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La edad
dorada. César Calvo y Antonio Cisneros, poetas. |
POR: César Ángeles L.
Me
miran (si me ven)
como
a un muerto
con
el último cigarro entre los labios.
Me veo en esta banca, pensando en el muerto que acabo
de ver no hace mucho. Es el poeta Antonio Cisneros Campoy, de quien vine, algo
tarde es verdad, a despedirme en su velorio. Inclusive pensaba yo que la
iglesia miraflorina de Fátima (donde hice, además, mi primera comunión many years ago) estuviera cerrada. Pero
no. Cuando llegué, el velatorio estaba aún abierto, la gente merodeaba
susurrando, el mar seguía al frente tras el parque y el malecón. Iba a saludar
a este hombre con quien me unieron algunos momentos fugaces en mi vida, en la
suya. En el trayecto pensaba cómo se le vería en la cama final de madera, qué
le diría en silencio, a quién saludar si casi no conocí a su familia, y menos a
sus amigos, de varios de quienes más bien me alejé por diferentes perspectivas
y actitudes ante la vida y la política. Me dije que no podía ir a ese velorio
con las manos vacías, así que en un grifo cercano compré un ron nacional y una
gaseosa para mezclar mientras me quedara allí. Pienso que a él le hubiera
gustado la idea, gato nocturno como era, de cervezas y cigarros casi en
cualquier esquina donde hubiese ambiente para conversar largas horas de noche.
Me acordé de Cisneros, me preguntaba cuándo fue la
primera vez que lo vi. En la Universidad Católica, donde yo acababa de
ingresar. Recuerdo lejanamente que hubo un recital organizado para acompañar
algún acto político. Recuerdo a Cisneros, a aula llena, diciendo que leería
unos poemas para la coyuntura, porque este acto, dijo, no era un acto poético
sino más bien político. Todo salió bien. Luego, en un grupo de amigos, se fue a
un auto mediano, y por alguna razón, quizá porque yo conocía a alguien del
grupo (creo que eran los jóvenes poetas del colectivo La sagrada familia), yo
también subí al auto y anduvimos algo apretados. En el camino, como era su
costumbre, la ironía, el humor y la voz de Cisneros coparon el aire. Todos
reíamos con las bromas. De pronto, me miró y dijo: ‘Quién es Alien?’ (aludiendo a la película Alien, el octavo pasajero, de 1979). Le hablaron de mí, de amigos
comunes, y la conversa siguió su curso. Creo que más adelante me bajé, y ellos
adónde se irían. Por entonces yo era, claro, más joven, como todos, y Cisneros
era, hace rato, un reconocido poeta de la destacada promoción del 60. Tenía el
aura de haber sido amigo de admirados poetas nuestros como Javier Heraud y Luis Hernández. Él mismo
era admirado por una poesía a caballo entre la historia, la conciencia política
crítica de izquierda, el lirismo coloquial de marca anglosajona, y el
cosmopolitismo mixturado con personajes, hechos y factores de nuestra realidad
peruana y latinoamericana. Era un poeta mayor, y yo, como otros, lo veíamos con
admiración, curiosidad y cierto temor de chiquillo recién ingresado a los
estudios universitarios.
No recuerdo si volví a verlo en los inmediatos años
siguientes. Pero claro que seguí su trayectoria literaria y periodística,
especialmente por su labor en El Diario de Marka, aquel vocero de la
izquierda nativa, donde fundó y dirigió un suplemento cultural que hizo
historia: El caballo rojo
(1980-1984). Como tantos, yo lo leía cada semana con interés redoblado. Aquel
suplemento reunía a lo más graneado de la intelectualidad de izquierda de esos
tiempos, cuando la pólvora empezaba a hacer lo suyo en el interior del país.
