Julio Carmona
Antiguamente se creía que la educación inicial (o el llamado "jardín de la infancia") podía dejarse en manos de cualquier persona. Se pensaba en "niñeras" convertidas en docentes. La formación inicial se reducía a cuidar al niño haciéndolo jugar o recortar figuritas o amasar plastilina. Los aprestamientos educativos eran recursos generados por la improvisación y el cotilleo. Cualquier señora o señorita que no tuviera nada qué hacer en su casa y sin ninguna formación pedagógica podía fungir de profesora de "jardín de la infancia". Felizmente la ciencia de la educación ha revertido esa inveterada costumbre. Y en la actualidad existe la carrera pedagógica que forma docentes de educación inicial.
Antiguamente se creía que la educación inicial (o el llamado "jardín de la infancia") podía dejarse en manos de cualquier persona. Se pensaba en "niñeras" convertidas en docentes. La formación inicial se reducía a cuidar al niño haciéndolo jugar o recortar figuritas o amasar plastilina. Los aprestamientos educativos eran recursos generados por la improvisación y el cotilleo. Cualquier señora o señorita que no tuviera nada qué hacer en su casa y sin ninguna formación pedagógica podía fungir de profesora de "jardín de la infancia". Felizmente la ciencia de la educación ha revertido esa inveterada costumbre. Y en la actualidad existe la carrera pedagógica que forma docentes de educación inicial.
Un panorama similar se da con la "literatura infantil", que se ha convertido en refugio de escritores fracasados, es decir, gente que probó suerte escribiendo textos en verso o en prosa, pretendiendo hacerlos pasar como poesía o narrativa para adultos, pero sin ningún buen resultado, salvo los autoelogios de camarilla y los autobombos publicitarios de una bien aceitada promoción comercial. Ese fracaso en la literatura para adultos los lleva a creer que (como en el país de los ciegos el tuerto es rey) en la literatura infantil se puede también dar gato por liebre. Y es así que el género ha adquirido un aparente relumbrón. Gran cantidad de autores de literatura infantil, pero poca calidad de poesía ídem. Lamentablemente, en este caso no hay alternativa legal que haga variar este mal.
Ser educador de niños y autor para niños no es tarea sencilla. Requiere hacerse cargo de las necesidades e identificarse con los intereses de los niños. No se trata de hacer alarde de dotes para la fantasía. No en vano García Márquez deploraba de la fantasía tipo Walt Disney. La didáctica y la metáfora relacionadas con la infancia no son gratuitas. Tienen que responder a una honda necesidad honestamente sentida. Cualquier juego de pirotecnia verbal sólo servirá de engaña muchacho. Y la infancia se merece otra cosa.
Es urgente reflexionar al respecto. La infancia no es una etapa del ser humano que pueda considerarse como tierra de nadie, donde cualquier advenedizo puede no sólo crear su colegio, contratando alumnas de las facultades de educación para que realicen una labor tan delicada como es la formación humana, y admitiendo la proliferación de textos elaborados por gente cuyo único respaldo es su propia recomendación por haber publicado textos que no han adquirido la más mínima trascendencia artística. Y todo ello equivale a construir una casa sin estudio de suelo, con cimientos deleznables, cuya proyección futura –a no dudarlo– será el derrumbe.
Se debe, pues, dejar de ver el “mundo de la infancia” como pista propicia para aterrizajes forzosos de los despistados. En la educación y en la literatura -como en el amor- nada debe hacerse por la fuerza, todo debe ser consentido y con sentido.
Estas reflexiones las hago motivado por la exhibición de un afiche, profuso en títulos (cinco o seis libros, anunciados de un porrazo). Al verlo me pregunté: ¿son tantos los escritores de literatura infantil en Piura, si en todo el Perú no hay tantos? Me refiero, por supuesto a los auténticos; de los otros hay catervas. El afiche de marras, pues, despertó en mí la corazonada de que con él se estaba promoviendo lo segundo.
