Ricardo Ayllón
Mientras la señora C
cumple con su hora diaria de caminata en el patiecito que une los departamentos
del edificio donde vivo, la observo desde el tercer piso aspirando mi cuarto
cigarrillo de la mañana. Ella padece cáncer (no le he preguntado a qué), y yo permito
que crezca el mismo mal dentro de mi cuerpo ahora que el tabaco se convierte en
un bicho ansioso carcomiendo insensiblemente mi débil voluntad.
La señora C lleva una
pañoleta azul en la cabeza para ocultar su cabeza rapada, y yo una bufanda del
mismo tono para protegerme del frío. Ella esconde las tristes consecuencias de
una enfermedad que acaba con su organismo, y yo exhibo la inminencia de otra igual
tras las volutas de humo que produzco con resignado placer.
El mismo destino en períodos
diferentes. ¿Cuánto tiempo de vida le queda a la señora C? ¿Y cuántos años, cuántos,
días, cuántas horas me quedan a mí por vivir? Mis abuelos paternos y uno de los
maternos padecieron cada quién su propio cáncer que lo llevó a la tumba, mi
padre lucha contra otro desde años atrás, y yo reflexiono en esta idea a diario
esperando la enfermedad con la impavidez de quien nada puede ante el momento inevitable.
Enciendo el quinto
cigarrillo y la señora C ensaya un movimiento cómico con el que intenta aspirar
el aire rancio en esta mañana capitalina de smog y cielo encapotado; mientras tanto,
pienso en la improductividad de su esfuerzo y en el tratamiento que me tocará
en suerte luego de ese diagnóstico oncológico que aguarda asolapado a la vuelta
de la esquina.
Ah, señora C, apenas la
conozco. Llevo seis meses en este nuevo edificio de departamentos, y fue hace
tres semanas que la vi por vez primera contemplando su propia imagen frente a
los ventanales que dan acceso a este patio donde llega todas las mañanas para
encontrarse con su soledad. Si supiera que la observo, si supiera usted que veo
en su imagen la mía propia proyectada de aquí a unos años. Usted no sabe que su
limitada eternidad es como si fuera mía, y que ratifico mi condición perecedera
reconociéndome a diario en su endeble cuerpo de ceniza.
Yo la quiero, señora C,
la quiero de la misma forma en que me enternezco con las flores que empiezan a
mostrar sus primeros pétalos marchitos, de la misma manera en que llegué a
comprender que este planeta jamás se inquietará por la extinción de su capa de
ozono, igual que lo que siento por el crepúsculo, ese instante del día en que
lo irremediable solo sabe convertirse en penumbras. La quiero así, señora C, porque
personifica usted la mortandad imperiosa de la vida, la ley universal de la existencia,
el natural reverso del anverso; y la quiero porque su muerte gradual me crea un
destino que no necesito adivinar.
Esta mañana usted ha levantado
la mirada y, sin un sol que la ciegue ni un ave que distraiga su atención, percibe
mi presencia en esta ventana del tercer piso. Intenta saludarme pero duda de
que la distancia que nos separa permita a su frágil voz llegar hasta mí. Solo
hace un respetuoso ademán y se queda aguardando mi reciprocidad. Pero ya la
tiene, tiene mi reciprocidad desde hace tres semanas, cuando la conocí y me
involucré con usted pensando con afecto en su condición. Buenos días, señora C,
tiene usted el saludo de este otro mortal que espera encontrarla por siempre en
el patiecito cancerado de la muerte.
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