líquida, como diría Zygmunt Bauman.

La virtualidad es inasible e ilimitada. Como lo es el espíritu. Por ello, nada como él necesita dramáticamente de una superficie o raíz que lo implante en el mundo dotándolo de la irrefutable materialidad. También los recuerdos exigen huellas, cofres, símbolos. Sin asideros que se aferran, erramos como un puñado de bits rumbo a la papelera o la chatarra.

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