Jaime Guzmán Aranda |
Ricardo Ayllón
Son diversos los episodios que se agolpan en el
corazón cuando se quiere escribir sobre una persona tan querida. Es lo que me
ocurre ahora con el recuerdo de mi hermano, el poeta Jaime Guzmán Aranda: la
forma en que lo conocí (hace exactamente 21 años, una mañana de mayo de 1992),
las aventuras literarias que compartimos, las eternas tertulias sobre poesía
peruana y universal, los comunes desvelos por conseguir que la lectura triunfara
sobre todas las cosas… Pero lo que más me quedará de él es su aventura apasionada
e imperecedera de editar libros de temas y autores chimbotanos.
Uno de los momentos más recurrentes, entre todos
ellos, es aquel en que vi sobre su escritorio la carátula del libro “Banchero,
los adolescentes y alucinantes años 60 de Chimbote”, de Guillermo Thorndike.
Era un medio día del año 1995 y acababa de llegarle una prueba de aquella carátula.
En ese momento recuerdo que le increpé: “Por qué la has hecho de ese color?, no
es exactamente amarillo, sino medio verdoso, qué color tan raro”. Y él, con su impecable
y penetrante irreverencia me contestó: “Es color caca, compañero; el color de
esta ciudad de mierda que se hunde en la ignorancia y no quiere darse cuenta”.
Su respuesta me hizo reír mucho y, sin embargo, me dejó asombrado por su
rudeza. Por eso tal vez, compadecido por mi desconcierto e invitándome a salir
de su oficina, complementó allí nomás con lo siguiente: “Pero no te angusties,
saquemos a dar una vuelta a esta carátula, de repente se destiñe un poco y tú
te sientas más tranquilo”.
Pese a su dureza, a su manera de castigar con
frases lapidarias a los chimbotanos en todo momento, a Jaime lo levantaba todas
las mañanas la tierna e inmensa intención de que el mundo supiera que Chimbote
tenía su propia literatura y una de las mejores del país. Ese era su deseo
permanente, el que nos enteráramos todos (desde su alma, su corazón, su
traspiración) que nuestro puerto había dejado de ser hace mucho lugar de paso y
campamento de oportunistas, y se había convertido por fin en gran capital de la
cultura.
Porque su lucha por sacar adelante la literatura
la hizo desde siempre, desde que aprendió a leer a este puerto no solo en sus
libros, sino también en el olor y color de sus calles, en la mirada de la gente
y en la (mala) palabra de sus falsos profetas. Permitiendo que apareciera un
libro tras otro, demostraba con obras (no con palabras) lo mejor de éste su “Lugar
de nacimiento” (como bautizó a uno de sus bellos poemarios), y por eso Río
Santa Editores, su empresa editorial, no era otra cosa que la hechura de su propio
respiro, el latido potente de su corazón, la ebullición indetenible de sus
nervios; en suma, aquella revolución silenciosa –como solía llamarlo entre los
amigos– a ese empecinamiento suyo de que los chimbotanos se pusieran a leer los
libros que él editaba con tanto amor.
Por eso se encargaba de que los clientes que
acudían a su librería, se enteraran que al comprar un libro lo que se llevaban
en verdad era la mejor oportunidad de iniciar una transformación en sus vidas,
pues un libro, una obra literaria, aguarda siempre como un pequeño universo
lleno de respuestas. Muchos sabemos que Jaime Guzmán Aranda se adelantó al Plan
Lector del Ministerio de Educación, ya que no solo se encargó de que los
colegios de Chimbote conocieran a los autores de este puerto (“Para dejar de
ser forasteros en nuestra propia tierra, leamos lo nuestro”), sino que hizo esto
casi una década antes de que apareciera el famoso Plan Lector, emprendiéndolo de
forma masiva, incansable y febril, como era su estilo.
A sus compañeros de ruta, nos animó a no
avergonzarnos de reconocernos escritores, a mirar la vida con valentía y agudeza
desde nuestras lecturas y nuestros manuscritos. Cada vez que podía, nos contaba
quién estaba a punto de editar con su sello la próxima novela o poemario. Lo
decía con la alegría del niño estrenando juguete nuevo, pero también con la
expectativa a flor de piel, con el convencimiento de que estaba por publicar el
próximo gran libro sobre Chimbote. Desde los primeros volúmenes editados por
él, como la bella reedición del libro de relatos “Las islas blancas” de Julio
Ortega, hasta las recientes novelas del excelente Fernando Cueto, Jaime sabía
que apostaba a seguro, y que se ponía una vez más al frente de ese ingobernable
pero imperioso navío llamado LITERATURA CHIMBOTANA, así, en mayúsculas, como él
habría querido escribirlo siempre.
La obra de Jaime será difícilmente superada y
deja la valla muy alta a quienes quieran seguir la ruta por él emprendida. Su
amor por Chimbote, por su literatura, fue prácticamente una doctrina, pero
también una forma inquebrantable de celebrar la vida. Por eso a sus amigos no
nos queda sino seguir ejerciendo ese apostalado con la misma pasión, aquella fe
en la literatura que aprendió de niño y que deja ahora como el mejor legado a la
tierra que tanto amó.
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