lunes, diciembre 20, 2010

¿No somos peruanos?


Josué Aguirre

Tengo la teoría de que
al peruano le gusta que lo discriminen. Al peruano le gusta ir a una Sala VIP en las discotecas, le gusta que le vendan un producto como “único”. Le parece normal que el Banco de Crédito tenga un servicio que se llame “Banca exclusiva” y que Civa haga lo propio con faltas de ortografía. Le gusta estudiar en institutos “Privados”, le gusta consumir “Premium” y si lo hace con una tarjeta “Platinum”, mejor; porque es más fashion.

Y el peruano comodón no advierte que en todo esto hay algo de discriminación, que todos estos servicios existen no sólo para hacer sentir especial a la gente sino para excluir a la otra mitad del país.

Pues bien, hoy quiero referirme a un tipo de discriminación tan común que se enseña, incluso, en la escuela.

Diariamente recibo uno o dos mails invitándome a un evento literario en alguna provincia del norte. Y en todos estos mensajes se lee esto: “El distinguido escritor piurano nos acompañará…”, “uno de los mayores exponentes de la literatura de la región…”, “Coloquio de literatura lambayecana”. ¿Qué pasa? ¿Seguimos el ejemplo limeño de dividir al país entre Lima y provincias? ¿Por qué no podemos decir que, Víctor Borrero, por ejemplo, es un escritor peruano antes que provinciano? ¿Qué o quién nos detiene?

He asistido a algunas presentaciones de libros aquí en Lima y me he dado con la sorpresa de que nadie habla de “Literatura limeña” (y hasta suena irrisorio leerlo). Todos, hasta al más novel, se presentan como escritores peruanos y sus referentes son autores universales. Aquí no existe esa miopía que en provincias nos hace sentirnos menos; esa visión que en Piura, por ejemplo, nos hace expresar un desmesurado respeto por escritores oriundos de la capital; un respeto injustificado, vale decir. Y es que mucho de lo que se hace en estas tierras es de tan o mejor calidad que lo que se produce en Lima.

Hace tiempo venía escuchando de un compañero mío, Manuel Prendes, que la única patria de la literatura debía ser el idioma. Y hasta hace poco no comprendía el total significado de la frase; razón por la cual me sumé a quienes se tomaban la molestia de averiguar en dónde había nacido un determinado autor, dónde había escrito su obra o en qué se había inspirado, para así estamparle una etiqueta.

Yo escribo estas líneas como el escritor que nació en Lima y que produjo en Piura y que, muy a pesar de eso, se siente honrado de integrar varias antologías que incluyen el adjetivo “piurana” en el título. No obstante, escribo también como un lector que ahora vive en Lima y que ve con algo de insatisfacción cómo, a la distancia, los escritores que ahora integran los círculos literarios en Piura se restringen llamándose regionales; dejando la “exclusividad” de ser peruano a los limeños y que, como dije anteriormente, los peruanos comodones no advertimos que ahí hay algo de discriminación.

Nota: Artículo posteado por vez primera en el blog El verduguillo.
Gráfico: Tomado del blog de Rodolfo Ybarra.

domingo, diciembre 19, 2010

La literatura piurana goza de buena salud


Sigifredo Burneo Sánchez

Está en circulación el libro titulado Estirpe Púrpura, 10 años de poesía y narrativa en Piura, que ha preparado José Lalupú Valladolid, docente universitario y escritor en ejercicio. El libro, de impecable presentación, es una antología de la obra literaria piurana producida durante los primeros diez años del siglo XXI, donde el prologuista Fabián Bruno apuesta por el reconocimiento de una tercera generación de escritores piuranos, a la que denomina Estirpe Púrpura.

Es muy probable que no todos estén de acuerdo con la conclusión mencionada, quizá porque su punto de partida es una ponencia del autor de este artículo dividiendo la historia de nuestra literatura regional en dos grandes capítulos (división que se hizo con evidente finalidad pedagógica); pero, creo que, al margen de las denominaciones, lo verdaderamente importante es la calidad de los textos. Los autores seleccionados nos demuestran que sus técnicas creativas consiguen atrapar al lector, claro que unos con más eficacia que otros, pero se nota que hay empeño, que hay audacia creativa y que hay, sobre todo, un sólido respaldo en las lecturas de las que se han alimentado.

Una importante constatación es que la mayoría de los autores ha tenido experiencia universitaria, lo cual no es un requisito indispensable para la personalidad artística, pero ayuda en la formación de opiniones propias a través de las discusiones académicas y de los trabajos de investigación. Menciono este detalle porque, hacia mediados de la década de 1980, el poeta Alberto Alarcón publicó su antología de literatura piurana denominada Los otros, en cuyo prólogo reclama que la Universidad Nacional de Piura no había producido ningún poeta ni narrador. Hoy, la realidad cultural piurana es otra. Los narradores y poetas más jóvenes provienen mayoritariamente de las canteras de la Universidad de Piura y de la Universidad Nacional de Piura, habiendo creado incluso sus movimientos característicos y sus propias revistas para dejar testimonio de sus inquietudes, sus proyectos estéticos y sus incursiones por los sinuosos caminos del culto literario.

Josué Aguirre, Fabián Bruno, Richard Chávez, Martín Córdova, Dany Cruz, Reynaldo Cruz, Luis Gil, César Gutiérrez, Ángel Hoyos, Percy Ipanaqué, José Lalupú, Claudia Meza, Yojany Mogollón, Ricardo Musse, Víctor Palacios, Cosme Saavedra, José Sandoval, Fernando Silva, Gerardo Temoche, Jorge Tume, Eduardo Valdivia y Javier Vílchez, son los veintidós antologados, cantidad que a cierto tipo de pensamiento puede parecer excesiva, pero que indudablemente demuestra el interés creciente por la afición literaria entre los jóvenes piuranos.

La especulación teórica sobre qué constituye la denominada literatura piurana es también un tema de interés intelectual: ¿la obra de los escritores nacidos en Piura, aunque su obra no trate sobre Piura? ¿la obra que trata sobre Piura, aunque su autor no haya nacido en Piura? ¿sólo la obra de los nacidos en Piura y que trata sobre Piura? Disquisiciones lícitas y antiguas que la antología resuelve con un espíritu generoso de amplitud e inclusión.

Lo sustancial de la publicación está en que demuestra objetivamente la existencia de una dinámica creativa literaria en proceso de expansión y de consolidación. Aunque su definición precisa no goza del consenso, la literatura piurana goza de muy buena salud; tal como queda evidenciado por el surgimiento de los nuevos nombres que este libro presenta.


Fotografía: David Perea.

Nota: Artículo publicado el 17 de diciembre, en diario El tiempo.

Entrevista a Houdini Guerrero, director de Sietevientos


Entrevista: Richard Chávez

¿Cómo nace la idea de hacer una revista?

Nace en reuniones con amigos, y ante la necesidad de una revista que aglutine a los que estábamos produciendo. Había un precedente muy bueno como "Agua" de Lelis Rebolledo que lo sacaba en mimeógrafo. Entonces, dije no, este fenómeno narrativo merece algo mejor. Y salió Sietevientos, cuya primera edición se publicó en cartoncillo.

¿Cuándo nace Sietevientos?

En enero de 1990, con un primer número que fue una especie de antología del cuento piurano. Había una efervescencia literaria en la región, entonces, traté de hacer una antología para mostrar que es lo que había, esos elementos desperdigados; Rigoberto Meza Chunga, Juan Félix Cortés, Miguel Gutiérrez, Cronwell Jara, Cristian Fernández, Mario Palomino, Wilmer Rojas.

