Fotografía: Gabriel Alama |
Víctor
H. Palacios Cruz
Escritor
y profesor de filosofía
I
Según
Martin Buber, vivir demasiado en medio de la muchedumbre nos diluye y vivir
demasiado en el propio interior nos distorsiona. O disipamos la individualidad
―el ser mundo para uno y, por ello,
para otros, decía Rilke― o la magnificamos al precio de perder la realidad
―pues nada libra al yo de sus propios tormentos como salir de él, decía Victor
Frankl―.
Hay dos
fuerzas supremas en nuestro tiempo, las dos tienden hacia la soledad: la
suplantación de las tangibles realidades por su posesión impalpable en las
virtualidades informáticas. Para qué salir, para qué movernos y buscar: todo
queda al alcance de un leve click. En
segundo lugar, la persistencia de la autoimagen
fomentada por la excesiva estetización de la apariencia y una publicidad que
exige examinar todo el tiempo nuestra ropa, la silueta, el cabello, la
dentadura, la salud, comparándonos sin contento con los modelos de la pantalla,
probando sucesivas identidades que dejan la impresión de un yo insustancial,
dibujable por el trazo de cada día.
Muchas
locuras surgieron de encierros mentales. Descartes creyó que teníamos ideas
innatas, cuyo aprovechamiento metódico por obra de la razón garantizaría una
ciencia completa de todas las cosas sin contar con ellas para nada. Don Quijote
se convenció de que vivía en las páginas de los libros de caballería y
emprendió las peripecias más insensatas y también las más conmovedoras. En la
película La caída, Hitler, recluido en
su búnker y presa de delirios, creía que aún podía ganar la guerra cuando
afuera crecía el estruendo enemigo.
No es
la razón la que nos instala en el mundo, sino el trato continuo con él. La
cordura no proviene sino de la convivencia y la inclusión de otras miradas que
también abarcan lo que nos rodea. Escribe Claudio Magris: “la simple aparición
de las cosas es buena y verdadera, la superficie del mundo más real que las
gelatinosas cavidades interiores”, porque “quien permanece siempre dentro,
fantasea y se pierde, acaba por quemar incienso a algún ídolo de humo que surge
de los desechos de sus miedos”.
Qué
podría, pues, propiciar esa “aparición de las cosas” tanto como el traslado de
los viajes y el momentáneo abandono de lo cotidiano. Cuenta Rousseau: “Nunca he
pensado tanto, existido y vivido, ni he sido tan yo mismo, como en los viajes
que he hecho a pie y solo. El andar tiene para mí algo que me anima y aviva mis
ideas; cuando estoy quieto, apenas puedo discurrir; es preciso que mi cuerpo
esté en movimiento para que se mueva mi espíritu. La vista del campo, la
sucesión de espectáculos agradables, la grandeza del espacio, desata mi alma,
me comunica mayor audacia para pensar y parece que me sumerge en la inmensidad
de los seres”.
Milan
Kundera evocaba las “ventanas de Dios” de las que hablaban los campesinos
checos que, antaño, dormían libremente al raso. Rousseau añade: “Nunca me ha
gustado hacer mis oraciones en una habitación; me parece que las paredes y
todas esas pequeñas obras del hombre se interponen entre Dios y yo. Me gusta
contemplarle en sus obras”, pues mi oración “consiste más en admiración y
contemplación que en súplicas”.
Cualquier
paisaje oxigena una cabeza saturada de sofocaciones urbanas, en un encuentro
que tiene el efecto de una recuperación. Robert Walser, escritor suizo, veía en
la imprevisibilidad del paseo una rebeldía contra las máquinas y el
mercantilismo de la sociedad industrial, que prefería lo seguro y productivo a las
incertidumbres de la libertad. Pero Walser no celebraba la montaña alta o el
océano tempestuoso, sino la modesta flor del camino o el cobijo de los bosques.
Murió en la última de sus caminatas, postrado sobre un espesor de nieve recién
caída de los cielos.
II
Pero no
se trata sólo del descubrimiento de los lugares. A través de ellos sucede,
espontáneo, el incremento de uno mismo. Los ingleses del siglo XVIII
instituyeron el viaje como una etapa conveniente en la formación de un
caballero. Mucho antes que ellos, Michel de Montaigne decía sobre la educación
del niño: “las relaciones humanas le convienen extraordinariamente, y la visita
de países extranjeros, no sólo para aprender, a la manera de los nobles
franceses, cuántos pasos tiene la Santa Rotonda, o la riqueza de las enaguas de
la Signora Livia, sino aprender sobre todo las tendencias y costumbres de esas
naciones, y para rozar y limar nuestro cerebro con el de otros”. Es hermosa su
intención: “no conozco mejor escuela para formar la vida que presentarle sin
cesar la variedad de tantas vidas, fantasías y costumbres diferentes, y darle a
probar la tan perpetua variedad de formas de nuestra naturaleza”.