Bajo la dirección de Cisneros, ofrecía un panorama amplio, acertadas
colaboraciones, y fue una experiencia periodística que marcó época. Cisneros
también venía de integrar el ‘Comité divertido’ de ese otra delirante
publicación que fue Monos y monadas,
dirigida por Nicolás Yerovi, nieto del famoso costumbrista Leonidas Yerovi, y
que en 1978 –en plena dictadura militar–resucitó el viejo proyecto de
periodismo humorístico-político de su abuelo. En El caballo rojo, Cisneros publicaba su columna editorial ‘A
caballo’, con visiones agudas sobre la coyuntura política, que a veces
combinaba con el testimonio personal, fruto de sus muchos viajes y su
conocimiento de diversidad de personas con diversos oficios. Así que estaba en
pleno apogeo, y sus libros corroboraban su vigencia en el panorama nacional y
latinoamericano.
Cuando arreció la guerra interna, que tuvo como
antagonistas principales al PCP-‘Sendero Luminoso’ y al Estado peruano, a
mediados de los 80, El Diario de Marka
dejó de salir, y luego se refundó bajo una línea más radical, y la izquierda
tradicional –aquella que había concitado tanta votación a comienzos de dicha
década, con el retorno al régimen constitucional– afirmó su plegarse más al
orden existente, al mismo tiempo que fue deslindando con la lucha armada
iniciada por una de sus fracciones como lo era ‘Sendero’ desde los años 70. La
‘metáfora Cisneros’, como bien ha caracterizado Javier Garvich (ver enlace
respectivo al final), también se fue haciendo y deshaciendo al ritmo sincopado
de la izquierda legal peruana y sus espirales. O sea que lo de Cisneros, cómo así
fue convirtiéndose en metáfora de sí mismo, de aquel joven esperanzado y cuadro
del socialismo, no aconteció por generación espontánea. Fue el caso de una
izquierda de la que él era una de sus cabezas más visibles, por su capacidad
histriónica, su eficacia para ser mediático, en un país donde los poetas se dan
como hongos pero donde cada vez se lee/se disfruta/se vive menos (en) poesía.
Quizá es verdad que, a su modo, Cisneros puso la poesía en un lugar visible de
la estantería nacional de estos años. Casi un Chocano reciclado en los tiempos
del marxismo o el postmarxismo latinoamericano, pasando por los hippies y mayo
del 68. Pero ese lugar visible ¿de qué estaba hecho? En esta crónica (de chapi)
es mejor que las palabras sigan corriendo según su propio ritmo misterioso.
Hacia 1987, sin embargo, Lima no había sido tan
golpeada como lo sería a fines de la década, y yo me fui a un viaje de 3 meses
por Sudamérica. Recorrí varios países, y con ayuda de mis amigos poetas,
contacté a otros artistas y escritores en las ciudades donde iba recalando,
todo por autopistas y viajando de las formas más diversas. Por entonces, hacer
autostop era viable. La cuestión es que, al final del periplo, regresé a Lima
algo apesadumbrado porque Brasil me había fascinado, y en el avión que me traía
de regreso, desde La Paz, pensaba si debía haberme quedado en Brasil a vivir de
algún modo. Pero estaba de vuelta. Y en la mochila me traje una larga
entrevista grabada con un poeta mayor de Chile, Enrique Lihn. La misma apareció
a dos amplias páginas en La República, y desde entonces empezó mi trabajo
periodístico en diversos medios. Asimismo, ese año tuve la sorpresa grata de
aparecer incluido en una antología de poesía peruana joven, elaborada por
amigos poetas, con una reducida lista de 12 autores. El libro, por eso, se
llamó La última cena (Lima, 1987), y
desató adhesiones y denuestos.
