Julio Ramón Ribeyro |
Miguel
Ángel Hernández Sandoval
Releer y comprender la
obra del mayor de nuestros cuentistas, es decir, de Julio Ramón Ribeyro, es
también comprendernos a nosotros mismos. Muchos de sus lectores tenemos varios
cuentos favoritos de él y más de un escritor joven (peruano y extranjero) tiene
alguna deuda con, sin asomo de duda, este maestro de la prosa. Y es por su
prosa sencilla, profunda y eficaz -que muy pocos saben lograr- que se le
considera como un autor sin parangón. Pero Ribeyro no solo escribió cuentos,
sino también novelas, dramas y otros textos que podríamos denominar piezas
reflexivas y personales, y lo hizo con un tono íntimo y un lenguaje sutil,
carente de voluptuosidades o retorcimientos. Ribeyro tenía un buen gusto por el
detalle, y por su carencia de tono épico se le considera también como un
escritor clásico pero del siglo XX y no del XIX como una vez, y de manera
burlona, dijeron algunos de sus contemporáneos, y por ser un clásico nunca debe
suponerse que va a pasar y quedar en el olvido.
Con su obra cuentística
Ribeyro tiene y tendrá por muchos años una presencia definida y significativa
en la literatura de habla hispana. La emoción monda y lironda mueve la mayor
parte de sus historias a veces de muy marcada melancólica ironía. Él cultivó el
cuento en sus vertientes mayores: el autobiográfico, el realista –que heredó
sobre todo de Guy de Maupassant, Anton Chejov e Iván Turgueniev, y donde
ubicamos los admirables cuentos de “Los gallinazos sin plumas” (1955)- y el
fantástico, en el que logró verdaderas joyas como “La insignia” (1952),
“Demetrio” (1953) y “Doblaje” (1955).
Pero aclaremos que la mayor parte de su obra se sitúa dentro del realismo. Él
cultivó preferentemente, y de manera creciente a partir de 1954, la narrativa
realista, pero entregándose a un realismo que calzaba con su escepticismo. Así,
probablemente su cuento más admirable (simbólico y complejo), sea “Silvio en el
rosedal” (1977).
Todos somos o podemos
ser personajes ribeyrianos en algún momento de la vida, pues quién no ha tenido
un fracaso. Este que es un tema pertinaz en casi toda su obra, muestra las
limitaciones de sus personajes. Aclaremos que en Ribeyro el silencio sería el
fracaso y la palabra del mudo una forma de imponerse a ese fracaso que, para
él, es una condición general del ser humano. Ese fracaso expresa la incomodidad
frente a la vida por sus diversas carencias, sin embargo, también nos revela
que las aspiraciones del hombre son muy grandes. Y lo que él hace -en sus
novelas y cuentos, pero sobre todo en estos- es buscar una versión más
comprensible de la realidad en todos sus niveles; una realidad que no solo es
peruana, pues los cuestionamientos que se plantea son los mismos que puede
plantearse cualquier ser humano en cualquier parte del mundo.
El sencillo y admirado
autor de La palabra del mudo, Prosas apátridas y Crónica de San Gabriel (esta es la primera y la mejor de sus tres
novelas publicadas), entre otros libros, nació en el barrio de clase media
limeño Santa Beatriz un 31 de agosto de 1929 y murió un 4 de diciembre de 1994
en el Hospital de Enfermedades Neoplásicas. Residió en París y otras ciudades
europeas, durante décadas y los últimos meses de vida los pasó en su casa del
distrito de Miraflores. Los días sábados le gustaba pasear en bicicleta por el
malecón de la Costa Verde y su parada obligatoria era frente a ese mar que
siempre le gustó contemplar, también, desde su departamento de Barranco, donde
tenía dos cuadros pequeños de Joan Miró. Ese mar le deparaba miles de ideas
para seguir creando textos simplemente inolvidables. “Si mis libros perduran
será debido a la perversidad de mis lectores”, escribió en uno de sus diarios. Y
en la introducción a la edición definitiva de La palabra del mudo, obra que comprende, en dos volúmenes, toda su
producción cuentística, publicada por Seix Barral en el 2010, escribió: “Mis
cuentos, al menos así lo creo, son el espejo de mi propia vida (…) tan variados
y dispares, fragmentos de mi vida y del mundo como lo vi”.
