Apunte de Bruno Portuguez |
Oscar Ramírez
A mi
madre
He vivido lo suficiente para descubrir que en tu
nombre, los cuerpos buscan paz y consuelo. Como lumbre habitas, pero discurres
cual infinita cabellera a lo largo de una vida que no llega a pertenecerte,
porque logras de tus brazos crear un río que baña al mundo, sus habitantes y
los muertos que renacen cotidianamente bajo tus manjares, bajo tu silueta de
tiempo entre cañaverales y evocaciones de tierras tropicales, recordando el
terreno donde fuiste inicio y partida, la esperanza de un grito abriendo carnes
y prole, infantes arrinconados en tus murallas, frutos que el aire reclama con
furia para hacerlos testigos del urbe, horarios y rutina.
Así nacieron tus días, creando inocencias y pequeños
resplandores al humo que opacan ventanas. ¿Qué sugieren los búhos al verte?:
virtudes que nadie comprende pero que todos añoran. Y yo nací en un eco,
observando con temor hojas y crustáceos, colores que supiste nombrar y
lecciones que entendimos mejor en silencio. Nací en mareas donde flotaban airadas
violencia e historias tan lejanas que murmuraban el miedo de nunca repetirse.
Fui solo un animal salvaje, sin claustro, un instrumento regocijándose en los
vacíos que produce la soledad, toda carencia que nos brindan los dioses al olvidarnos
en el terral humano.
¿Quién nos deshoja las alas? ¿Quién nos promete ser
vivos? ¿Quién el aire, la fe o nuestra insípida esperanza? ¿Quién o qué posee
la medalla del logro, del todo cumplido? Y así deambulamos como muertos que
nunca se amaron, sin senderos, sin recintos de vida. Fui un cúmulo de mentiras
e ignorancia, una mente vacía perdida entre el vendaval y la maleza de un
vientre que nunca ofreció fortuna, aún sin saberme completo. Pero la confusión
es nuestra nostalgia, y la placenta aquella primera almohada.
Fui salvaje, una materia musical sorda que a tu nombre
moldeaste. Como madera, puliste de rasgos feroces mi frente, limpiando aquel
pecado que ninguna plegaria elimina. Cincelaste raíz y tejidos, llenaste de
líquidos verbales estos labios que tiemblan cuando aúllan tus lágrimas a lo
lejos, a lo lejos. Hiciste del barro
siluetas con nombres propios, límpidas enumeraciones que gobiernan sus pasos. Y
me vendiste al mundo repleto de fuentes maestras, de virtudes, de sangre, de aquella
gracia que todos los misterios aclaman.
Orfebre de metal, o madera, creaste de residuos la
fórmula del amanecer. Es natural en ti la bondad, ya que forjaste lo mismo con
aquellos que anidaron brevemente tu espacio: te dieron barro y devolviste
carne. El cielo ahora teme que vuestro oficio los deje en bancarrota, porque
mejor tu cuerpo como retoño, como crisol y lápida que ningún santo sabrá
comprender. Tus profecías son el décimo círculo dantesco, y uno existe amando
retornar a tus poros, devolver el respiro de tus pulmones, sembrar tu cabellera
y enmudecer cuando solo miras aquello que no entendemos pero que sabemos puro.
Ahora que lo salvaje me abandona, y compro del diario
bondad y cicatrices, dame una hebra nuevamente para evitar el recreo de mi
mente: dime los horarios, el cómo alimentarme, otórgame silencios porque
nuestras igualdades hablan de más, sé aquella marea que golpea rocas para
dejarme tu espuma en las vocales de mi sangre, porque tuyo es el destino que me
habita y las promesas de felicidad. Ahora te dejo, ¿lo sabes?, pero tócame la
frente antes de partir y repite la oración gramatical: recuerda siempre que soy
tu nombre, una herida que late con la misma sangre, el retorno a tu guarida
para encontrar mi libertad.
1 comentario:
Caló en mi alma, poeta.
Publicar un comentario