José Lalupú
A todos nos gusta oír historias. Es un instinto natural. Basta con que una persona diga “No te imaginas lo que me pasó ayer” o “Te cuento que…” para que inmediatamente se active en nosotros un resorte, un mecanismo natural hecho de expectación y deseo que se echa a andar despertado por esas palabras y que no se detendrá hasta que hayamos saciado nuestra curiosidad. Es cierto que la célebre frase “Había una vez…” ha sido reemplazada por otras más triviales, pero el instinto es el mismo: sentimos que ya no podemos seguir adelante, que nos falta algo, si no nos enteramos de toda la historia.
A todos nos gusta oír historias. Es un instinto natural. Basta con que una persona diga “No te imaginas lo que me pasó ayer” o “Te cuento que…” para que inmediatamente se active en nosotros un resorte, un mecanismo natural hecho de expectación y deseo que se echa a andar despertado por esas palabras y que no se detendrá hasta que hayamos saciado nuestra curiosidad. Es cierto que la célebre frase “Había una vez…” ha sido reemplazada por otras más triviales, pero el instinto es el mismo: sentimos que ya no podemos seguir adelante, que nos falta algo, si no nos enteramos de toda la historia.
Este instinto está en nuestra propia naturaleza: el ser humano, desde que apareció sobre la tierra ha debido ir respondiendo todas las incógnitas que poblaban el mundo. El ser humano desea saberlo todo, conocerlo hasta agotarlo. Aquello que le es desconocido lo atrae poderosamente, lo fascina, aunque al mismo tiempo pudiera despertar sus miedos. Es por eso que expresiones como “No te he contado…” son una invitación, una puerta hacia un mundo distinto.
El gusto por oír historias es algo que yo mismo he comprobado en mi labor docente. No importa la edad de los alumnos, no importa la carrera que hayan emprendido, una buena historia, es capaz de mantener fascinados a todos. ¿Por qué? ¿Por qué a las personas les gusta tanto oír historias?
He aquí algunas posibles respuestas:
Los seres humanos tenemos una especie de memoria afectiva, es decir, nos gusta y queremos oír en los labios de los seres que nos son queridos, por eso su voz es capaz de despertar poderosamente nuestra atención. Cuando se nos cuenta una historia, ya no es sólo una simple historia: es una voz que nos es familiar la que nos va delineando el carácter y los rasgos de los personajes, es una voz conocida la que nos va describiendo la acción.
El narrador es un filtro: Intuitivamente sabemos que si alguien va a contarnos una historia es porque esa historia merece ser contada. De antemano sabemos que es una buena historia, y es así, porque sólo contamos aquello que nos gusta, de modo que los demás, los que nos cuentan las historias, funcionan como filtros que ya han desechado las malas historias.
He aquí algunas posibles respuestas:
Los seres humanos tenemos una especie de memoria afectiva, es decir, nos gusta y queremos oír en los labios de los seres que nos son queridos, por eso su voz es capaz de despertar poderosamente nuestra atención. Cuando se nos cuenta una historia, ya no es sólo una simple historia: es una voz que nos es familiar la que nos va delineando el carácter y los rasgos de los personajes, es una voz conocida la que nos va describiendo la acción.
El narrador es un filtro: Intuitivamente sabemos que si alguien va a contarnos una historia es porque esa historia merece ser contada. De antemano sabemos que es una buena historia, y es así, porque sólo contamos aquello que nos gusta, de modo que los demás, los que nos cuentan las historias, funcionan como filtros que ya han desechado las malas historias.
Porque la fantasía nos atrae irrefrenablemente. El lógico – matemático hombre del siglo XXI no puede ser siempre racional (que se apueste miles de dólares basado en lo que “dijo” un pulpo es un claro ejemplo). De modo que la fantasía es una fuga. Todaa fantasía literaria es un sueño infantil prolongado en el mundo de los adultos. Soñamos despiertos, nos gusta recrear, imaginar.
Estas son sólo algunas de las razones por las cuales nos gusta tanto escuchar historias. Sin embargo ¿Por qué parece más atractivo escuchar que leer? ¿Por qué leer se ha vuelto un acto tan impopular? ¿Por qué nos gusta tanto oír historias, pero cada vez se las lee menos? ¿Por qué, si a la gente le gustan tanto las historias bien contadas, no las busca en los libros?
La respuesta, en mi opinión, es muy simple: por pereza. Pereza intelectual.
La cultura contemporánea lo ha automatizado todo. Somos la cultura del botón que es su máximo símbolo. Y todo lo queremos resolver presionando uno. La tecnología nos ha facilitado la vida, pero en esa facilidad algo hemos perdido. Hoy por ejemplo tenemos una tecnología extraordinaria de correo electrónico que nos permite enviar mensajes, a cualquier parte del mundo de modo instantáneo. Tecnología que ha dejado obsoleto al antiguo cartero al que había que esperar días o semanas para que llegara con la correspondencia; el cambio está muy bien, porque ha automatizado el sistema de correspondencia, pero ya no habrá muchachas esperando a la puerta, la llegada del cartero; y, como decía el premio nobel portugués José Saramago, recientemente fallecido: “Nunca una lágrima caerá sobre un correo electrónico”. Entonces hemos ganado mucho en tecnología, pero algo hemos perdido, algo que se encuentra en esa porción de la vida que nos hace más humanos.