Según el último libro "Estirpe púrpura", ustedes formarían parte de la segunda generación de escritores piuranos, ¿estás de acuerdo con ello?

Toda generalización me parece sospechosa. Es una forma de tratar de hacer entrar a una camisa de fuerza a todo mundo. No creo que de su generación sea lo mismo Musse que Tume, Tume que Fabián, Javier Vílchez con Valdivia, no pues. Hay un intento forzado de decir ¡Todos estos somos!, y no es así. La verdadera literatura está fuera de los parámetros. Tampoco es una carrera de caballos.

Entonces, ¿Quién o quiénes son los indicados de marcar estas generaciones?

Yo creo que debe haber más críticos duchos en la materia. Este comentario (de Estirpe Púrpura) lo hace Lalupú y Fabián que son escritores y ellos dicen "esto me parece que es". Pero a mí no me parece, yo ahorita hago una antología Sietevientos, y digo que es la Generación Sietevientos, y es válido también.

¿Tampoco estás de acuerdo que se mencione una tercera generación piurana de escritores?

No, yo creo que es evidente, con esto no digo que sean malos, que hay escritores. Pero no es evidente que todos están ceñidos por una misma correa. A mí me parece más vanguardista Lelis Rebolledo que Fabián Bruno. La poesía de Lelis es un extremismo; es un torrente, puffffff, que surca como el río Piura, y dices, y éste quién es. Así es la poesía de Lelis, es mucho más poderosa que la de los jóvenes que son más formales. No estoy diciendo que esté mal, sino que es más formal, más de terno y corbata. Por ejemplo, los cuentos de Lalupú que están muy formales, y muy dentro de la tradición.

¿Es rentable dedicarse a los libros?

Piura, departamento, por mis contínuos viajes, digo que la gente si lee. No como se debiera, pero no es verdad que en Piura no se lee. Se lee bastante pero falta un trabajo organizado de difundir la lectura. Es un trabajo que está ahí y que hay que hacerlo todos los días. Es un trabajo perenne.

De la revista, ¿cómo pasa a la Editorial Sietevientos?

Fue un proceso natural, luego de editar la revista nos dimos cuenta de que había buenos escritores que tenían que ser reeditados. Y así nació el sello Sietevientos Editores que ha cubierto más de un centenar de títulos.

¿Qué novedades trae la revista 20?

Un ensayo sobre la poeta joven Erika Aquino escrito por Javier Vílchez. También un ensayo de Néstor Martos, donde el piurano, a través de 30 páginas, se va a sentir identificado. La mayoría de piurano debería conocerlo porque se encontraría consigo mismo, además de que Martos es un ensayista de primera. Planes para el futuro para la revista

El próximo año vamos a publicar un libro de Carlos Robles Rázuri acerca del español en Piura que se está trabajando. También tenemos pensado publicar un número antológico de Vargas Llosa y María Arguedas, y bueno seguir publicando, esta vez con crónicas que poco se ha publicado en Piura.

Nota: Entrevista publicada el 5 de diciembre, en Correo de Piura.

jueves, noviembre 25, 2010

Vallejo en los infiernos, ¿Una biografía novelada o una novela biográfica?


Julio Carmona

Con esta novela, Eduardo González Viaña ha cumplido con el encargo que le hiciera Antenor Orrego (hace ya muchos años). Escribir sobre el momento más grave en la vida de César Vallejo. Esto lo refiere el mismo autor en la Introducción a Vallejo en los infiernos.[1] Y no nos queda aquí sino repetir la pregunta del título, esta novela es: ¿una biografía novelada o una novela biográfica?

Y se puede responder que se trata, en realidad, de lo segundo: una novela biográfica. Porque en ella hay más elementos de ficción (como que al lector se le diga lo que piensan o sienten los personajes en momentos claves de lo que, supuestamente, ocurrió en “la vida real”). Y en este caso debemos convenir en que la novela se sirve de la biografía para desarrollar sus propios fines; es decir, que la ficción toma vuelo desde el trampolín de la realidad, y no se sumerge y diluye en la veracidad de los hechos. Pero al adoptar esta opción no se debe olvidar que los hechos evidentes, históricos (por todos conocidos), no pueden ni deben ser alterados. Vallejo en los infiernos tiene, pues, algo de los dos géneros (novela y biografía), aunque con mayor peso de lo novelesco (y, en algunos casos, incurriendo en el olvido antes advertido).

En esta novela, la incidencia de lo biográfico se centra en un acontecimiento de la vida del protagonista: la acusación por la que nuestro vate tuvo que pasar varios meses en prisión. Y tiene el mérito de ilustrar sus pormenores y de esclarecer algunos puntos clave que se requerían para zanjar la verdad de los hechos. Aunque, tal vez, el aspecto más relevante y mejor logrado sea la ambientación carcelaria. Claro que sólo quien haya estado en ese trance puede calibrar la dimensión de lo sufrido por el protagonista, y podrá sopesar las razones de Vallejo para que llegara a esta terrible confesión: “El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú”. En gran medida, pues, el autor de la novela logra recrear ese ambiente espeluznante, infernal. El título mismo –de aparente truculencia–, al terminar la lectura, da la sensación de que constituye un acierto. Porque no es sólo el círculo dantesco de la prisión en sí, son muchos los círculos en vorágine que configuran a ese infierno: la kafkiana angustia judicial, la incertidumbre aplastante de un presente inamovible, la deshumanización contextual, etc.

En ese sentido –de revelar pormenores de la vida del poeta– está también la confirmación de que la “andina y dulce Rita, de junco y capulí” se apellidaba Uceda, y puede resultar siendo la madre del conductor de las guerrillas del 65, Luis de la Puente Uceda, y esto es algo que, con tino, el autor deja sin explicitar, como respetando ese derecho del lector a ir atando cabos y soltando rienda a su intuición.

En el mismo orden de ideas queda la explicación del viaje a París. Por un acto encomiable de solidario desprendimiento por parte de Antenor Orrego, quien le cedió un pasaje que debió compartir con Julio Gálvez Orrego, y se hace justicia también a este último personaje que poco aparece en las biografías del poeta, y que, identificado con la causa republicana en España, finalmente –se nos dice– murió fusilado por la falange fascista.

Asimismo, hay otros datos de la vida familiar en Santiago de Chuco que, si bien no culminan el cuadro biográfico total, constituyen rápidos esbozos que matizan el tema central ya aludido, a manera de escorzos difuminados que ya de por sí aportan el ingrediente de misterio que es más propio de la novela.

Y entrando al ámbito novelesco, propiamente, consideramos que ese ingrediente de misterio referido se vuelve por momentos excesivo, porque se apoya de manera exacerbada en la dimensión de los sueños. Todos los personajes sueñan. Y los sueños son premonitorios y anunciadores de hechos que van a ser confirmados por el futuro. Por ejemplo, se dice que Vallejo “Le preguntó si sabía algo acerca del Músico, y Mataporgusto se quedó asombrado. –¡Qué raro! (le contesta) Había soñado que usted me preguntaría por él”. (p. 240). En otro momento (de los muy profusos que hay) un chamán en la prisión le había augurado su futuro y –dice el narrador– “las ilusiones sugeridas por el vuelo con el sampedro lo desconcertaban. ¿Un barco lo sacaría de la prisión? ¿Qué tenía que ver Antenor con ese barco? ¿Y el destino era París? ¿Por qué París? ‘Usted mismo lo sabrá algún día –le dijo el chamán y agregó–: hay que tomar los sueños más en serio’.” (p. 251). Sí, seguramente, hay que hacerlo; pero no al extremo de que la novela raye en lo inverosímil. No ocurre esto –valga el descargo– en el caso del hermano Miguel Vallejo que hace anuncios a futuro, el de su propia y temprana muerte, por ejemplo, o el viaje de Vallejo. Pero es un misterio verosímil. Pues se sabe de casos reales que confirman ese tipo de premoniciones. Aunque el mismo Vallejo estaba en contra de ellas; dice: “El poeta profetiza creando nebulosas sentimentales, vagos protoplasmas, inquietudes constructivas de justicia y bienestar social. Lo demás, la anticipación expresa y rotunda de hechos concretos, no pasa de un candoroso expediente de brujería barata y es cosa muy fácil. Basta ser un inconsciente con manía de alucinado. Así hacen las sibilas vulgares. No importa que se realice o no lo que anuncian.” (El arte y la revolución). Lo censurable es el abuso, atosigante, de dicho recurso.