Cuento todo lo anterior, porque la siguiente ocasión
que vi a Cisneros de cerca, yo figuraba en una antología, y estaba por realizar
mi memoria de bachillerato en la Católica. Había hablado con mi asesor, el
crítico y editor Abelardo Oquendo, a quien le comenté de mi interés por
trabajar lo lúdico y el humor en la poesía de Luis Hernández. Él me escuchó, y
luego me sugirió la idea de trabajar la poética de Antonio Cisneros, quien
también tenía una mirada crítica sobre la realidad contemporánea, era de
aquella generación de Hernández, y empleaba los recursos de la ironía y el
humor en su poesía. Además, estaba vivo, lo cual podría facilitar mi trabajo. No
me pareció mala idea en ese momento, y decidí entrevistarme con el célebre
autor de Canto ceremonial contra un oso hormiguero. No recuerdo detalles, solo
que Cisneros aceptó gustoso apoyarme, lo cual me sirvió para calmar cierta
impaciencia que aparece en esos trances académicos. Así que, dialogando con él,
recabé información de primera mano sobre su poética, sus experiencias, así como
sobre cierta bibliografía que podía consultar, como trabajos críticos e incluso
otras tesis sobre su poesía. Me prestó un vasto archivo periodístico acerca de
sus libros. En el camino, decidí que si iba a indagar por recursos retóricos
como la ironía y el humor, bien podría hacer una suerte de análisis comparativo
entre el primer Cisneros, aquel joven precoz de Comentarios Reales (1964, Premio Nacional de Poesía), y aquel otro
ya más maduro, cuando ganó el ‘Casa de las Américas’ (1968, Cuba) con Canto ceremonial contra un oso hormiguero.
Él mismo dijo, en una entrevista, que en este segundo libro integró más
dialécticamente los ámbitos de lo privado y lo público: el ambiente
familiar-individual con el ambiente social-histórico. Con mi asesor, vimos que
Cisneros pasaba de la ironía mordaz y crítica contra el patriotismo criollo y
sus mitos, al humor de su segundo libro, donde con una mirada igualmente
crítica, pero menos satírica y más humorística, desmontaba la ética y mitología
del capitalismo en relación con la historia contemporánea y el Perú. Un libro
más ambicioso, sin duda, considerado por muchos -me incluyo- como su obra mayor.
Sin embargo, con cierto gusano interior por revisar
nuestra poesía contemporánea bajo los lentes de la ironía y el humor, hice una
larga introducción donde pasaba revista a ocho poetas peruanos, comparando cómo
empleaban estos recursos y en qué medida. Los poetas fueron José María Eguren,
Martín Adán, César Vallejo, Carlos Oquendo de Amat, Carlos Germán Belli, Juan
Gonzalo Rose, Jorge Eduardo Eielson y Pablo Guevara. De esa introducción o
estudio colectivo, la parte sobre Vallejo me quedó mejor desarrollada, además
de aparecer como bastante novedosa considerando la imagen tradicional de
Vallejo pesimista, por lo que decidí publicarla como ensayo en un libro
posterior, junto a otro ensayo sobre el poeta Arthur Rimbaud y la Comuna de
París. Sin embargo, la tesis fue en su mayoría el citado análisis sobre la
poesía de Cisneros. El capítulo que más me satisfizo fue aquel del marco
histórico, que abría con un collage con imágenes del Che Guevara en diferentes momentos,
y con Cisneros y César Calvo en un homenaje universitario al poeta guerrillero
del 60, Javier Heraud, tratando así de
captar la atmósfera de aquella época y aquellos jóvenes que alimentaron mi
también joven imaginación durante los años 70 y 80. Mi tesis la concluí en
1989.
Dos años después, había publicado, además, un libro
individual de poesía (El sol a rayas,
1989) y contaba con cierta experiencia periodística de cuatro años. Esto fue
hacia comienzos de la década siguiente, en los 90. Había terminado
desgarradamente una breve relación amorosa, y en mi proceso de
autoreconstrucción (nada sencillo en verdad: creo que aún tengo cicatrices
interiores) decidí no solo terminar una licenciatura en la Católica, sino
encontrar un trabajo regular en periodismo. Así que, en 1991, busqué a Antonio
Cisneros en la revista SÍ, la misma
que en 1993 resonó internacionalmente por su hallazgo de las fosas con los
estudiantes universitarios de ‘La Cantuta’, desaparecidos y asesinados por el
Ejército en pleno fujimorato, acusándolos sin pruebas como senderistas. Él era
editor de Culturales: una amplia sección de 14 páginas que debían nutrirse
semanalmente para el público nacional. Cisneros me escuchó atentamente –siempre
escuchaba atentamente, con ojos bien abiertos e inquietos, cejas arqueadas, un
rostro alargado, sus cabellos revueltos, un cigarro entre los dedos–, y cuando
terminé de presentarme y decir mi objetivo, con esa voz ronca de chelas en la
madrugada y cigarros varios, me hizo una propuesta delirante. Me dijo que me
contrataba en la oficina de Culturales de SÍ,
si lograba una entrevista con el pintor José Tola. Esa fue una oferta entre la
vida y la muerte, no tanto porque yo necesitaba y quería ese trabajo, que me
haría bien en varios sentidos, sino porque Tola tenia fama de artista
peligroso, irascible, intratable, y todo lo que usted pueda imaginar. Como sea,
yo era más joven, y acepté con una sonrisa incierta en los labios. Toño –voy a
llamarte así, aunque casi nunca lo hice– cerró la conversa y quedamos en dicho
trato.