De pájaros y árboles
Y como, finalmente, aparecieron los dos primeros de los textos anunciados: El invisible pájaro de los ecos, de Alberto Alarcón, e Historia del árbol feliz, de Sigfredo Burneo, mi aprehensión se vio confirmada. Después de leerlos he llegado a la conclusión de que no son adecuados como lectura para niños, porque tampoco lo serían para adultos, pues en ambos casos no se da la exigencia básica que es la calidad literaria, prescripción ya adelantada: que la infancia se merece lo mejor, del mismo modo como se da a los adultos. Lo que pasa es que a los lectores literarios adultos no se les puede engañar fácilmente; mientras que a los lectores niños se piensa que sí. Pues bien, cuando esto ocurra hay que decirles que no.
En base a una primera lectura de los textos aludidos, voy –en principio– a plantear algunas consideraciones generales sobre lo que no se debe hacer en un texto que se pretende sea de literatura infantil. Luego haré el comentario puntual de cada texto.
En primer lugar: a nivel de forma, evitar poner al final del texto un glosario de términos poco comunes. Esa es una opción válida para textos de carácter informativo, específicamente manuales didácticos, mas no en el caso de obras literarias. Esto ocurrió hace muchos años en algunas novelas de las corrientes nativista o costumbrista que usaban palabras quechuas o modismos populares sui generis. Pero también ya hace mucho que dejó de hacerse, por respeto a la inteligencia del lector quien, perfectamente, tiene la capacidad de ubicarse de acuerdo al contexto. En el caso de la literatura infantil, no tiene porqué manejarse el criterio que el niño es un retrasado mental, a quien haya que explicarle todo con aclaraciones extra-textuales. De esa manera se está convirtiendo a la literatura en medio didáctico. Y no lo es. La literatura es un arte, que forma, no que informa. Por eso, lo que se exige del escritor de literatura infantil es que sepa elegir las palabras acordes con sus lectores y sepa, al mismo tiempo, introducir otras “nuevas”, pero de tal manera que se expliquen en el contexto, sin recurrir al glosario adicional. El uso de éste demuestra que el vocabulario no es propio para niños.
En segundo término: despojarse de los prejuicios del adulto, y, especialmente, del discernimiento que prejuzga al niño como un recipiente por llenar, como un ente puramente receptivo y no conceptivo. Porque el niño, frente a la metáfora, va a inquirir por su significado oculto. ¿Quién ignora que los niños quieren saberlo todo, y que su mecanismo de aprendizaje en este sentido es la pregunta? El niño, pues, va a preguntarse: ¿qué pájaros son esos que obligan a otro a que se silencie? Y puede encontrar respuestas que no necesariamente serán de su interés o que no son necesarias para su formación.
Por último: evitar los mensajes subliminales, que pueden venir del subconsciente del escritor; por eso se dice "evitarlos", es decir, que el escritor debe tener afinada su capacidad autocrítica, para limpiar, limar o extirpar cualquier connotación relacionada con alguna situación sesgada de la vida social o cultural; obsérvese que no digo "situación social o cultural" en general; digo: "situación sesgada", que seguramente le interesa denunciar al escritor, pero se debe preguntar: ¿eso es de interés del niño? Por ejemplo: plantear una concepción conservadora de la vida, a través del árbol como metáfora de la sociedad que nunca será destruido (o destruida) por los hombres malos y armados.
De “pájaros invisibles”
La metáfora siempre oculta algo, que suele ser, por lo común, distinto a lo que enuncia. Las conocidas metáforas renacentistas del “cabello de oro” o el “gesto de azucena” lo que quieren decir es que el cabello es rubio y el rostro, blanco. Lo que hace el creador con la metáfora es trasladar al lector su capacidad creadora, instándolo a que se convierta en un recreador, que adopte la función de descubrir ese significado oculto; descubrimiento que no necesariamente ha de coincidir con la idea que motivó al escritor, es decir, que esa atribución transferida a uno se transforma en riesgo para el otro. Es desatinado por parte del escritor pretender del lector que descubra lo que aquél quiere; ésta es una pretensión propia y legítima del redactor informativo, no del compositor artístico.
El título del texto El invisible pájaro de los ecos, de Alberto Alarcón, es eso: una metáfora, que desarrolla la historia de un gorrión que cantaba en un árbol; pero a quien una bandada de pájaros lo conminó a que deje de cantar, pues a ellos no les agradaba su canto. Y se puede relacionar al pájaro con un poeta que es censurado injustamente por otros. En el cuento aludido, el gorrión cantó por última vez y su canto hizo eco con todo (piedra, laguna, cerro, choza, etc.).
