Ricardo Ayllón
Son las 9 de la mañana y
vuelvo a casa luego de dejar a mis hijos en el colegio, aparco el automóvil en
la cochera interior del edificio, subo a mi departamento, enciendo la
computadora, pongo al Gran Combo de Puerto Rico como música de fondo, me
preparo café en la cocina, vuelvo a la computadora, abro un archivo en Word y me
acomodo frente a la pantalla.
Es jueves 15 de
noviembre del año 2012 y aún no sé sobre qué escribiré para llenar esta blanca
y vasta página virtual de 16 centímetros de ancho por 23 de alto. Solo sé que
tengo ganas de darle a las teclas y me daré el gusto. Aquí estoy, decidido a poner
las primeras palabras ahora que suena Un verano en Nueva York y paladeo con
cuidado este negro café caliente endulzado con stevia (para no alterar mi
dieta).
Se me antoja acompañarlo
de un pan con queso, aquel queso fresco bajo en sal que ayer por la tarde compré
en la única tienda de lácteos cajamarquinos que hay al sur de Lima. Doblo sin dificultad
la última y enorme pieza de pan árabe que queda en la panera y la relleno con
una buena rebanada de queso. Regreso a la computadora y mientras empieza a
sonar Azuquita pal café (“Que inspirado el creador cuando hizo a la mujer…”),
busco mis Winston en el bolsillo interno de la casaca, la cajetilla tiene los
dos últimos cigarros, me pongo uno en la boca y, ahora que busco el encendedor
y me levanto para ir por el cenicero, suena el teléfono.
Es Juan López, mi joven amigo
de Barranca que acaba de llegar a Lima, está en el centro, en el Parque
Universitario, esperando abordar un taxi que lo traerá hasta mi casa para que
juntos vayamos a visitar a un poeta limeño que vive cerca de aquí, necesita hablar
con él, pedirle apoyo con el tema de su tesis que lo convertirá en profesor de
Literatura. Cuelgo el teléfono, recuerdo el encendedor y el cenicero. El
encendedor estaba en el primer cajón del escritorio; y el cenicero, creo
haberlo visto en la cocina (¿qué hace en la cocina?).
Vuelvo de la cocina con el
cenicero en una mano y, en la otra, otra rebanada de este queso que, pese a
tener tan poca sal, no empaña aquel gustillo campesino de Cajamarca donde viví
hasta hace medio año y aún echo de menos. Suena el teléfono otra vez, preguntan
por el señor Gamarra de Muebles Ferrini. “Número equivocado”, respondo con
apuro. Todos los días llaman a casa preguntando por alguien de los dichosos
Muebles Ferrini. Recuerdo que hay que hacer la queja a Telefónica del Perú por
este abuso, pero no es momento para eso. Tengo ganas de darle a las teclas y
quiero darme el gusto.
Antes de volver a la
computadora abro las ventanas para que el humo del cigarro escape por allí, a
nadie en casa le agrada que fume y debo evitar que se quede el olor. Cuando
estoy solo me doy un gustito, fumo especialmente al empezar a escribir, como
ahora; para imaginar que soy un escritor de verdad y las palabras fluyan sin
dificultad. Otras veces me preparo un trago, un poco de ese ron cubano que
siempre pido que me regalen para mi cumpleaños y que aprendí a disfrutar en
Huaraz, a donde me fui a trabajar hace veinte años como secretario de juzgado (qué
pérdida de tiempo). Pero el Havana se agotó hace unos días. Lo terminé
precisamente con Juan López que también vino a Lima una semana atrás e invité a
almorzar a casa.
Desde hace un par de
minutos llega el ruido de un insistente martilleo, alguien está haciendo
modificaciones en su departamento y ha escogido esta bella hora de la mañana
para golpear horriblemente. Se me esfuman las ideas, solo tengo en la cabeza
este ¡pum, pum, pum! que no tiene cuándo parar. Recuerdo que en el auto venía cocinando
una buena historia, la de una niña de apenas cinco años que ha sido testigo de
un violento accidente de tránsito y, a tan corta edad, tiene que luchar contra el
trauma. Pero ahora este martilleo que… creí que nunca iba a cesar y, sin embargo,
mágicamente se detiene.
Ahora se extingue entre
mis dedos el primer cigarrillo. Enciendo con tristeza el último pensando en que
no tendré dinero para comprar otra cajetilla hasta que me paguen por el trabajo
que le hice a una municipalidad de provincias. Debo llamar por teléfono a la
municipalidad para insistir con el pago de la factura. Es una molestia estar
llamando para cobrar, una auténtica molestia a pesar que tengo experiencia en
el asunto; una vez trabajé como cobrador, cuando tuve diecinueve años y cursaba
el tercer año de Derecho. Fue el primer trabajo de mi vida, cobraba las
suscripciones de una revista jurídica a grandes empresas y célebres abogados de
esta ciudad. Mi zona de cobranzas la conformaban Miraflores, Lince, Jesús María
y Pueblo Libre. Hacía esos cuatro distritos a pie, vestido de saco y corbata en
pleno verano e ingresando a edificios, estudios de abogados y grandes oficinas
detrás de un pago por el que siempre me hacían esperar más de lo debido, aunque
solo así pude conocer varios rincones de esta frenética ciudad a la que terminé
acostumbrándome.
Pero me estoy yendo por
las ramas. Me he sentado a escribir, son las 9 y 45 de la mañana y aún no he
tecleado una bendita palabra…
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