Algunos
cotejan la comodidad de sus sillones con la perturbación de los
desplazamientos. Montaigne, más resuelto, contesta: “Me gustan las lluvias y los
lodos como a los patos. El cambio de aire y de región no me afecta. Cualquier
cielo me va bien. Solo me golpean las alteraciones internas que genero en mí
mismo, y estas me atacan menos cuando viajo”.
Nadie
despeja mejor un problema que cuando lo aparta de la vista; ningún estudiante
consigue las palabras que buscaba pugnaz en la computadora que cuando se va por
un instante. Y cuántas máscaras caen a lo largo de un recorrido en que se
suceden reacciones y conductas ya no inspiradas por la rutina. Dónde se conoce
uno a sí mismo más claramente sino en la relación con las cosas que el cambio reacomoda.
Los
escenarios nuevos enriquecen; pero el viajero debe estar dispuesto a sus encantos.
La irrupción de un templo griego o un palacio persa no maravillará a un
insensible. Es más, dice Chateaubriand, “son las personas las que vuelven
bellos los lugares. Los hielos de la bahía de Baffin pueden resultar amenos con
una grata compañía, y tristes las orillas del Ohio cuando falta todo afecto”. Sin
duda, la verdadera travesía es la que se realiza en uno mismo. Observaba San
Agustín: “van los hombres y admiran las cumbres de las montañas, las vastas
aguas de los mares, las anchas corrientes de los ríos, la extensión del océano,
los giros de los astros; pero se olvidan de sí mismos”.
Los
sellos del pasaporte, los stickers de
las maletas aseguran la movilidad de su dueño, no su grandeza. Para
Chateaubriand, “el hombre no tiene necesidad de viajar para crecer; lleva
consigo la inmensidad. Un acento escapado de vuestro pecho no conoce medida y
halla eco en miles de almas: quien no tiene dentro de sí esta melodía, en vano
la pedirá al universo. Sentaos en el tronco del árbol abatido en el corazón del
bosque: si en el profundo olvido de nosotros mismos, en vuestra inmovilidad, en
vuestro silencio no encontráis el infinito, es inútil que os perdáis por las
riberas del Ganges”.
Equivocados,
creemos que la sola mudanza cura el alma o la sosiega. Séneca advertía: “¿Te
extraña como si fuera una cosa nueva el que con un largo viaje y con tanta
variedad de lugares visitados no hayas arrojado la tristeza y el agobio del
corazón? Debes cambiar el alma, no el clima. Aunque cruces el vasto mar, los
vicios te seguirán a cualquier parte que vayas. Sócrates contesta a uno que le
preguntaba esto mismo: «¿Qué te extraña que no te aprovechen nada los viajes,
puesto que te llevas a ti mismo?» ¿Preguntas por qué no reconforta la huida? Porque
huyes contigo mismo”.
Creo,
con Levinas, que nada ensancha al yo tanto como los lazos con los que amamos.
Como el amar mismo, al fin. Dice Proust: “unas alas, otro aparato respiratorio,
que nos permitiesen atravesar la inmensidad, no nos servirían de nada, pues
trasladándonos a Marte o a Venus con los mismos sentidos, darían a lo que
podríamos ver el mismo aspecto de las cosas de la tierra. El único viaje
verdadero, el único baño de juventud, no sería ir hacia nuevos paisajes, sino
tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los
cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es”. No nos
atraen las personas por lo que son ahora, sino por cómo seremos a su lado con
el tiempo.
La vida
entendida como un camino. Vieja metáfora. Cada momento es él solo una meta si
tenemos sentidos para apreciarlo y corazón para agradecerlo. Pero también es
cierto que, por nuestras ambiciones, el presente resulta estrecho y pronto
estallan sus botones. Nunca dejamos de avanzar. “Interesa más tú que llegas
―recuerda Séneca― que adónde llegas; por tanto, no debemos entregar el corazón
a ningún lugar. Debe vivirse con esta convicción: Yo no he nacido para un solo
rincón; mi patria es todo este mundo”.
Quizá a
cierta altura del sendero se tornen cristalinas las recias palabras de Hugo de
San Víctor: “El hombre que encuentra su patria dulce es todavía un tierno
principiante; aquel para el que cualquier tierra es su tierra natal es ya
fuerte; pero quien es perfecto es aquel para quien el mundo entero es como un
país extranjero”.
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