Pacasmayo |
Ricardo Ayllón
El mar tiene la
forma de siempre, aquella prolongación brutal que al parecer no se contiene en
el recipiente que le ofrece este planeta. El mar es el mismo que he conocido
desde la niñez, y sin embargo aquí en Pacasmayo, ochenta y dos kilómetros al
norte de Trujillo, ha decidido adoptar la mansedumbre de un animal domesticado
por la paciencia de lo humano.
Los pacasmayinos
deben saber lo que tienen porque no han aprisionado al mar con rocas como en mi
tierra, Chimbote, sino que lo han dejado al albedrío de una playa serena que
por las noches reverbera como un ronquido bueno. Lo custodia un viejo muelle de
escasos pescadores, y lo acechan visitantes venidos de todo el mundo para hacer
de esta costa y de su malecón un paraje grato en el que asilamos ahora nuestros
libros.
La actividad a la
que hemos sido invitados se llama II Feria del Libro Popular “Graciela Zárate
León”. Convocados por la librería Infolectura y la Municipalidad Distrital de
Pacasmayo, escritores y editores solo sabemos agradecer la libertad, el sosiego
y la hermosa vista. No importa que lleguen pocos compradores, no interesa que
éstos apenas nos atiendan en este auditorio al aire libre levantado con un
toldo casi trasparente; lo que importa son estas aguas inmensas frente a
nosotros, y su hermano sol quemándonos los rostros con benevolencia como si
supiera que a los forasteros se les trata bien.
Escritores de los
valles de Jequetepeque, Santa y del mismo Trujillo, junto a otros invitados,
como Carlos Rengifo, de Lima, ponemos a la lectura en primer plano. Uno a uno,
nos turnamos el micrófono y decimos por qué es tan importante –en este nuevo
siglo que corre a cien por hora– apaciguar nuestros minutos en un libro. Lo
decimos con fervor, con persuasión, con conocimiento de causa, y sin embargo no
sabemos si tales palabras prenderán en los corazones de estos estudiantes pacasmayinos
citados para la ocasión, o se perderán en la mar que tenemos frente como una
travesía inútil.
Víctor Gómez Ruiz
es nuestro anfitrión, docente y escritor que nos brinda su casa y la de su
padre para quedarnos estos tres días en su tierra. Él sabe amenizar las horas
con su carácter bonachón, su estupendo estilo de contar chistes y de hacernos
probar potajes del lugar, como la Malaya, encantador preparado de falda de res
sancochada, acompañada de cebollas. A su amplia sombra nos embebemos de las
tradiciones, las historias populares, los personajes conocidos y no tan
conocidos del lugar, como mi amigo el médico y escritor Marco Cueva Benavides,
natural de Pacasmayo pero chimbotano de corazón. Víctor me señala la casa
paterna de Marco, en una esquina del jirón Callao, donde distingo ahora el
nombre de una panadería.
“El invierno
pacasmayino tiene su particularidad, el cielo no se pone gris, se vuelve
celeste opaco, es como si Dios hubiera corrido una cortina transparente en el
firmamento consiguiendo poner un sello color tristeza”, escribe Víctor Gómez en
uno de sus cuentos. Afortunadamente nosotros no lo estamos conociendo así, es
primavera y el sol en estos días se ha impuesto como un dios que, confabulado
con el mar, nos dibuja un Pacasmayo risueño.
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“La palabra Pacasmayo
tiene dos etimologías: una viene del muchic ‘Pakatnamú’ que quiere decir ‘padre
común’, tal como nombraron al guerrero chimú que vino del mar a conquistar
estas tierras; y la otra, deriva de los vocablos quechua ‘paccasca’: escondido,
y ‘mayu’: río”, me explica Antonio Escobar Mendívez, el buen decimista
guadalupano que hace dos décadas difundió mucha literatura por estos valles
desde su revista Runakay. Tomo nota y prefiero quedarme con la primera
acepción, con la de Pakatnamú, el antiguo cacique a quien ahora invoco acercándome
al mar que tengo enfrente. Le recuerdo el paso de los siglos mostrándole un
libro, este invento de los hombres nuevos que, entre su tiempo y el mío, fue
desestimado por el último emperador inca en las alturas de Cajamarca; le explico
a Pakatnamú que en este artefacto se deposita ahora el conocimiento humano, que
los astros, la historia y el tiempo pueden ser contenidos en este aparato de
papel y tinta; pero me niego a hablarle de lo que se avecina, de los artilugios
de la electrónica, porque temo extraviarme en mis palabras.
Luego callo para sentirlo
y, desde allá, desde el mar por donde una vez llegó, advierto su presencia. No
sé si me agradece o ignora, si ha escuchado con atención o con la paciencia
consternada de Atahualpa. Lo cierto es que está vivo, aquí está Pakatnamú, frente
a mí, amo de los vientos y de las aguas que agitan mi pobre humanidad en esta
hora en que intento unificar su tiempo con el mío, y le agradezco mi lugar en
su territorio lanzando un libro al mar como única ofrenda.
Retorno a Lima con
esta imagen, con el retrato de un puerto que –pese a su escasa sensibilidad a
la hora de escucharnos hablar de libros–es benevolente desde su mar y su
historia. Por eso me voy con la fotografía mental de mis amigos escritores, de su
calidez, de su pasión creativa, estimulado además por el paisaje de una costa
asentada para siempre en el corazón y en el alma.
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