Sobre si las máquinas amenazan a los libros
Víctor Hugo Palacios |
Víctor Hugo Palacios Cruz
Fragmento de conferencia impartida
en la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo de Chiclayo, el jueves 23
de abril, con ocasión de los veinte años de la declaración del Día Mundial del
Libro por la UNESCO.
Como se dijo antes, a nuevos lectores nuevos autores.
La estrechez del sms o Twitter no ahoga sino que abre nuevas
formas de poesía. Aunque hay que decir que el haiku japonés se adelantó por unos siglos. Lo nuevo es la reformulación o tal vez la disolución del autor. Por
ejemplo, los fanfictions, o relatos
construidos a varias manos por internautas. Los soportes en línea y sus
interacciones crearán inéditas estructuras narrativas. De momento, dice Lorenzo
Soccavo, “son aún difíciles de discernir, pero creo que pueden vislumbrarse en
el universo de los videojuegos multijugador y en los universos en 3D del tipo Second life”. La edición digital seguirá
la narrativa transmedia del relato
“globalizado”.
Sin duda, la
digitalización favorece unos géneros y perjudica otros. Las ediciones de
material fragmentable –diccionarios, enciclopedias, atlas, gramáticas– se
adaptan sin resistencia a esta inmersión de textos en masas de unidades que se
leen de manera incompleta y discontinua. Estos son los primeros libros que sin
remedio dejarán de imprimirse. Influidos por los blogs, diarios, redes sociales y otros medios, son cada vez menos,
en cambio, los que se avienen a leer de largo ensayos y novelas, los formatos
más vulnerables en la era de lo virtual.
Por último, las
nuevas generaciones leen y a la vez escuchan música o tienen una red social
abierta. Lo que obliga a los escritores como a cualquier creador audiovisual, a
puntuar sus obras de segmentos separables y sobresaltos calculados para
aumentar el interés. No se piensa más en un lector fiel y paciente, sino en un
receptor con cada una de cuyos estímulos circundantes es inevitable competir.
La prosa virará hacia lo llamativo, breve e inconexo.
Y mientras la nueva literatura se toma su tiempo, la
industria editorial no cesa de poner en el mercado más títulos cada año. La
predicción de Bill Gates está lejos de cumplirse. Recordemos que el rollo
coexistió con el códice hasta el siglo X. Por cierto, la imputación que se hace
a los libros de deforestar la Tierra al usar papel fabricado con celulosa es en
parte injusta e interesada: cada vez se emplean más insumos reciclados. Por el
contrario, la sospechosa obsolescencia de los aparatos electrónicos levanta
montañas de chatarra cuyos metales calcinan el aire y los suelos.
Una curiosidad. El
fin del libro no es un debate exclusivo de este tiempo. En 1831 Alphonse
Lamartine escribía: “el pensamiento se expandirá por el mundo a la velocidad de
la luz, concebido al instante, instantáneamente escrito, entendido de
inmediato. Cubrirá la Tierra de un polo al otro: súbito, instantáneo, inflamado
del fervor del alma que lo alumbró. Será el reino de la palabra humana en toda
su plenitud. El pensamiento no tendrá tiempo de madurar, acumularse en la
forma, morosa y tardía, de un libro. Hoy el único libro posible es un
periódico”. En 1889, tras el invento del fonógrafo por Thomas Edison, Philip
Hubert anunciaba que “muchos libros y relatos no se darán nunca a la imprenta,
sino que llegarán a manos de los lectores –mejor dicho, los oyentes– en forma
de fonogramas”. Las fonotecas reemplazarían a las librerías y los narradores
orales ocuparían el lugar de los escritores. “Las damas –decía Uzanne– ya no dirán,
al hablar de un autor de éxito: ‘¡Qué gran escritor!’, sino que temblando de
emoción suspirarán: ‘¡Qué voz tan seductora y emocionante tiene este narrador!’” Sin embargo, el libro sobrevivió al
periódico y al fonógrafo, y posteriormente al cine y la televisión.
Pienso que un criterio útil para entrever el futuro es
discernir entre el libro como objeto encuadernado, y el acto de leer.
Seguiremos leyendo, sin duda, aunque el acto de leer se deshilache en
incontenibles pulsiones cognitivas o sensitivas. La cuestión es si el
significado intelectual y emocional del libro será suficiente para justificar,
primero, la conservación de los que ya existen, y segundo, la producción y
compra de nuevas unidades. Desde luego, su desaparición no es inminente, pero tampoco
totalmente imposible.