Los otros pájaros (convertidos –por el autor– en inquisidores y enemigos del gorrión, de ahí se infiere lo injusto de su acción) se desconcertaron porque a pesar de que el gorrión no cantaba, sin embargo se escuchaba un canto que admitieron hermoso, lo cual es una incongruencia pues si ellos hicieron callar al gorrión porque su canto les pareció feo, luego resulta que el eco de su canto sí les parece hermoso; mas como no lograban identificar al productor de ese canto, lo llamaron “el invisible pájaro de los ecos”. Y aquí se proyecta una segunda incongruencia, porque los inquisidores, enemigos del gorrión, “deciden compensarlo en algo”, ¿por qué compensarlo, si no se dice que ellos estén reconociendo haberle hecho daño, y simplemente escuchan un canto que no relacionan con él? Pero lo peor es que la compensación consiste en invitarlo “a participar en la construcción de un majestuoso templo en honor al Invisible pájaro de los ecos”. Y como el gorrión se negase a ir a dicha construcción, los inquisidores y enemigos le dijeron: “Ateo, sacrílego, irreverente”, pregunto: ¿son estas tres palabras –entre otras– propias para los niños? Pero, en el caso de que un niño supiera su acepción, se tendrá que preguntar: ¿los dioses son creados por inquisidores y por tener las cualidades de ser invisibles y cantar bien, y quien así no lo considere debe ser injuriado?
Finalmente, muere el gorrión, “y como los pájaros van a morir al cielo”, su canto se hizo eco del cielo. Y los pájaros inquisidores lo reconocieron como el canto del gorrión (un reconocimiento inexplicable, dígase de paso, porque si no lo habían reconocido en vida, cómo es que sí lo reconocen después de muerto), pero todavía la cacatúa graznó “Era él”. Y esta última aseveración sale sobrando. Porque en literatura hay silencios u omisiones obligados, apodícticos. Porque el lector –niño o adulto– los sobrentiende, por ser algo obvio. Lo que no sobrentenderá el lector niño es aquello de que “los pájaros van a morir al cielo” (en todo caso, allá irían después de muertos). Y, al parecer, lo que ha querido el escritor es pagar tributo a la ideología que satura nuestra educación ligándola a lo religioso. Mas ésta no es la única carga ideológica. La otra está ligada a las tendencias literarias que contienden en la sociedad. Los pájaros inquisidores serían los poetas populares que rechazan al poeta puro. Versión desfasada del problema real, porque en la realidad ocurre lo contrario: son los poetas puros los que rechazan al poeta popular, porque éste no “canta por cantar” como los pájaros. De donde resulta que la metáfora tampoco es acertada, porque el poeta no es pájaro ni el pájaro es poeta. El poeta –a diferencia de los pájaros– sabe que canta, por qué, para qué y para quién canta.
Toda esa carga connotativa (y alguna otra, incluido el sentido denotativo), me da la sensación de que no es de interés de los niños ni satisface su necesidad artística ni ayuda a su formación literaria; ¿cómo habría de hacerlo una expresión como la siguiente (que pretende hacerse pasar por literaria y es un dechado de incongruencias): “Pero una tarde, sin que nadie lo supiera, el gorrión murió” (obviamente, nadie podía saberlo, porque la información que se tiene del gorrión es que vivía en soledad). “Y como los pájaros van a morir al cielo, al día siguiente el eco fue de pájaro y cielo” (pero, ¿por qué “al día siguiente” de su muerte; por qué no en el mismo instante de su muerte?) “Y como el cielo es limpio, el aire ya no era tal si no, nítido, el canto del gorrión”, y esto en realidad es un galimatías: si el cielo es limpio, y se dice que el aire ya no era tal: ¿ya no era tal qué: ya no era limpio o ya no era aire?; no se sabe qué ha pasado aquí; no se pierda de vista que después de una frase negativa “el aire ya no era tal” viene la conjunción adversativa “sino”, y no la forma condicional negativa “si no”, y en el caso tratado de conjunción adversativa no tenía porqué ir coma después de sino, es decir, debió escribirse –por lo menos– así: ‘Y como el cielo es limpio, el aire ya no era tal [es decir, sucio], sino nítido [como] el canto del gorrión’.