Al margen de ese elemento excesivamente romántico del sueño y de lo esotérico, podemos convenir en que la estructura de esta novela tiene mucho de construcción arquitectónica, y de arquitectura moderna pues le da énfasis a lo funcional. Y así vemos que todas sus partes, desde diversos ángulos en ese bifronte espacio de novela y biografía, se encuentran interrelacionadas como vasos comunicantes, pasadizos interconectados, ambientes matizados por el claroscuro de lo incierto y lo apodíctico.

Obviamente, no vamos a referirnos a los elementos conclusivos de la historia, pues de hacerlo estaríamos atentando contra el interés tanto del autor como del lector: que la obra se difunda (interés del autor) y no que se la cuenten (interés del lector). Pero, para concluir esta apreciación sobre la confluencia de lo narrativo con lo biográfico, debemos señalar que hay una cierta imprecisión respecto del elemento “personajes”, el mismo que, como se sabe, complementa a los del espacio y de la historia, para coronar el logro que optimice a la novela, que es, en última instancia, lo que importa.

La novela empieza con el ingreso del protagonista a la cárcel y, más precisamente, a la celda infernal. Allí se desarrolla una escena dantesca. Un sujeto descomunal, mimetizado con la oscuridad ambiental, amenaza al poeta con matarlo. Esta decisión, extraña, más propia de un manicomio, se hace verosímil por la sugerencia de que sus acusadores –gente con poder económico e influencia política– han maquinado dicha acción. Hasta allí no hay problema. El problema surge a partir del desenlace, pues antes de que pudiera consumar el crimen, el agresor es trabado en su avance por otro preso, y, finalmente, ambos se aniquilan, mutuamente. Y, entonces, quedan flotando dos preguntas: ¿quién es el hombre que defendió a Vallejo? y ¿qué es lo que lo impulsó a hacerlo, al extremo de matar y dejarse matar? Y es una pregunta que se espera ver resuelta en los capítulos sucesivos, porque esa acción compleja no puede atribuirse al azar ni tampoco quedar flotando en el vacío.

Pero lo más desconcertante es que en el capítulo 3 el personaje, ya mencionado aquí, Mataporgusto le habla del “loco” que ha intentado matarlo, y Vallejo sigue atentamente la relación de datos sobre él, pero no pregunta para nada por el otro preso que lo salvó y murió en el intento. Incluso en el capítulo 6 hay otra alusión a los dos cadáveres, cuando uno de los presos entra a la oficina del alcaide (contigua al ambiente en que están los muertos), donde Vallejo se encuentra preventivamente, y le anuncia que va a cortar las cabezas de los occisos, pues tiene un trato con el alcaide en ese sentido, y Vallejo se mantiene indiferente ante el problema aquí planteado, no manifiesta ninguna inquietud por su salvador. Es más, se dice que el sujeto “entró en el cuarto contiguo provisto de un pequeño serrucho y se quedó allí más de media hora”, y haciendo alarde de un humor macabro (que trasunta cierto mal gusto) se dice que “Solo se escuchaba un sonido rítmico y la voz del hombrecito: Aserrín, aserrán,/ los maderos de San Juan. (sic)/ Piden queso, piden pan./ Aserrín, aserrán…” (p. 122).

Y, al llegar al capítulo 14, cuando a Vallejo ya lo han pasado a una celda menos tétrica, se tiene la sensación de que ahí está la respuesta. El nuevo compañero de celda le hace referencia a un hombre que ha tenido influencia en su vida, y entonces dice Vallejo: “Conozco al hombre de quien habla. Es Pedro Losada. Pedro Losada me salvó la vida –aseguró.” (p. 274). Pero aun cuando la pesquisa lectora crea haber encontrado el cabo suelto, pues daría respuesta a la primera pregunta (¿quién es el hombre que defendió a Vallejo?), sin embargo quedaría pendiente todavía la segunda (¿qué es lo que lo impulsó a hacerlo, al extremo de matar y dejarse matar?).

En el capítulo 21 se vuelve a mencionar a Pedro Losada, explicándose lo aseverado por Vallejo: “Pedro Losada me salvó la vida”; pero ¿dónde es que ocurrió esto? En Santiago de Chuco. El día que acaecieron los sucesos en los que se le involucra, mas no en la prisión de Trujillo. Pedro losada nunca llegó a ésta, al menos no lo hizo en el momento en que está Vallejo. Y, aun cuando finalmente fue capturado en Santiago de Chuco para ser conducido a Trujillo, es asesinado en el trayecto. Entonces, vuelven a quedar sin respuesta las inquisiciones preliminares: ¿quién es el hombre que lo defendió en la celda? y ¿qué es lo que lo impulsó a hacerlo, al extremo de matar y dejarse matar? Y hasta el momento de terminar la lectura de la novela, sigue siendo un misterio sin resolver.

Otro desfase del elemento “personajes”, es el relacionado con Haya de la Torre, que no tuvo nada que ver con el suceso de la prisión de Vallejo, y es irrelevante que hubiera sido él quien lo presentara a Antenor Orrego; máxime si es incluido falseando los hechos porque en uno de sus pocos encuentros se llega al extremo de decir que “Iban a ser amigos para toda la vida” (p. 193), cuando bien se sabe que Vallejo rompió con Haya, no sólo política sino amicalmente; al extremo que se puede relacionar la anécdota de sus años de bohemia juvenil, cuando se cuenta que Vallejo hace un brindis llamándolo “Pichón de cóndor”, seguramente por su perfil parecido al de esa ave de rapiña; y lo más probable es que, estando Vallejo en París y adherido ya al marxismo, al momento de escribir su célebre poema “Telúrica y magnética” y, recordando a su “Perú al pie del orbe”, preguntara y respondiera entre paréntesis “(¿Cóndores? ¡Me friegan los cóndores!)”, en clara alusión al susodicho.

Es decir, la presencia de Haya en la novela es un flagrante ripio, con el agravante de ser introducido tergiversando la historia. Leamos: “Los pensamientos político y filosófico de Orrego y Haya de la Torre se convertiría (sic) en una propuesta continental para que toda la América al sur del Río Grande se uniera, escogiera un camino socialista y rechazara cualquier injerencia de Estados Unidos en la construcción de su destino.” (pp. 193-194). Y bien se sabe que esa “unión continental” es una ilusión, y menos que se pueda realizar sin la revolución previa de cada país, revolución que en el Perú, inicialmente –en el año 32–, fue traicionada por Haya, y después negada hasta los límites del macartismo y el fascismo; era, pues, desde sus orígenes, una propuesta demagógica y reaccionaria; y aquello del “camino socialista” fue desterrado del vocabulario aprista desde sus inicios (de ahí la ruptura con Mariátegui y Vallejo), y, por último, ‘la no injerencia de Estados Unidos’ fue descartada también del programa aprista desde la publicación de El antiimperialismo y el Apra (1926, según los apristas), en el que no se sostiene la tesis de que el Apra sea antiimperialista, sino la explicación de cuál era su posición en relación con el movimiento antiimperialista en auge en aquellos años, y su conclusión fue: ‘aceptar el lado bueno del imperialismo y rechazar su lado malo’: obviamente, una propuesta demagógica y reaccionaria más.