Me preparé, me adjuntaron una fotógrafa que, para más
señas, era novia de un buen amigo artista (Michelle Beltrán, pareja de Kike
Wong, del taller NN, y que hace
varios años también tomó el cielo por asalto por un accidente automovilístico
en Brasil), y fui donde el pintor a cumplir mi primera misión periodística.
Luego de varias anécdotas y momentos de riesgos calculados –Tola era un diestro
manejador de técnicas para aterrar a periodistas– que aquí no cabe contar, acabé de hablar con
él al día siguiente (Tola despachó rápido a Michelle, quería hablar a solas
conmigo, fue su condición). La noche había sido larga, tomamos muchas cervezas,
fumamos mil cigarros y más con Tola, y al final, luego de que este, amablemente, me invitara
un par de churrascos que él mismo frio, me dejó tirado en un sofá a las tantas
de la madrugada diciéndome: ‘No sirves para estas cosas’. Me arrojó una manta y
dormí, dejando por el suelo los apuntes que había hecho. Al día siguiente, no
había ningún papel, y su mujer de entonces me dijo que ellos iban antes a leer
mis notas. Que preparase un borrador y se los mostrase antes de publicarlo en
SÍ. Llegué a casa resaqueado, ofendido, preparé de memoria dicha crónica, la
titulé ‘Tola por Tola’, y luego de discutir con la pareja que no quería que
publique eso, se la llevé a Cisneros. La leyó y me dijo que estaba perfecta.
Que salía y que quedaba contratado. Esa semana debí lidiar con la obsesión de
Tola y su pareja, que llamaban seguido a casa de mi familia para impedir que
publicase dicho texto. El argumento era que él quería limpiar su fama, o eso
decía al menos su mujer. Como sea, Toño me amparó, los conocía, como conocía a
medio mundo, y me tranquilizó diciéndome que la nota salía tal cual, que la
pareja también lo había llamado a él, que no hiciera caso, que no pasaría nada,
que no jodan y sanseacabó.
Así lo conocí, así empecé a trabajar con él por 9
meses de parto en esa revista. El primer día, en la puerta principal, entre
serio y sonriente, me dijo: ‘Ángeles, no te pongas revolucionario que esta es
una revista burguesa’. Yo creo que le mencioné sus tiempos como caballo rojo.