Somos la cultura de la inmediatez. La tecnología de la internet, esa máquina increíble de contener datos, esa especie de Aleph moderno, contiene toda la información que uno desee, en la mayoría de los casos seriada y clasificada. Disponible en un instante sólo apretando un botón; y eso es bueno, pero en términos de trabajo intelectual tiene algunas desventajas, porque en tanto que antes había que buscar la información, hacer resúmenes, hoy sólo hay que copiarla. Así, me ha ocurrido a mí haber dejado a ciertos alumnos la tarea de que escribieran un artículo breve, muy breve, pero escrito con sus propias ideas, y al leerlo y confrontarlo en internet, buscando el plagio, encontrarme con que tenía de alumnos a Umberto Eco, Sinesio López o Marta Híldebrant.
Un amigo mío, catedrático de cálculo, me contaba alguna vez que en su clase había excelentes alumnos, capaces de resolver los ejercicios más complejos, pero que alguna vez los retó a sacar una raíz cuadrada con lápiz y papel y la mayoría de ellos no sabían cómo hacerlo. Eso es porque el botón nos lleva al destino, pero no nos enseña el camino.
No es que pretenda satanizar la tecnología. Creo que hacerlo sería absurdo y retrógrado, pero también hay que señalar que todos estos cambios han traído como un lastre inevitable cierta pereza intelectual, cierto adormecimiento y trivialización de la inteligencia que se expresa, por ejemplo, en que los diarios o revistas con mucho texto han pasado de moda, la gente quiere encontrar toda la información en un par de patadas y abundantemente ilustrada. Los textos les aburren.
Vivimos la época de la imagen y ésta va desplazando a la palabra escrita. Se dice que una imagen vale más que mil palabras, pero en realidad esas mil palabras podrían generar millones de imágenes.
Leer aburre, porque obliga al hombre a pensar y al hombre de hoy no le gusta pensar, prefiere que otros piensen por él..
Si uno le presenta a los alumnos la posibilidad de elegir entre leer el poema épico de La Ilíada o ver una película sobre él, el alumno elegirá, con toda seguridad, ver la película, porque bastará entonces con presionar un botón para ahorrarse el trabajo de pensar y dejaremos que otros piensen por nosotros, nos volveremos consumidores pasivos. Y es así, cuando uno ve una película sobre la Guerra de Troya, lo que en realidad está viendo es aquello que el director de la película imaginó, el rostro de Aquiles, Héctor o Helena es el que el director imaginó; Pero cuando uno, piensa por sí mismo y lee tendrá toda la libertad de imaginar a los personajes como a uno le dé la gana, y ya no será un consumidor pasivo, sino un creador como lo es siempre un buen lector.
Esta es la gran era de la información, pero también es la de la pereza intelectual: no se piensa, no se reacciona, no se critica, sólo se presiona un botón.
El progreso tecnológico no siempre va de la mano del progreso social, no todo progreso tecnológico es un avance. No perdamos la capacidad de concentrarnos, de estar con nosotros mismos. A veces nos hace falta un poco de silencio. Estamos en una crisis de silencio. El vacío nos aterra. Pero entre el play station, la música ensordecedora, la televisión; a los jóvenes les resulta casi imposible estar con ellos mismos y en silencio, por eso hace tanta falta crearles espacios. Y esa es una labor que empieza en el hogar y continúa en la escuela, nunca al revés.
Es cierto, como dije antes, que nos encantan las historias de boca de nuestros seres queridos, pero los grandes escritores también podrían llegar a serlo. Y de hecho, para los lectores empedernidos existe un fuerte lazo amical con sus autores favoritos, esos que cuando se abren los libros le crean al que lee la sensación de estar entre amigos. Si uno se hace amigo, por ejemplo de García Márquez, aprenderá también a percibir su “voz” en aquello que lee y podrá reconocerla entre otras.
Es cierto que cuando nos cuentan historias el que narra funciona como un filtro que sólo nos contará las buenas historias, pero ir a buscarlas en los libros (o en las modernas fuentes de información) también puede constituir una aventura y una fuente de emoción.
Quiero terminar mi participación agregando que debemos leer porque leer proporciona un placer estético incomparable, que nos confrota con nuestra propia humanidad; que debemos leer porque todo buen lector es también un creador en la medida en que él también inventa un universo, el que él quiere oír en la voz del escritor, y por último, debemos leer, porque una sociedad inculta, sin formación es pasto fácil de la corrupción, contra la cual siempre hay que estar atentos. La democracia sólo puede funcionar bien si el pueblo, ése que toma las decisiones, está preparado para hacerlo.
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