Además hay otro desacuerdo histórico relacionado –sintomáticamente– con la figura de José Carlos Mariátegui; dice: “… un grupo de oficiales del Ejército dio una golpiza al joven pensador José Carlos Mariátegui, inmóvil en su silla de inválido.” (p. 308). Y lo cierto es que en esa época Mariátegui todavía no usaba “silla de inválido”, esto va a ocurrir a su regreso de Europa y después de que le amputaran la pierna; en la época de la agresión (anterior al viaje a Europa), todavía se mantenía en pie aunque evidenciando una ostensible cojera. El hecho de la agresión es narrado así por María Wiesse: “… un grupo de militares exasperados, enfurecidos por las ideas expuestas en "Malas tendencias: El de­ber del Ejército y el deber del Estado", ataca al joven escritor. Lo insultan y lo golpean, sin te­ner en cuenta su endeble condición física [no, invalidez ni postración]. Por dos veces se repite la agresión; una, en la calle, otra, en la imprenta de El Tiempo, donde se editaba Nuestra Época. Un fornido oficial encabeza el ataque contra el ‘cojito’. Y después de la agre­sión viene el duelo. Mariátegui no sabe manejar las armas, pero acepta el desafío y se dirige una mañana al campo donde ha de realizarse. [¿Se dirige al duelo en “silla de inválido”?] Los pa­drinos han de intervenir para evitar un asesinato, que así habría sido, en caso de efectuarse el due­lo, en condiciones tan desiguales. Mariátegui ha soportado valientemente la cobarde agresión; foetazos, patadas, puñetazos. Ha ido al campo del desafío sin saber cómo se toma una pistola o un sable. Un clamor de indignación se levanta, en toda la ciudad, contra los agresores del escritor; es tan vehemente esa indignación, es tan encen­dida la reprobación contra el hecho, que el Mi­nistro de Guerra se ve obligado a renunciar su cargo.” (Obras completas, tomo 10, cursiva y corchetes nuestros, negrita de la autora).

Por último, no podemos evitar hacer lo que acostumbramos en este tipo de comentarios: denunciar las que consideramos deficiencias de la edición. Y empezamos por la carátula. No nos parece un buen retrato pictórico, aunque tal vez sea una aplicada o académica pintura fotográfica. En segundo lugar, nos parece excesiva la cantidad de preámbulos. Hay una presentación, un prólogo, un proemio y una introducción. Para nuestro gusto, ha podido omitirse la presentación y el proemio (o derivarlos al final como epílogo o colofón). Y para consumar nuestra desazón está el sello editorial del Congreso de la res pública. Realmente, el solo pensar que quienes “habitan” ese edificio (iba a decir adefesio) son la antípoda de César Vallejo (en todos los sentidos; incluido, por cierto, el presentador del libro y presidente del antro) me pone los pelos de punta. Y el hecho me llevó a pergeñar este breve “testamento ológrafo” (a la manera de Sebastián Salazar Bondy):

Si algo pudiera pedir
Ya para después de muerto:
Es que ni un libro de mí
Lo patrocine el Congreso.

Y lo más lapidario de esta aceptación editorial es que en el mismo libro se dice lo siguiente: “El Congreso era la sede del entendimiento y la repartija entre los líderes de un bando y otro. El gobierno podía llegar allí a fáciles acuerdos secretos con los líderes de la oposición. A los dueños del país y a los empresarios extranjeros les bastaba con negociar, (sic) o comprarse a los parlamentarios”. Es decir, ¿supone el autor que las cosas han cambiado hogaño?; ¿por qué no sigue el ejemplo (honrando el apellido) de quien él mismo llama –líneas más adelante– “el maestro del anarquismo, Manuel González Prada”, y de quien dice que “renunció al círculo político que él mismo había creado cuando aquel se enredó en las componendas parlamentarias.”? (p. 211). Ejemplo éste que es reiterado en las pp. 262-263: en palabras premonitorias de Antenor Orrego, cuando le dice a Haya de la Torre: “Terminarás como Manuel González Prada, que organizó un partido y tuvo que renunciar a él. Lo hizo porque sus compañeros lo utilizaban como una herramienta para llegar al Congreso.” Y, por supuesto, no se equivocó Orrego en lo que respecta a los compañeros de Haya, pero no en lo referente a éste, ya que ni renunció ni cuestionó a sus discípulos su afición por el Congreso sino que, más bien, les incentivó el gusto convenciéndolos de que ‘el Parlamento es el primer poder del Estado’. Y, más adelante, insiste Orrego: “Ya te lo digo, los políticos se harán dueños de tu partido. Si no es durante tu vida, será después y borrarán uno a uno tus principios. Los irán mediatizando hasta hacerlos desaparecer. La revolución no existirá para ellos, sino el Parlamento y los gozos del poder.” Con esas requisitorias esgrimidas por el narrador es por demás inconsecuente que el autor admita sea editada su novela por esa institución despreciable y, lo que es más decisivo, despreciada por el protagonista de la misma.

Pasando a los errores textuales en sí, una vez más nos encontramos con las ya casi proverbiales fallas de construcción. Y, para colmo, otra vez figura en los créditos el nombre del corrector, Jorge Coaguila que, al parecer, trabaja para todas las editoriales (pues en una crítica precedente a ésta lo encontramos figurando también en esa novela criticada de otra editorial), pero con tan poco profesionalismo que, en realidad, da vergüenza ajena. Pareciera que su presencia como corrector es sólo nominal, y no hace honor al mérito. Vamos, a continuación (sin ser exhaustivos), a consignar algunos errores (poniendo entre paréntesis lo cuestionado -sic- o lo que debió decir):

“Cuando hablo de nosotros, me refiero al (a) Trilce, una agrupación literaria que se formó ese año.” (p. 27)

“Pocos artistas he conocido después que (se) parecieran a mis amigos en su generosidad y en su desmesura.” (Id.)

“Fue también quien lo (le) dio un techo…” (p. 30)

“Con la que (sic) cantidad de cielos que recorre…” (p. 51)

“Aquí dice que entró a las (sic) ayer a las seis de la tarde.” (p. 93)

“Esos que proclaman que la educación deber (debe) de ser gratuita.” (164)

“Saluden a la señorita. Preséntese (preséntense) como caballeros.” (p. 293)

“Vallejo soñó muchas veces en (con) el búfalo parado…” (301)

“Vallejo y su amigo (…) eran excelente (s) bailarines.” (343)

Aunque no todos los errores pasan al débito del corrector. Algunos hay que sumarlos al del autor. Por ejemplo, en el primer capítulo nos dice que Vallejo es amenazado con una comba. En la p. 36 se lee: “¿Sabes lo que es esto? Es una comba…”; pero, después, la comba se convierte en martillo: “-¡Levántate, muerto! –insistía el tipo del martillo…” (p. 38), y ahí mismo dice: “Se escucharon martillazos y más gritos”, para –otra vez volver a hablarse de comba: “El matón de la comba…”, p. 39.

Y paro de contar o, mejor, de criticar.



[1] Eduardo González Viaña, Vallejo en los infiernos, Lima, Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2009.

martes, noviembre 23, 2010

Confesiones de Tamara Fiol, ¿un novelón indigesto?