Nótese, pues, que el error gramatical hace que desmerezca lo artístico, y que –igual– el error artístico devalúe a lo gramatical, como ejemplo de lo último véase estas metáforas infelices: “¡Qué música, qué escarcha de viento y resplandor de manzanas!” Así, juntando palabras al azar, puede salir cualquier cosa, pero no algo adecuadamente artístico, ni siquiera algo surrealista: la escritura automática del surrealismo era otra cosa.
De “árboles felices”
Manejar antítesis, sugerir lucha de contrarios o moverse entre contradicciones no quiere decir que se es dialéctico. El metafísico también recurre a oposiciones (el bien y el mal, dios y el diablo, etc.). Más bien hay el riesgo de ser maniqueo. Y peor si –tratándose de un texto que se pretende sea literario– ese maniqueísmo se plantea mediante silogismos, como en el caso del texto de Sigfredo Burneo, Historia del árbol feliz, en el que dicho árbol es bueno y vive en un paisaje idílico, bucólico, paradisíaco, es decir, irreal. Veamos el silogismo: “Era un árbol grande, antiguo y feliz. Sus ramas, ampulosas, se extendían largamente, brindando sombra a todo su alrededor.” (Éstas son las premisas, y luego viene la conclusión: ergo, por lo tanto…) “Por ese motivo, muchos animalitos del bosque acudían a retozar junto a él.” Esta presentación de los hechos no es literaria, es argumentativa, y se debe evitar. Pero hay una incoherencia adicional al texto: para que el árbol, con “sus ramas ampulosas”, dé la sombra que ahí se enuncia “a todo su alrededor”, debe ser al mismo tiempo frondoso, pletórico de hojas; sin embargo, el dibujo que lo representa –desde la carátula– sugiere lo contrario: las ramas del árbol son escuálidas, desprovistas de toda frondosidad.
Por otro lado, así como hemos visto la función metafórica del “pájaro invisible de los ecos”, “el árbol feliz” también cumple esa función. El árbol y los animalitos que acoge en su rededor representan a la sociedad en que viven los niños con sus padres. Pero como se trata de plantear antítesis, aparece el elemento negativo: los hombres armados “con largas sierras eléctricas de acero”, y cortan al árbol. Y, por supuesto, tanto el árbol como los animalitos que convivían tan agradablemente sufrieron mucho. Y, en literatura, esto es lo que se debe evitar: la cursilería, que busca ampararse en sentimentalismos o sensiblerías para, supuestamente, mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados, sin percatarse que está falseando la realidad. En este texto se está condenando a priori la utilización de la madera por el hombre, cuando éste no es un hecho condenable si es que se hace de manera racional y proyectiva, acompañando la tala de árboles con la reforestación adecuada. Entonces, se ve que al niño se le está inculcando una visión maniquea y falsa de la realidad. Y lo peor que se puede hacer es alejar al niño de la verdad. Ésta, a través de la literatura, se le ofrece de manera constructiva; no, instructiva, y menos destructiva de la coherencia.
Y la historia del “árbol feliz” no termina ahí, porque “él iba a resucitar algún día”. Y así ocurrió: “El árbol creció nuevamente, aún más grande que antes, y sigue albergando búhos, ruiseñores y ardillas, que juegan y cantan sobre él. Desde el cielo, Dios sonríe y evita que otros hombres armados encuentren el camino hacia él.” Es decir: como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos autores (Alarcón y Burneo) pagan tributo a la ideología religiosa. Pero en este último caso, con un mensaje conservador y reaccionario, evasivo de la realidad, presentando un mundo idílico que no va a cambiar nunca, porque Dios confundirá el camino de los hombres armados que buscan cambiar ese mundo ilusorio.
La literatura infantil no puede, no debe arrogarse un fin adoctrinante, manipulador de conciencias, sobre la base de una buena intención, que podría ser –como sugiere el caso– de prevención antiterrorista. Este mal no debe ser usado para clausurar la perspectiva del cambio de una sociedad, injusta, corrupta y falsa. Y, con otros medios, propios del arte literario, se puede y se debe inculcar al niño la voluntad de cambio, que debe comenzar por los hombres mismos, incluidos los literatos, porque como dice Bertolt Brecht: “Los artistas no pueden ser absueltos de la culpa de nuestra situación, ni eximidos de la obligación de trabajar por cambiarla.”
(Este artículo puede leerse también en la revista digital argentina Redacción Popular)
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