domingo, noviembre 18, 2012

Las aberraciones del machismo

Fotografía: Adolfo Venegas
Víctor H. Palacios Cruz
Escritor y profesor de filosofía
  
Hace unos días, unos colegas compartimos la lectura de la célebre obra de teatro de Henrik Ibsen, Casa de muñecas, cuya protagonista, Nora, es una joven esposa confinada por su belleza a una condición doméstica y ornamental. Tras un suceso infeliz, su palabra pierde credibilidad y el trato cariñoso que le dirigía su marido –“pajarillo”, “alondra”– revela un fondo de sutil menosprecio. El desenlace es el de una mujer que, defraudada, emprende una arriesgada rebeldía.

La razón por la cual sentimos la especial pertinencia de esta historia –estrenada en Noruega en 1879–, tiene que ver con el inocultable machismo de la idiosincrasia de nuestro país. Sin duda, es un logro de nuestros días el ver con creciente frecuencia a padres jóvenes saliendo a dar un paseo con un bebé en los brazos. Una señal promisoria que, sin embargo, no acalla la persistencia de esa extendida presunción acerca de la superioridad del varón sobre la mujer, que da lugar a una relación asimétrica de dolorosas y a menudo silenciadas consecuencias.

Un amigo recibió esta confidencia de un hombre que buscaba su consejo: “mi hija dejó la universidad al quedar encinta; tuvo su segundo hijo y ahora quiere volver a las clases, pero mi yerno no la deja, porque dice que si desea estudiar es porque no lo quiere y planea abandonarlo”. En otra ocasión, una chica contaba sus angustias: “mi hermana se acaba de comprar un carro, pero su pareja, que ya tiene uno, le ha dado diez días para que lo venda, porque dice que ella no tiene por qué tener su auto y si lo quiere es porque piensa sacarle la vuelta”.

Sucesos de esta clase se multiplican a nuestro alrededor. El machismo es una tara milenaria nacida, quizá, de un ancestral estado de guerra y prolongada por una culpable incomprensión de la psicología femenina. Para Aristóteles, la mujer era un ser “deficitario”. Kant juzgaba que “debía ser sometida, domesticada y retenida en el hogar, entre la dulce penumbra del reluciente mobiliario”. Como una muñeca. Tolstoi gruñía: “hay más pelos en un huevo que ideas en una mujer”, y Nietzsche bramaba: “cada vez que debas ir donde ellas, ve provisto de un látigo”. Tal vez el que la inteligencia femenina fuera distinta –de ahí su inmensa aportación a la sociedad y la cultura de nuestro tiempo– fue una infame excusa para su destierro de la esfera cívica e intelectual. Aún más ominosa es la práctica de cierto extremismo religioso que fuerza a las mujeres a vestir burkas que las cubren por completo como si su sola figura ofendiera la calle.

En su anhelo por abatir estas creencias convertidas con los siglos en rígidas instituciones, los feminismos del siglo XX incurrieron en el similar error de reclamar una igualdad absoluta que disolvía las incontrovertibles diferencias. Las chicas de los años cincuenta empezaron a usar pantalones como un gesto de su aspiración a la equidad; pronto fue evidente que estas prendas no podían ser idénticas, por lo que adquirieron una forma propia e inconfundible. En España se defendió con ardor la obligación de repartir equitativamente los cargos públicos; pero, ciertamente, resulta humillante decirle a alguien que es ministra o senadora por causa de una cuota de género antes que por sus propias cualidades.

¿Hasta dónde llega la esencial igualdad y dónde empiezan las variables diferencias? ¿Cuánto hay de naturaleza y cuánto de cultura en lo que presuponemos masculino y femenino? El discernimiento no es sencillo. A orillas de la laguna de Ñahuinpuquio (Junín), conocí a una comunidad cuyos miembros no seguían los roles que muchos creemos universales: las señoras se ocupaban del surco y del ganado, y los señores se quedaban en casa, cocinando y atendiendo a las visitas. Al pagar mi almuerzo, mi anfitrión respondió que hablara con su esposa, pues ella se encargaba también del dinero familiar.

El educador peruano Constantino Carvallo observaba que, en la perpleja conciencia que una adolescente tiene de sus cambios corporales, surge esa más fina sensibilidad y esa riqueza de interioridad que, pronto, contrastan con el general desaliño de los muchachos. Atentas a su fisiología, ellas perciben el entorno con más detalle y corazón, y tienen una relación más asidua y enaltecedora con los objetos. En las aulas, las chicas llevan cartucheras atestadas de utensilios, mientras los chicos llegan apenas con un lapicero destapado metido en el fondo de cualquier bolsillo.

La historia de las progresivas conquistas de la igualdad –contra la diferencia de clases, la esclavitud y el racismo– se funda en el principio inequívocamente cristiano de la común naturaleza de los humanos que, a decir de Hegel, fue poco a poco impregnando los hábitos y las legislaciones. De otro lado, es tan popular como absurda esa consideración sobre la existencia de un sexo débil. El cuerpo varonil tiene, hacia fuera, una fuerza mecánica superior; pero la anatomía de una mujer es, hacia dentro, mucho más vigorosa. No podría ser de otro modo, pues ella alberga dentro de sí a una criatura a lo largo de nueve meses.

Como trataba un día con mis estudiantes, el machismo –al igual que el matriarcalismo– contraviene ferozmente el principio de que uno y otra tienen la misma esencial humanidad. Según Pico de la Mirandola, lo que definitivamente nos aparta de los demás vivientes es el hecho de que no tenemos la vida dada, sino que cada uno ha de resolverla por sí mismo. Cada cual construye su destino con una libertad que tanto le permite ascender a los cielos como lo arriesga a enlodarse con los puercos. Nada más contrario a esta irrenunciable dignidad que ese verticalismo que suplanta la voluntad de otra persona, de la que dispone como de un objeto. Que socava a la otra individualidad y pretende que todos sepan –canta un vals peruano– que es “mi propiedad privada”.

Robert Louis Stevenson decía: “el matrimonio es una larga conversación”, y el diálogo presupone un parecer y una capacidad de acuerdo propias. Un mismo horizonte de mutuo aprendizaje y enriquecimiento que es, a la vez, el lugar equilibrado donde podrá erguirse, más justa, la nueva vida que comienza.

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