Julio Carmona

Introducción

Miguel Gutiérrez escribió en su libro de ensayos La invención novelesca lo siguiente: “En general, los amigos –me refiero a los amigos del gremio– no se sienten felices cuando tú publicas. Cuando publiqué Hombres de caminos me sentí como ante un Tribunal. Con el dedo acusador uno de los amigos me dijo: ‘¡Has imitado a Faulkner!’. Otro: ‘Lástima. El tema del bandolerismo daba para una novela mayor’. Un tercero: ‘¡Qué descuidado eres con el lenguaje, Miguel!’.” (p. 159).

Y nos atrevemos a decir que a Miguel Gutiérrez las opiniones de sus amigos ‘le llegan (para usar un eufemismo) a la punta del pájaro’, pues quien lo entrevista –ficticiamente– pregunta:

–Y tú, ¿cómo te sentiste?
- ¿Quieres que te sea franco?
–Sabes que puedes confiar en mí.
–Sentí una erección formidable. (Ibíd.)

Pero, después de leída la novela que aquí nos ocupa, Confesiones de Tamara Fiol (CTF)[1], creemos que Miguel Gutiérrez (MG, en adelante) debería deponer ese prejuicio que tiene respecto de “los amigos del gremio”, cuyas opiniones no necesariamente han de responder a oscuros resquemores o aviesas envidias, porque hasta dos de esas ‘opiniones de sus amigos’ a las que alude le son aplicables a CTF: ‘el descuido del lenguaje’ y ‘las limitaciones de la novela’.

Por lo que respecta al ‘descuido del lenguaje’, aquí sólo expondremos algunos ejemplos, como muestrario de evidentes errores, que difícilmente pueden anularse con el expediente de la “erección formidable”, ni con echarle la culpa al encargado de la corrección (Jorge Coaguila, quien figura como tal en los créditos editoriales, pues él –en todo caso– es corrector y no productor de errores). Pero, sin exagerar, se puede decir que son raras las páginas en las que no haya algún error (los márgenes del ejemplar que he manejado están saturados de notas y observaciones que ameritarían un artículo especial para explicarlas).

Y sobre ‘las limitaciones de la novela’, MG debería reconocer que es derecho de cualquier lector crítico opinar que ‘pudo dar para una novela mayor’. Pero si, ante este tipo de opiniones el autor se la va a pasar despotricando en ensayos posteriores, lo que se ha de entender de ello es que hay una cierta intolerancia a la crítica adversa y que, en todo caso, se quiere sólo una crítica complaciente, o que se está ninguneando a los opinantes o, por último, que todo ello responde a una piconada monda y lironda. Y de esa manera MG no hace sino contradecir lo que él mismo hizo respecto de Mario Vargas Llosa, cuando censuró el fin que da a uno de los personajes (Galileo Gall) de La guerra del fin del mundo, y dijo: “Con eso, me parece a mí, Vargas Llosa cerró la posibilidad de un desarrollo mayor de esa novela, como reflexión histórica”[2], o sea que sí se puede decir de una novela que “pudo dar para mayor” (aunque el autor considere que a él no le dio la gana de hacerlo así).

Y el hecho de que nosotros aquí creamos que el tema de CTF ‘daba para más’ explica el título de este comentario: “Confesiones de Tamara Fiol, ¿un novelón indigesto?” Aunque –es necesario aclararlo– la frase del interrogante la hemos tomado de la propia novela; en la p. 209, el narrador es recriminado por un interlocutor, de la siguiente manera: “Vamos, Morgan, déjate de cabronadas novelísticas. Lo tuyo es la crónica periodística. Convéncete. Y por lo que me cuentas de esa mina vas a terminar escribiendo un novelón indigesto.” (Cursiva nuestra).

Como se sabe, el novelista tiene libertades y licencias que le permiten transgredir el orden –y hasta la lógica– de la realidad.[3] Aunque esa libertad –también es preciso puntualizarlo–, como toda libertad, tiene sus límites, pues de lo contrario el escritor se convertiría en un iconoclasta antojadizo o un autócrata irredento. Y de ninguna manera creemos que sea ése el caso de nuestro gran amigo, y mejor novelista, Miguel Gutiérrez.

Obviamente, la condición amical que nos une a Miguel no nos inhibe sino, por el contrario, nos obliga a decir nuestra opinión de modestos lectores; modestia que –creemos– no ha de constituir un demérito de las observaciones que, desde una posición ideológica definida, nos sentimos llamados a hacer a cualquier obra frente a la cual tengamos algo qué decir. Porque nosotros creemos que no sólo los “críticos profesionales” tienen derecho a opinar; esto es algo inherente a todo lector. Opiniones que, por más limitadas o elementales o sesgadas que parezcan, son atendibles, si es que –como es nuestro caso– no buscan enervar la calidad narrativa del autor.

Desarrollo de las Confesiones

Y es pertinente señalar desde el principio que CTF viene a ratificar las virtudes narrativas de su autor, su dominio de la estructura novelística en sí, su capacidad de construir personajes humanos, no maniqueos, su habilidad para dosificar el suspenso y esconder los datos que, finalmente, iluminarán la sorpresa que el lector descubre como eficiente para la conclusión del relato, etc. Todo ello es insuperable en el trabajo artístico de MG. Pero esto, también hay que decirlo, gravita en el aspecto formal de la obra. Y bien se sabe que la obra no es sólo su aparato formal. También es portadora de un contenido, de una historia reflejada por los personajes que, quiérase o no, asimismo reflejan una determinada ideología, de la cual el autor –por más objetivo que se proponga ser– es, sin duda, responsable.

Y esa responsabilidad es relevada –como decisiva para el logro definitivo de la novela– por el mismo MG como teórico de la novela, en ensayos y entrevistas y hasta en artículos literarios. Por ejemplo, él dice que, a través de sus personajes, trata de “explorar el impacto de la historia, sobre todo cuando la historia está ligada a grandes acontecimientos, en la formación y transformación de una determinada conciencia” (“La novela del agravio”, Ibíd.) Y CTF trata de un acontecimiento trascendental: la guerra interna en el Perú de los ochenta. Un acontecimiento que, antes de ser tratado artísticamente de manera directa por MG –como en este caso de CTF– ya había sido abordado por él en su papel de crítico o estudioso literario[4], además de los trabajos artísticos precursores del tema que son sus dos importantes novelas: Hombres de caminos y La violencia del tiempo –como él mismo lo reconoce[5]–, novelas en las que apuesta por un nivel artístico que vaya “más allá de la visión que la novela proponga sobre este suceso histórico que ensangrentó el país y estremeció la conciencia de los peruanos” (Quehacer N° 132, p. 37), es decir, que la bondad artística no debe verse menoscabada por la propuesta ideológica que subyace en la novela, pero que tampoco ésta se vea clausurada por aquélla.

La novela de que aquí nos ocupamos había sido anunciada en varias ocasiones por su autor. Sin temor a equivocarnos, creemos que ya en el texto antes aludido “Épica y terror: un argumento de novela” (Quehacer N° 132-2001) se la insinuó. Dice ahí MG: “… otra idea más desatinada empezó a cautivarme: SL, acusado de impulsar una línea demasiado dura, necesita contar con una imagen femenina que sea como el rostro romántico de la organización senderista” (p. 47). Debo confesar que yo esperaba con gran expectativa la aparición de CTF, porque quería ver corroborada mi sospecha de que Tamara Fiol era la imagen femenina que constituiría ese rostro romántico, y, asimismo, ver si se lograba plasmar el principio, antes enunciado, del valor artístico dando forma a la propuesta ideológica o, para decirlo con palabras del mismo MG: ‘un suficiente nivel artístico (…) que tenga como trasfondo el clima creado por la guerra senderista’ (Quehacer, Ibíd., p. 37).

