Sarita Colonia |
Esta crónica limensis apareció impresa –y editada, por razones de espacio– en el suplemento Variedades (Nº 358, febrero
2014) de El Peruano. Recién ahora aparece en su versión original y completa.
César
Ángeles Loayza
Sarita (1914-1940) migró tempranamente
con su familia a Lima, desde Belén (Ancash). Si consideramos, además, que su
padre era carpintero, todo empieza a semejarse a la sagrada familia bíblica.
Esto no sorprende, porque Sarita es una forma de resistencia en el imaginario
del migrante pueblo peruano, ante seculares discriminaciones y maltratos desde
las élites criollas, sobre todo costeñas. Los múltiples y cambiantes rostros
con que se le representa (en dibujos, calcomanías, recreaciones plásticas,
grafitis, etcétera) simbolizan, también, la creatividad popular para
interactuar con las diversas coyunturas de nuestra irresuelta identidad como
nación. Es decir, se trata de una respuesta masiva, desde el terreno religioso
y cultural, contra los poderes elitistas que cada vez se enrejan y aíslan más
del común de los mortales (de quienes viven –o subsisten– empobrecidos ante
sublevantes privilegios). El no reconocimiento de este culto espontáneo y
popular, por parte de la jerarquía católica, es parte de la historia anterior.
En Lima, en pleno oncenio leguiísta y
la “república aristocrática” –como la llamó Jorge Basadre–, Sarita Colonia fue
vendedora de mercado y empleada doméstica en el Callao. Se cuenta que unos
hombres intentaron violarla en aquel puerto, donde vivía y trabajaba; pero
milagrosamente su sexo se cerró de súbito impidiendo el acto. Una virginidad
que la acerca más a la aludida historia de la sagrada familia bíblica, pero con
un acto de violencia sexual adicional: algo común contra mujeres provincianas y
sobre todo andinas en la historia colonial y republicana de este país.
Este es uno de los motivos más
recurrentes de su leyenda sobre su biografía, bondad y milagros. Al inicio, el
culto a Sarita creció entre delincuentes, estibadores y prostitutas, ampliándose
hacia otros sectores del pueblo y, luego, a otras capas de la sociedad peruana.
Durante su vida en el Callao, muchos la visitaban; ella los recibía con afecto,
los escuchaba y curaba cuando la gaya ciencia había desahuciado. Según lo ya
expresado, el culto a esta joven mestiza se mantiene y crece masivamente en la
informalidad. Todo ello, también, la convierte en símbolo estimulante y
poderoso, para varios escritores y artistas, del mestizaje: de sus dramas,
triunfos y caídas. De ahí que se le conozca como “patrona de los pobres”, según
un tema musical antiguo.
Cuentan que su primer milagro fue de
niña, cuando retó al alcalde de Huaraz que se pavoneaba ebrio de haber matado,
por la espalda, al bandolero Luis Pardo. Días después, murió de infarto. Pero
es sabido que la historia oficial y los medios masivos tienden a limar las
aristas más agudas de los personajes, asimilándolos tarde o temprano. Qué irá a
ser de Sarita Colonia, o qué viene siendo ya. En 1998, Judith Vélez dirigió un
documental cinematográfico presentado con éxito en el festival de La Habana. En
el 2002, se le dedicó una serie televisiva, con tema musical de Los Mojarras
(uno de los grupos de rock locales más identificados con S. Colonia, junto con
otra banda como La Sarita). Por lo cual, el antropólogo Rodrigo Montoya dijo
que se quería insertar y blanquear a Sarita Colonia en una cultura puramente
urbana. Y Eduardo González Viaña (autor de la novela Sarita Colonia viene
volando, 1990) enfatizó que Sarita es “la primera santa serrana”: es decir, la
conquista de la Costa por el Ande.
Ella es, como Rosa de Lima, una santa
generada por los más pobres. Entre ambas hay, sin embargo, una diferencia
central: Rosa llegó al pueblo mediante su conducta; Sarita nació en él. La
conocida estampa de la beata, ubicada en los lugares más populares de la ciudad
(bares, plazas, prostíbulos, camiones, etcétera) suele tener una enorme rosa
que quizá signifique una florida ironía acerca de la Santa (oficial) del Perú:
heterodoxia y ortodoxia de la fe católica en desiguales diálogos y, también,
contiendas simbólico-religiosas. Sarita es parte de una cultura de resistencia,
esa que desde abajo toma y recicla lo occidental y cristiano imprimiéndole su
sello peculiar.
La causa de su muerte es aún polémica.
Como sea, desde entonces se inició uno
de los cultos populares más sorprendentes de Latinoamérica. Su sepultura común
en el Cementerio Británico del Callao rebosa de placas recordatorias de sus
agradecidos devotos. Es ya un sacro mural. Irónicamente, el único reconocimiento
del poder oficial fue poner su nombre al penal del Callao, en divina trilogía
con los penales de San Jorge y Santa Mónica. El penal de “Sarita Colonia” del
Callao es, sin embargo, uno de los más peligrosos y hacinados del país.
Cuando mi madre estuvo grave, visité
la pequeña capilla que sus familiares y fieles le levantaron. No se me ocurrió
nada mejor. El día anterior había sido su cumpleaños: globos, flores y
obsequios poblaban el recinto. Allí, con-movido, dejé una carta y pedido, un
nombre completo, un agradecimiento anticipado. Pocos días después, mi madre, en
franca recuperación, dejó el hospital donde se hallaba interna por largos y
tensos días. De ahí que quizá estas palabras ni sean mías, sino de Sarita, y yo
sea solo un cronista de su voz y su vida. Una vida singular, y plural: común a
tantos hombres y mujeres desplazados de muchos modos en este país, que batallan
por vivir o, al menos, no morir, no todavía.
Sarita
Sarita Colonia fue enterrada en una
fosa común o pampón, en la periferia del cementerio Baquíjano, lo que la
aproxima más al destino de tantos peruanos y peruanas (especialmente, de la
última década del siglo pasado). En la
fosa común Pampa Santa, ella estuvo con el Soldado Desconocido (muchacho
estadounidense enlistado en 1945 en el Ejército Peruano y que murió abaleado
por un error –¿suena actual?– de la patrulla del cuartel), con sor María (monja
italiana que llegó al Callao en 1955), y con otros santos nacionales y
extranjeros que pugnaban, a su modo, para perdurar en la memoria de los vivos.
Lo que hizo la diferencia fue la gran cruz que su padre asentó sobre su cadáver
cuando murió en 1940, a los 26 años. Solo así –y por sus múltiples
milagros– dejó de ser, al menos en la
memoria de los condenados de esta tierra, una N. N.
En 1975, la Beneficencia del Callao
construía nuevos nichos en el terreno de la fosa. Muchos cargaron con los
huesos de sus parientes. Sin embargo, la familia Colonia y los primeros devotos
defendieron y preservaron dicha fosa común. Allí, con pocos recursos,
edificaron para Sarita una capilla muy simple, de arquitectura semejante a las casitas, lisas y
funcionales, de muchas barriadas.
Hasta hoy, su familia administra el
culto, así como el dinero y obsequios de los múltiples devotos. Cuando la visité,
compré la única foto que se conoce de ella, aproximadamente de doce años. Es a
partir de esta imagen, original y única, que se han sucedido diversas
reelaboraciones iconográficas, cada una con diferentes características,
énfasis, trazos, colores y sentidos simbólico-culturales. Que así sea, por los
siglos de los siglos. Podéis ir en paz. Amén.
Fotografía: César Ángeles Loayza.
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