Sin duda, para escribir,
Ribeyro bebió de su propia vida más que de cualquier otro escritor de su
generación, pero por qué lo hizo; ¿por necesidad? O tal vez –como una vez dijo
en una encuesta publicada en 1985 en un suplemento especial del diario Libération
de París- “para continuar existiendo, una vez muerto, aun cuando sea bajo la
forma de un libro, como una voz que alguien hará el esfuerzo de escuchar”. En
otros escritores de su época la técnica se imponía a la comprensión, pero hay
que aclarar que en casi toda la obra ribeyriana se pueden descubrir cosas muy
técnicas que están por debajo de la obra. Es recién en los años setenta que se
le empieza a conocer en España por la publicación de sus Prosas apátridas (1975), libro de contenido híbrido que se le
clasificó como “literatura de carné”, por ser una colección de frases
reflexivas y personales, como antes ya lo había hecho el francés Charles
Baudelaire, es decir, anotaciones hechas al momento sobre cualquier
circunstancia de la vida.
Si a Alfredo Bryce se le
quiere y a Mario Vargas Llosa se le admira, a Julio Ramón Ribeyro se le quiere
y se le admira por su sencillez y por haber sido un escritor muy reservado y
tímido, tanto así que su obra permaneció durante buen tiempo oculta para el
gran público. En La tentación del fracaso
(1992-1995), su diario personal, escribió sobre sí mismo: “Escritor
discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro,
lúcido”, y no le faltaba razón. Julio Ramón tuvo un hermano mayor llamado Juan
Antonio, quien fue una persona muy cercana al escritor, y fue con él con quien
tuvo una correspondencia epistolar magnífica durante varios años, escribiéndose
maravillosas cartas cuatro veces al mes, misivas que luego de su muerte serían
recogidas en el libro: Cartas a Juan
Antonio (1996-1998). Otra persona querida y muy cercana al escritor fue
Jorge Coaguila, respetado periodista cultural, quien fue una especie de
biógrafo. Sabía muchos detalles de la vida del cuentista limeño, pues lo
conoció personalmente y es autor de varias y memorables entrevistas a Ribeyro.
Ribeyro no fue ni
conservador ni revolucionario. Para él la literatura era un ejercicio ético que
tenía mucho que ver con la búsqueda del sentido de la vida en tiempos de una
modernización desigual y contradictoria. Es un autor de culto, un narrador
fundamentalmente urbano y el más moderno de nuestros clásicos. Era escuálido y
el inmenso bigote negro que llevaba contrastaba con su nariz aguileña. Fue
hincha del Universitario de Deportes y un fumador empedernido, y debido a la
enfermedad cancerígena que padecía vivió con medio estómago durante más de
veinte años. Si bien la fama no le llegó de inmediato, sonreía a menudo y nunca
desesperó por el reconocimiento literario. Nunca se sintió cómodo frente a la
algarabía y la expresión rimbombante. Nunca fue un escritor de conferencia,
sino hasta sus últimos años. En la década de los noventa el París que él había
conocido no existía más, por lo que decidió volver al Perú y porque al cabo de
tantos años fuera sentía nostalgia, y entonces eligió Lima como su ciudad
final. Si como novelista no destacó lo que nunca debe ponerse en duda es la
calidad de sus cuentos, el humor inagotable de los Dichos de Luder (1989) y la profundidad inigualable de sus Prosas apátridas.
Si bien es cierto, los
textos literarios ofrecen todo tipo de posibilidades de lectura, nadie puede
hacer una lectura literaria de un libro de filosofía. Así, en Ribeyro, su obra
en general, y en especial sus cuentos, son válidos como obra literaria
artística. Al ser un buen escritor literario ofrece unas buenas lecturas. Sin
desdeñar sus novelas, puesto que no son malas, los primeros libros de Ribeyro
se leen como una obra con trasfondo social muy marcado, debido a sus personajes
marginales que entroncan con una postura neorrealista. En algunos casos se ve
la solidaridad del escritor con sus personajes, es decir, una obra que conduce
a la reflexión, desarrollando diversos puntos de vista. Ese enfoque social en
la cuentística ribeyriana a veces resulta que no es tan válido porque Ribeyro
va más allá y es seguro que dentro de 20 años seamos lectores totalmente
diferentes y tengamos otras perspectivas y apreciaciones, y por eso mismo será
un clásico de la literatura hispanoamericana, en el tiempo y en el espacio, al
mismo nivel de otros maestros del relato corto como Jorge Luis Borges, Julio
Cortázar y Juan Rulfo.
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