Desactivando el epígrafe

Vayamos por partes. Después de la dedicatoria de CTF se pasa a la página del epígrafe que vemos como un anuncio de “campo minado”, y nos vemos obligados a desactivar esa mina que es el epígrafe aludido:

Digamos que ganaste la carrera
y que el premio
era otra carrera
que no bebiste el vino de la victoria
sino tu propia sal
que jamás escuchaste vítores
sino ladridos de perros
y que tu sombra
tu propia sombra
fue tu única
y desleal competidora.

Blanca Varela

Digamos, en principio, que el epígrafe es elección del autor (no del narrador, en tanto éste es otro personaje –también inventado por el autor– para que narre la historia de la novela). Y si, como en este caso, en ese epígrafe se reflejan aspectos relacionados con una determinada concepción del mundo, es obvio que es el autor quien los está proponiendo como atendibles, sin que de esto se pase a identificar las ideologías del autor del epígrafe y del autor de la novela.

Salvo declaración expresa en contrario, se hace una cita (se elige un epígrafe) porque se acepta su pertinencia. En el caso de CTF, la autora del epígrafe es la poeta Blanca Varela, quien siempre ha estado adscrita al canon de la poesía pura. Esto lo confirma el mismo MG cuando dice: “Blanca Varela, que luego de su vinculación con el grupo que se reúne en torno a ‘Las moradas’, vive la experiencia cosmopolita de París con Julio Cortázar y Octavio Paz y los existencialistas franceses, confiesa tener entre sus poetas preferidos a T.S. Eliot.” (La generación del cincuenta, p. 67).

Esa experiencia cosmopolita, existencialista, purista, apuesta por una visión pesimista, desencantada, escéptica, de la realidad; es más, para esa concepción el optimismo es una actitud digna de desconfianza. Y, leído el epígrafe, no se puede menos que percibir esas notas características del escepticismo, el pesimismo y el desencanto, en una palabra: el abismo (el callejón sin salida, el túnel hermético).

Todo ello saturado incluso con cierto humor corrosivo: “Digamos que ganaste la carrera / y que el premio / era otra carrera” (…) “que tu sombra / tu propia sombra / fue tu única / y desleal competidora”. Pero es una ironía que no redime del fracaso, porque si bien es cierto la lucha por algo (como todo en la vida) siempre tiene un lado positivo, aunque sea el hecho mismo de haber intentado cruzar el río, que –en sí– constituye alcanzar una meta: el haber vencido el propio miedo; sin embargo, no significa haber logrado la victoria; en tanto el objetivo final no se alcanzó. Entonces, el resultado no es una ‘victoria dulce’ sino ‘amarga’, y es así que la voz lírica, en segunda persona, dice: “que no bebiste el vino de la victoria / sino tu propia sal / que jamás escuchaste vítores / sino ladridos de perros”.

De lo dicho se colige que MG está admitiendo como válida esa manera de ver el mundo. Y, en la medida que CTF es la ficción que –en un artículo– MG se planteaba realizar, decía: "una ficción que no sea ni apología ni condena ni gratuito entretenimiento, sino una exploración honrada sobre un proceso tan complejo e intimidante, que dista de haberse cerrado, como nos los (sic) recordaron cruelmente las pavorosas imágenes de los atentados de Nueva York y Washington” (Quehacer N° 132, p. 40), se debe reconocer que, en efecto, MG acertó al elegir el epígrafe. Es decir, es aplicable a la acción armada de Sendero Luminoso. Pero –cuidado– obsérvese que no lo está haciendo desde la perspectiva de la revolución, sino desde su propia decepción de ella. Y, en tal sentido, cabe preguntar: ¿MG está proponiendo que cualquier intento similar, que asuma la lucha armada como táctica para conquistar el poder por parte de las clases explotadas, siempre conducirá al fracaso? ¿Estamos condenados a asumir esa visión del pesimismo pequeñoburgués, que muy bien sintetizó Julio Ramón Ribeyro en la siguiente expresión: La tentación del fracaso?

Pero ¿es CTF una “exploración honrada” del conflicto?

Aunque esta debiera ser una conclusión a dilucidar al final, podemos empezar por ella, pues es el resultado que confirma o justifica el título de este trabajo. Y la respuesta la da el mismo narrador, Morgan Escott Batres (un periodista extranjero, corresponsal de guerra), quien dice lo siguiente: “… aunque mi trabajo resultara un golpe a mi economía, yo no pararía hasta terminar esta historia que, a medida que he ido investigando y recogiendo testimonios más que de la guerra, trata de la pasión amorosa de una luchadora y mujer de moral superior que sucumbe al poder erótico de un sujeto repulsivo como fue Raúl Arancibia.” (p. 221).

Y es así, en efecto: la novela CTF desmiente aquel anuncio del autor de que se proponía escribir una historia ‘que tenga como trasfondo el clima creado por la guerra senderista’, pues ésta –la guerra senderista– no aparece por ningún lado, y ni siquiera trata de una mujer senderista, sino de una mujer cuya condición de luchadora (resaltada por el narrador) no se llega a mostrar ni a demostrar, y cuya “moral superior” igualmente no se muestra ni se demuestra (sino todo lo contrario). Además, del texto mismo se desprende que Morgan no viene a documentar la guerra subversiva, sino a realizar dos reportajes, uno a las “Mujeres de Sendero” (que no es lo mismo que aquello, máxime si a quienes entrevista es a las senderistas prisioneras, y no a las militantes en actividad) y el otro reportaje o entrevista es a Tamara Fiol. Y se nota que estos dos asuntos lo apasionan más que la situación explosiva que se está desarrollando frente a sus ojos y sus oídos; un reportero de guerra muy sui generis que, por lo demás, no proyecta una figura edificante pues se solaza en sus aficiones de marihuanero[6], fumador empedernido, gran bebedor de cerveza y más preocupado por hacer el amor con una colega periodista, Muriel Tipiani, a la que igualmente cholea: “Muriel es una chica atractiva y recia (del tipo que he oído que aquí llaman cholo), de pechos breves y de curvas espectaculares.” (p. 56).

Este narrador, pues, no se iba a medir en repetir sin mesura todas las expresiones racistas que embadurnan la novela. Y de este exceso no puede exonerarse al autor, porque él ha podido poner una figura de contrapeso que hubiera exaltado los valores y perfiles positivos de las razas vilipendiadas: cholos, indígenas, serranos, negros, zambos, que son la inmensa mayoría de la población peruana, que ni siquiera figuran como masa o conglomerado anónimo, a manera de telón de fondo, porque sus presencias son esporádicas y de nominación puntual o particular.