Él me dijo que eso era el pasado. Como sea, ese tiempo, más allá de las
discusiones con él por nuestros divergentes puntos de vista, por las notas que
debía o no debía hacer, más allá de sus llamadas constantes a casa de mis
padres para ver si avanzaba en mi trabajo (mi colega en Culturales era el
compositor Juan Luis Dammert, que puede dar fe de este ritmo cisneriano), más
allá de todo eso, debo admitir que ese trabajo me ayudó mucho a curar mi roto
corazón de entonces, y me permitió conocer a mucha gente diversa, en cocktails,
vernisagges, presentaciones varias, a las que éramos invitados como
periodistas. Trabajé en diversas notas y artículos, que siempre acordábamos con
Cisneros los lunes. Para ser sinceros, el trabajo de hormiga lo hacíamos
Dammert y yo, más los fotógrafos. Cisneros era el director de Culturales, y su
firma daba prestigio a la sección y a la revista. En general, le gustaban las
ideas que le proponíamos, así que por ese lado no había mayor problema. Solo lo
había cuando mis textos tenían una posición o un lenguaje que, al trepidante
ritmo de los 80, se alejaban de su primera advertencia en la vieja puerta de la
revista. Asimismo, cuando en lugar de cumplir sus encargos decidía yo enrumbar
la línea periodística por el lado que mejor me parecía. Las discusiones con
Cisneros, lamentablemente, fueron tomando un cariz cada vez más antagónico, y
un santo día, uno de esos en que yo no solo no había comentado bien una revista
donde él publicó unos poemas, sino que, además, había publicado en la agenda
cultural una larga cita del historiador recién fallecido Alberto Flores Galindo
(1949-1990), criticando a su generación por arriar las banderas de izquierda en
aquellos tiempos álgidos del Perú, Toño se encerró conmigo en la oficina de
Culturales, y gritando me dijo que estaba despedido, que él nunca había
despedido a nadie pero que esta vez sí lo hacía conmigo. Que quién era yo,
además, para querer dar lecciones con las palabras de un amigo suyo como había
sido Tito Flores Galindo. En fin. Verdad es que me sentí aliviado. El trabajo
se había ido puesto más estresante, y mis contradicciones con él también.
No cabe ahora recordar detalles, no viene al caso.
Pero fue inevitable que cuando este sábado por la mañana me enteré por mi
amiga, la poeta Victoria Guerrero que me escribió al celular, que Antonio
Cisneros había muerto, todo lo vivido volviera sobre el alma. Estaba yo dando
una clase, y el mensaje me paralizó. Sabía que él estaba mal, de seguro por
tantos cigarros diarios durante tantos años, pero no pensé que su muerte
adviniese tan pronto, en menos de un mes. No sabía bien, en verdad, qué debía
hacer. Ir o no al velorio. Si no lo había vuelto a tratar desde entonces, desde
el 91. El 94 emprendí un viaje de varios años a Europa, y cuando volví, el
2001, lo había visto de lejos nomás, conversando y tomándose algo en mesas de habituées, en el bar Juanito, en el Pitz, en alguna concurrida
reunión, y siempre evitando acercármele, no por mala leche sino porque pensaba
que no podríamos entendernos, y que quizá me repetiría lo que me dijo poco
antes de que partiese del Perú. Me lo encontré de casualidad, una tarde de
fines del 93, en Miraflores. Me vio. Era la esquina de Diagonal con Berlín, se
acercó corriendo y me dijo: ¡César,
tienes que irte pronto! ¡Te están siguiendo! ¡Por razones políticas!
Obviamente, estaba jodiendo, de seguro recordando nuestras mil contradicciones
en SÍ. A mí solo me seguía (si me seguía) mi sombra. De cualquier modo, eran
años de dura represión estatal, el fujimorato había tomado las riendas del
gobierno con dureza, amparado en la captura policial de Abimael Guzmán y parte
de la dirigencia senderista. Así que esa última imagen de Cisneros me desalentó
para acercarme a él cuando lo volví a ver en la década pasada, abriendo el
siglo XXI. Nunca me alegré de eso, la
verdad sea dicha.