Escribe Julio Ramón Ribeyro: “el amante de los libros
no aspira solamente a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita
observar todas las solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan
incontestable. El amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su
adquisición. El verdadero amante de los libros no tolera que el expendedor se
los envuelva. Necesita llevarlos desnudos en sus manos, irlos hojeando por el
camino, meter los pies en un charco de agua, sufrir todos los trastornos de un
primer encantamiento. Llegando a su casa, lo primero que hará será grabar en la
página inicial su nombre y la fecha del suceso, porque para él toda adquisición
es una peripecia que luego será necesario conmemorar. Con el tiempo dirá: 'Hace
tantos años y tantos que compré este libro', como se dice: 'Hace tanto tiempo
que conocí a esta mujer'”.
Sigue Ribeyro: “el amante de los libros no puede
frecuentar las bibliotecas públicas. El acto le parecerá tan humillante y
pernicioso como visitar las casas de tolerancia. Los libros puestos a
disposición de la comunidad son libros indiferentes, son libros fríos con los
cuales no nace un acto de verdadero amor, no se crea una relación de confianza.
[…] Hay gente, sin embargo, que solo lee en las bibliotecas públicas y esto
revela, en el fondo, una profunda incapacidad para amar. Un libro leído y amado
es un bien irreemplazable. [...] Cada libro es una amistad con todas sus
grandezas y sus miserias, sus disputas y sus reconciliaciones, sus diálogos y
sus silencios. Al releer estos libros –el amante es sobre todo un relector– irá
reconociendo sus horas perdidas, sus viejos entusiasmos, sus dudas inútiles. Un
libro amado es un fragmento de la vida. Perdido el libro queda un vacío en la
memoria que nada podrá reemplazar”. Finalmente, “un libro, para ser amado,
necesita poseer otras y más delicadas cualidades. Necesita, en realidad, un
mínimo de decoro, de gusto, de misterio, de proporción; en suma aquellas
cualidades que podemos exigir, discretamente, en una mujer. Por esta razón es
que entre las mujeres y los libros existen tantas secretas correspondencias.
Hay libros que terminan su vida solitarios, que jamás encuentran un lector. Hay
lectores que jamás encuentran su libro”.
Creo que el
libro seguirá existiendo en tanto sigamos apreciando ciertas condiciones que no
son exclusivas de los libros. En particular, la identidad y la índole
irrepetible de las personas y las cosas. No es casual la reacción de varias
editoriales al rivalizar con el formato digital acentuando las propiedades
sensibles del producto: la superficie del papel, el aspecto rústico o
artístico, la calidad de sus imágenes, la portada acariciable. En una feria del
libro en Londres en 2013, Neil Gaiman declaró que “una de las cosas que deberíamos hacer es libros más hermosos, más
delicados”. Deberíamos “transformar los objetos en fetiches, dar a la gente una
razón para comprar objetos, no solo contenido”.
Pienso que para
que un ejemplar sea atesorable no hace falta que sea adrede ornamentado. Hace
falta que se introduzca en nuestra rutina de seres sensibles a las señales de
semejantes que nos hablan desde otros lados; hace falta que aún queramos
descubrir nuestra propia voz. Que un volumen arraigue en la memoria y la
intimidad nunca obedecerá a una prescripción industrial. Quizá su apariencia
atractiva sea un inicio. Pero nada lo hará más humano que su envejecimiento
junto a nosotros. Hasta la imperfección
del subrayado que revela una circunstancia –el trazo violento de la euforia, la
línea torcida por la marcha del bus– hacen del impreso más humilde un monumento
personal. Las máquinas se malogran o caducan y sus datos migran a otros
receptáculos; nos aterra aun el llegar a perderlos por un desperfecto, un virus
o una incompatibilidad de software.
El libro es diferente, como lo es un suceso, una experiencia. Como todo lo que
ocurre solo una vez.
Un e-reader
puede ser cualquier publicación, género o información; cualquier libro, bueno o
no, bello o útil, nuevo o viejo, favorito o no; un diario, un mapa, un cuento.
Pero para que sea todo ello es necesario que en principio no sea absolutamente
nada. En cambio, un libro impreso solo puede ser lo que es y nunca nada más. He
ahí su valor: su naturaleza única e intransferible. En un universo de neurótica
mudabilidad en que la intermitencia, la renovación y el estreno –rasgos de la
sociedad de consumo– permean nuestras vidas –por ejemplo, a través de la
adicción a las cirugías estéticas–, lo persistente se vuelve cálido y fiable en
el seno de una sociedad líquida, como diría Zygmunt Bauman.
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