Y, contrariamente a lo esperado, hay explícito un cierto pesar por la penuria de los “señores blancos” de Ayacucho, como cuando TF cuenta de un personaje que compró una casona a uno de esos señores y manifestó haberse sentido “una especie de estafador que se aprovechaba del hambre que venían padeciendo estos señores desde hacía muchísimos años, pues los únicos capitales que tenían eran sus antiguos solares y sus hijas, a quienes casaban con los catedráticos cholos[7] que habían llegado a Huamanga desde la reapertura de la Universidad de San Cristóbal” (28).[8] Y, como juego de espejos, la misma TF sin conocer directamente a Cucho Canessa, lo describe como un “muchacho alto, atlético, blanco, castaño, guapo, buen basquetbolista y destacaba en matemáticas e historia” (p. 272), y cuando se entera de su asesinato siendo ya “Director del Servicio de Inteligencia de la Marina de Guerra, por terroristas presuntamente de Sendero Luminoso” (p. 347), sentirá conmiseración por él pese a que ella sólo lo conoce por las referencias que le da Raúl Arancibia –una especie de rival de Canessa, desde la niñez– en las que es rememorado como “un chico apuesto, lindo carismático, inteligente y solidario con sus compañeros, virtudes de las cuales Raúl Arancibia hacía escarnio” (p. 345). Son todas éstas remembranzas que hace TF, pero ella no manifiesta su rechazo cuando el mismo Arancibia le contaba que, en esa misma infancia, añoraba a un supuesto hermano que había sido robado por los gitanos, y de quien decía que “tenía la piel blanca, el pelo dorado, los ojos azules”, y con quien “trazaban los planes para dirigir la pandilla y hacer la guerra y derrotar y dominar a los cholos y negros del otro lado del río” (p. 158).

Todas las expresiones racistas que saturan la novela son, pues, en gran parte, asumidas o consentidas por la protagonista Tamara Fiol. Y conste que ella no es blanca. Es descendiente de italiano y de negra, ella dice: “Pero ni hablar, mi abuela, Belén Goyeneche, con su lejana gota de sangre negra, era una verdadera belleza” (288). Pero ¿por qué no fue, por lo menos la abuela, simplemente negra, y TF también sólo serrana y no descendiente de italiano, si la mayor parte de las senderistas de base lo era, a mucho orgullo? Pero no, el narrador –elegido por el autor– elige –a su vez– como personaje principal de su preocupación documental a esta supuesta luchadora social de una trayectoria muy sinuosa y –como la de él mismo– nada edificante, aunque, al parecer, con cierto carisma para su entorno. Veamos una auto semblanza de TF:

Y mientras Pepito Corso cortaba la carne y me daba de comer en la boca, toda sonrisas, yo me dedicaba a observar a cada uno de mis amigos. ¿Con cuántos de ellos me había acostado? O mejor. ¿Con cuántos no me había acostado? (p. 144).

Con ese auto-reconocimiento de su promiscuidad, difícilmente se puede admitir que sea válido considerarla como una “mujer de moral superior”, y cuya dipsomanía pone en entredicho la condición de luchadora que le atribuye el narrador, pues del texto mismo se desprende que más tiempo le dedica a la bohemia que al estudio o a la lucha, no digamos social sino ni siquiera estudiantil. Y esto es ratificado por ella misma; dice:

En los dos últimos años” (previos a conocer a Raúl Arancibia) “me había acostumbrado a ver el turbio amanecer limeño desde la terraza del Zela o de cualquier otra cantina (p. 287).

Esta declaración también desmiente lo aseverado por el narrador: que sucumbió “al poder erótico de un sujeto repulsivo como fue Raúl Arancibia”, porque la promiscuidad y la dipsomanía las practicaba antes de relacionarse con él. Dice TF:

"Una parte de mis amigos (la mayoría)" [craso error: tanto ‘una parte’ como ‘la mayoría’, por partida doble, son expresiones de número singular, pero el verbo va en plural] “eran de letras, humanidades y artes y la otra parte eran mis compañeros” [también aquí hay una mala construcción] “de lucha (¿) en la Federación y la Juventud, con quienes evité tener relaciones eróticas (por supuesto, alguna vez lo hice, debo confesar, con un irresistible impulso transgresor, como un acto profanador a las supuestas virtudes proletarias).” (¿) “En mis noches de vagabunda bohemia me pasaba a la cama del buen amigo que me había dado posada, no porque sintiese que se lo debía (por lo menos no sólo por eso), sino porque en esas altas madrugadas sentía la necesidad de protección y calor humano…” (p. 144).

Y aquí hay otra atingencia que hacer, pues esa expectativa de ver a “la imagen romántica de la mujer senderista” (anunciada con antelación por el mismo autor) deviene frustración, porque la protagonista, finalmente, se sabrá que no pertenece a Sendero Luminoso ni se demuestra que sea una luchadora política cabal. Pero se tiene que convenir que MG sí ha edificado con TF el “personaje femenino romántico” que vislumbró al idear la novela de Qymper (novela ésta que, se supone, sigue en preparación, con un protagonista también de apellido extranjero: ¿por qué no fue Quispe?). Con todo, TF sí resulta ser un personaje romántico, pero dotado de un romanticismo baudelairiano, es decir, libertino, y ni siquiera liberal a lo Rimbaud, o, del tipo byroniano, heroico ni, por supuesto, revolucionario a lo Aurora Dupin, quien es citada por Marx con esta frase deslumbrante con que culmina su Miseria de la filosofía: “El combate o la muerte: la lucha sanguinaria o la nada. Así es como se halla expuesta invenciblemente la cuestión.” (George Sand).

La saturación de la novela con expresiones racistas, aunque responda a la buena intención del novelista de ser fiel a la realidad (o porque ha tratado de contradecir “ese racismo hipócrita tan propio del Perú”, p. 318, y ha preferido describir un racismo desembozado), no deja de atosigar, aun cuando sean expresadas por personajes de mentalidad obtusa en algunos casos o en el lamentable de la protagonista, por ello consideramos que resulta ser un lastre que se va sumando a los ingredientes de lo indigesto; pero ello –como ya hemos dicho– pudo ser sopesado con la inclusión de otro u otros personajes que esgrimieran una concepción contraria; y al no ocurrir esto, ese aspecto de utilización excesiva de términos racistas hace que la novela se incline muy riesgosamente hacia una connotación naturalista. Veamos algunas muestras de ese racismo.

Raúl Arancibia, el personaje oscuro, traidor y reaccionario, se regodea recordando que su padre y su abuelo sentenciaban “que las dos cosas peores en el Perú era ser pobre de remate y llevar en la sangre la mancha indígena” (162), y que aun el padre le dijera: “(a las cholas y a las negras úsalas para tu solaz, que para eso son riquísimas),” (163). Inclusive llega a incluir en ese muestrario de “choleadas” a César Vallejo, destacando sólo su imagen de bohemio y mencionando un apodo irrelevante. Se dice de él: “¿Cómo se jamoneaba papá Adrián hablando del Cholo Vallejo, de Korroskoso como lo llamaban dentro del grupo. Afirmaba que el Cholo tenía una piel cetrina, oscura y su rostro de piedra parecía haber sido esculpido a punto (sic) de martillazos.” (164). Cabe precisar que de las dos expresiones “Cholo” la primera va en cursiva en el original. Por lo que respecta al “rostro de piedra” no ha debido decirse que “parecía haber sido esculpido a punto” sino ‘a punta’ “de martillazos”, como sí lo escribe, correctamente, en la p. 170: “faltaban algunos años para que Ramón Mercader, por orden de Stalin, asesinara a punta de hachazos a Trostky (sic).”

Y he aquí que se da la ‘situación política límite’ a que ya hemos hecho referencia. Es decir, esa aseveración de que fue Stalin quien dio la orden de matar a Trotski es algo que la historia no ha comprobado, y que sólo los trotskistas y el imperialismo se encargan de promocionar hasta el cansancio. Y en CTF la satanización de Stalin es profusa, sin que exista ese contrapeso alertado. Sólo en una oportunidad, Raúl Arancibia, afirma haber sido él quien se atrevió a contradecir los ataques a Stalin y dice que eso le costó “su expulsión de las filas del trotskismo.”