Sin embargo, yo estaba allí, este sábado, en una banca
del parque frente al velatorio, meditando sobre él, y sobre tantas cosas. En
realidad, me apené cuando supe de su muerte. Me pregunté qué me originaba esa
pena. No solo quizá era que me hacia pensar en mi propia condición mortal. No
solo que fue alguien, en medio de todo, inteligente, que hizo una obra poética
valiosa que ha de perdurar, no solo que proviene de unos años legendarios como
son los juveniles y revolucionarios años 60, sino que, además, con él trabajé y
conversé varias veces, así haya habido discusiones de por medio. Contribuyó a
aquel sentimiento saber, también, que con sus 69 diciembres no estaba agotado
ni física ni vitalmente. Creo que, en el fondo, sentí que me hubiera gustado
ser su amigo, o algo parecido. Me hubiera gustado que nuestras formas de ser,
las cosas que pasan en este país, y también otras situaciones mínimas, no nos
alejaran, no del todo. No sé cómo hubiera sido eso posible. Solo sé que este
sábado sentí y pensé que debía ir a verlo. Así hice. Llegué de noche, subí al
velatorio, ya no había tanta gente. Me acerqué a su féretro, incliné la cabeza,
lo vi durmiendo dentro, más delgado, más pálido, las mismas cejas arqueadas y
atentas. De terno (el bluejean sesentero era cosa del pasado: me resonó nuestro
diálogo al primer día en SÍ). Me
quedé un momento en silencio delante de él, y puse mi mano sobre la luna antes
de dar media vuelta para caminar por el malecón, y tomarme unos cubalibres para
el duelo y la reflexión. Antes de salir, abracé a Nora, ‘la Negra’, su esposa
por más de 30 años. Abracé a una de sus dos hijas, que llegó de Barcelona. Salí
y fuera estaba un amigo, el poeta Domingo de Ramos. Tomamos unos cubas, en un
vasito de plástico para la ocasión, hablamos. Al final, continué solo por los
alrededores, y me encontré con la cuñada de Cisneros, en una banca. Fumamos
cigarros, burlando la causa de muerte de Toño. Fumamos como a él de seguro le
hubiese gustado. Me contó que había muerto sin dolor. Que el día anterior
estuvo lúcido, rodeado de su familia, en casa de su madre, que lo sobrevive. Es
una forma buena de morir, pensé, entre pájaros y árboles. Me acordé de la larga agonía de mi padre, hace dos años
y medio, cuando a sus 91 le dio un derrame y estuvo casi un año en el hospital,
algo duro para todos, para él también, de seguro.
En fin, sería un burdo lugar común decir que fui al
velorio de Antonio Cisneros por la poesía. O algo parecido. No. Tampoco porque
me consideraba su amigo. No lo fui. Solo un conocido que de joven trabajó con
él, y con quien tuve algunas buenas conversaciones sobre poesía y sobre la
vida. Creo que fui a verlo porque me acordé de algunos poemas suyos, porque
recordé algunos momentos buenos, por el humor punzante que tenía, aunque a
veces, ay, con las aguas, se deslizaba por la ironía y burla criollas, y porque
pienso que después de lo que pueda decir fue un tipo que no le hacia ascos a sentarse
con quien quisiera tomar una copa y charlar. Creo que, en parte, fui por todo
eso. Y también porque quería decirle, en silencio, que cuando una persona
muere, no solo muere de presente, sino también muere con las imágenes de los
demás. Quizá en secreto le llevé la imagen que hubiera querido mantener de él,
la imagen que se me mezcla en el camino con otras circunstancias. Sin embargo,
la muerte ha de limpiar la semblanza. Y la imagen que quise retener de él fue
una a la altura de mis ideales. Nosotros los mortales muchas veces no
alcanzamos a vivir eso, pero esa imagen fue la que quise dejarle como ofrenda
en su responso. Si hay alguna vida después de esta vida, él me habrá entendido,
y quizás después de todo, del paso del tiempo y de las aguas, habrá sabido que
lo que esperé de él era algo que él mismo se encargó de hacernos imaginar a
quienes vimos en los jóvenes poetas del 60 algo como el anuncio de un mundo
mucho mejor que este, de la mano de la música, el humor, la creación, las ideas
vanguardistas, y el amor limpio y la amistad leal. De ese mundo imaginado y
utópico, Toño Cisneros fue alguna vez parte en mí. Habrá sido por eso que fui a
verlo este sábado. Y también porque trabajando con él, discutiendo con él, me
fui curando de una historia romántica que me había dejado hecho pedazos. Dios ponga cabe a nuestras láccrimas.
Adiós, Toño, espero que ambos estemos hablando, por fin, algún lenguaje común,
en poesía, con la verdad en la mano.
Acuérdate, Hermelinda, acuérdate de mí.
Escrito entre el sábado 6 y el miércoles 10 de Oktubre 2012.
Lima, Virreynato del Perú.
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