Jack Flores |
Como a
casi la mayoría de mis amigos escritores en Lima, no recuerdo bien cómo conocí
a Jack Flores, creo que fue de entre aquel grupo de luminosos nictálopes que
consuetudinariamente nos encontramos los viernes en Don Lucho, el hermoso bar
con la vieja rockola del Jirón Quilca, en el centro de la ciudad; o tal me lo
presentó alguien, quizá el narrador Carlos Rengifo, alguna media tarde de farra
luego de una presentación literaria similar a esta; la verdad, no estoy seguro
ahora; pero de lo que sí puedo dar fe, es que a Jack Flores, esforzado creador
de mundos literarios, peleador callejero de la palabra, fabulador incorregible,
lo he encontrado siempre entre el grueso de escritores que acabamos la suela de
los zapatos recorriendo mundo por remotas tierras del Perú.
El
texto de la solapa de este libro dice a la letra: “Viajero constante”; y lo
recalca más abajo: “Ha recorrido el país de palmo a palmo participando en
distintos eventos literarios”. Yo doy fe de ello. A mí me consta. Siento que a
Jack Flores solo hay que avisarle que la cosa (literaria) es en Andahuaylas, en
Huaral, en Huancayo, en Tingo María… o en Puno, y él no lo piensa dos veces: se
va hasta cualquier latitud del país para hacer conocer su literatura, aquella
narrativa suya posicionada no solo en experiencias propias, en sus reflexiones
constantes o en sus puntos de vista acerca de la realidad peruana; sino también
aquella literatura que tiene mucho de su personalidad, de su lectura crítica
sobre el ser humano, de su sentido del humor que a veces pareciera pesimista, negro;
y que, sin embargo, no deja de estar presente como una constante, como un ave
que surca el cielo de las páginas de sus libros con mirada perspicaz, o como
una de aquellas avionetas que fumigan los campos de cultivo cubriéndolos con el
especial color de su temperamento.
Porque en
su forma singular de narrar siempre está él. Sino quién puede negar que en
aquel cuento “Piensa, piensa…” de su primer libro, Lecciones para un suicida, el protagonista no es el propio Jack
autocalificándose en la voz de una abuela que funciona a la manera de su propia
conciencia; o díganme sino si uno de los buscadores de la casa de José María Arguedas,
en el libro y cuento que llevan el mismo nombre (La casa de Arguedas) no es el mero Jack Flores, situándonos en una
de sus facetas, la del viajero curioso, inquisidor, censor de la idiosincrasia
del peruano recorriendo con empeño una de nuestras localidades andinas.
Por eso
ahora que he leído Diario de batalla,
creo haberlo encontrado nuevamente. En este caso llega al lector con el nombre
ficticio de Joaquín, un muchacho egresado de la secundaria que se dedica el día
entero a atender un locutorio de Internet y de llamadas teléfonicas, a la vez
que se entretiene mirando videos de estrategias militares en las batallas más
conocidas de la historia mundial. Y junto a ello, un elemento que hace más interesante
la trama: su fijación por Fiorella, una hermosa vecinita que llega siempre por
su establecimiento a requerir servicio de llamadas.
A
partir de aquí, Jack Flores desarrolla una entretenida mirada de la realidad
juvenil desde la propia conciencia de un joven limeño; para ello, ha utilizado
la técnica del diario, ese documento íntimo que cuando lo lleva un joven, se
vuelve dinamita entre sus manos debido a que la adolescencia, la juventud, es
la edad de los descubrimientos, del nacimiento de las preferecnias, del
enamoramiento, del punto de partida de las importantes decisiones en la vida y,
por supuesto, de la rebeldía, de los primeros conflictos personales… en suma,
de esa batalla que es la vida y que a Joaquín, por qué no, le gusta
vislumbrarla desde su condición de espectador de estrategias militares por
Internet.
Pero Diario de batalla es también el título
alegórico para aquella lucha aún más específica que libra contra los miembros
de su familia: sus padres, sus hermanos Milena y Galván, y su sobrina Mileidy,
quienes se oponen a su repentina decisión de alistarse en el servicio militar
obligatorio. He aquí el conflicto completo para una historia llevadera, fluida,
festiva, pero llena de ese cúmulo de reflexiones y puntos de vista que envuelven
a todo joven peruano cuando se encuentra frente a las primeras, difíciles y
grandes decisiones de la existencia.
Joaquín,
por fortuna, tiene el respaldo de los amigos (en especial de Joan, quien es un
verdadero confidente), de su núcleo familiar, del florecido sentimiento hacia
Fiorella, del entorno vecinal y de sus preferencias estéticas (escucha música del
recuerdo y lee buena poesía) para desarrollar una opinión que lo convierte en
un muchacho seguro de lo que quiere, pese a que no deja de enterarse que la
vida es siempre un misterio, una caja de contigencias de la que nunca se puede
esperar nada seguro, tal como lo descubre a veces cuando se ve obligado a
escuchar conversaciones telefónicas ajenas de sus clientes.
No
obstante, él está siempre presente, haciéndose carne en estas páginas para
contarnos un episodio de su vida en este diario que abrimos con curiosidad y
gracias a cuyo lenguaje coloquial nos convertimos en cómplices de sus
angustias, anhelos, alegrías, inseguridades y cavilaciones.
Estoy seguro
que, de tratarse de un lector joven, este se encontrará en Diario de batalla reflejado perfectamente como ante ese espejo de
nuestros días que Jack Flores ha sabido pulir y ofrecer esta vez en forma de
libro. Porque es también cierto que en mucho de este Joaquín se encuentra el
karma del autor, como adelanté al principio. Yo leo a Joaquín, y me parece
escuchar la expresión irónica de Jack cuando nos envolvemos en alguna
conversación cotidiana.
Sea
bienvenida esta nueva entrega de Jack Flores y le agradezco por permitirme este
redescubrimiento permanente con su espíritu humano y creador cada vez que me
aproximo a una nueva producción suya.
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