Sin duda –comentó él– el pacto nazi-soviético fue una movida arriesgadísima, antinatural, maquiavélica, cínica, sangrienta, genocida, y todo lo que ustedes quieran, de Stalin, pero ¿no creían que con ello desbarató los planes de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, que querían empujar a Hitler contra la Unión Soviética, cuando ésta todavía estaba desarmada? En cambio con el Pacto, Stalin ganó tiempo, un tiempo precioso, de vida o muerte, mientras desarrollaba su industria pesada de guerra, con cuyos tanques y artillería recién salidos de las fábricas, el Ejército rojo en Stalingrado hizo morder el polvo de la derrota al ejército hitlerista y salvó a Occidente y a la humanidad entera de la barbarie nazi. Hubo un silencio prolongado, denso, espeso, que Arancibia dijo que casi se podía cortar con un cuchillo. ‘¡Así que teníamos entre nosotros a un agente del estalinismo!’, rompió el silencio Martorell, un catalán exaltado, al que siguió Ludovico Ñaupari: ‘¡Estalinista miserable! ¡Te voy a estrangular!’.” (p. 296).

Obsérvese que la intervención de Arancibia, “favorable a Stalin”, se da en un caso de política internacional, con una previa y adversa adjetivación que casi minimiza el encomio; pero no se dice nada respecto de las densas y exageradas menciones negativas y criminalización de sus actos y/o decisiones internos. Y esta es una situación que se da en una novela cuyo contexto tiene como principal protagonista (aunque en ausencia) a Sendero Luminoso que contaba entre sus paradigmas ideológicos, precisamente, a Stalin. Y esto último no se deja entrever en ningún momento. Y, más bien, la figura de Trotski, también profusamente señalada, resulta puesta de relieve, incluso desde la perspectiva estética de sus escritos. Veamos:

“Al día siguiente [de la expulsión de Arancibia], compró de segunda mano Cuestiones del leninismo [de Stalin], de la Editorial Claridad. Leyó al azar una página y se dijo que Israel Riofrío tenía razón cuando afirmaba que quien hubiese conocido la prosa brillante de Trotski no podía soportar el estilo clerical, de catecismo, de Stalin. Y era verdad, corazón [interviene TF dirigiéndose a Morgan], le pareció un libro elemental, escolástico, indigno de una inteligencia cultivada, pero que tenía la virtud de la sencillez, de llegar a las masas, señalándoles de manera indudable el camino que tenían que seguir.” (Ibíd.)

Y la intervención de TF es desconcertante porque, en principio, da la impresión de que su expresión “era verdad, corazón”, tiene que ver con la situación de Arancibia, pero lo que se saca en claro es que está coincidiendo con lo por él aseverado acerca del libro de Stalin: “elemental, escolástico, indigno de una inteligencia cultivada”. Sin percatarse que Trostski con esa supuesta “bondad estética” nunca logró hacer lo que Stalin: ser junto a Lenin en la revolución rusa, lo que Marx y Engels son para el comunismo internacional: dos pensamientos complementarios.

Y lo sorprendente es que de esa confrontación de dos estilos contrapuestos (el estético y el pragmático) el primero resulta favorecido en la valoración, coincidiendo con el mismo criterio que MG deja traslucir en sus últimos ensayos. Inclusive esa admisión de los “crímenes de Stalin” es asumida –sin restricciones– por MG en El pacto con el diablo, ahí dice: “… se publicaron algunos libros memorables como La derrota de Fadeiev (que escribió antes de convertirse en burócrata, lo cual lo llevó al suicidio después de la muerte de Stalin) y sobre todo Caballería roja, de Isaac Bábel (años después sería asesinado en una de las purgas estalinistas)…” (pp. 363-364). Y la inclinación esteticista con desmedro de la tendencia opuesta, realista, se pone de manifiesto en la misma CTF. Mientras en las pp. 379 y 380 se destacan los valores artísticos de un libro de Varga llosa, el narrador dice:

“De Vargas Llosa me recomendaron leer Historia de Mayta. Es un libro que detesta Muriel (como lo detesta, según he sabido, toda la izquierda peruana), pues según ella, a través de Mayta, el protagonista del libro (presentado como un homosexual irredento), se difama y degrada a los combatientes sociales y revolucionarios del Perú. A mí me pareció una novela eficaz por su composición y Mayta, más allá de su condición de militante trotskista, es un personaje literario logrado que me inspiró no exactamente simpatía pero sí piedad humana”,

en la p. 407 refiriéndose a la presentación de un libro de poesía social se relata la siguiente situación: dice el personaje Arancibia que en el Palermo (legendario bar de la Colmena) se presentaba un libro de poesía social. “Poesía de combate, de emergencia. Recordé esos versos del bueno de Juan Gonzalo: ‘Al paredón, al paredón / mi propio corazón si se pasa al enemigo’.” Pero en seguida viene el contraste. Dice: “Luego de presentado el engendro”, es decir, el libro de poesía social (tipo la de Juan Gonzalo Rose) era “un engendro”, y bien se sabe que esta expresión es peyorativa, es decir, alude a una obra intelectual o artística mal concebida. (Cursivas nuestras).

No ha de perderse de vista, por otro lado, que Juan Gonzalo Rose, junto con Gustavo Valcárcel, Manuel Scorza y otros, fue también integrante del grupo de poetas apristas llamados los Poetas del Pueblo. Y así como hemos visto arriba que se ha lanzado esa pulla contra la poesía social, también estos poetas son tratados con una ironía insultante, que se va preparando con el siguiente dato: “… el hermano Matías había sacado sus castañuelas y comenzó a cantar el himno Cara al Sol en reconocimiento del salvador de la España eterna, generalísimo Francisco Franco.” (p. 266), y ahí mismo dirá: “… toda la atención de Raúl Arancibia había estado puesta en el manejo de las castañuelas que acompañaban las inflexiones de voz y los sinuosos gestos del hermano Matías.” Evidentemente es caricaturesco ver a alguien cantando un himno acompañándose de castañuelas. Pero, todavía en la p. 268, cuando se acabó la euforia fascista, se dice que: “Desde entonces, había recordado Arancibia, en el colegio se dejaron de hacer misas en honor del generalísimo Franco y desapareció el retrato de Mussolini que el padre Guido tenía en la dirección, ah, y había recordado con nostalgia el niño que todavía habitaba en Arancibia, pero ningún hermano sustituyó al hermano Matías y sus castañuelas.” Y es aquí que, ya preparado el lector con esta caricatura de las castañuelas y el himno fascista, se suelta la siguiente escena:

“Había recordado que una vez llegaron a Piura los llamados ‘poetas del pueblo’ y dieron un recital en el teatro municipal. Escuchándolos, Raúl Arancibia se había acordado de las castañuelas del hermano Matías, pero el cascabeleo había dejado de fastidiarle el oído cuando uno de los poetas de nombre Enrique (sic) Garrido Malaver leyó un poema que se llama ‘La piedra absoluta’, que no lo había aburrido ni dejado indiferente.” (p. 270).

Es decir, hay una ostensible sátira en contra de la poesía social. Mientras que el poema a que alude favorablemente de Julio Garrido Malaver está inserto dentro de lo que se conoce como poesía pura. Y esta sátira fuera intrascendente, pues se debe achacar a los gustos aburguesados del personaje; pero lo preocupante es que resulta coincidente con otras apreciaciones de MG en, por ejemplo, El pacto con el diablo, en donde resalta los valores formales del mismo Vargas Llosa, disculpando incluso sus ideas retrógradas; dice ahí: “En cuanto a mí, creo que Vargas Llosa es un gran novelista y un ensayista notable, irritante muchas veces por las ideas que defiende, pero siempre deleitable por su escritura.” (p. 15).

Son apreciaciones esteticistas o favorables a los “buenos escritores del campo enemigo”, mientras que a los escritores del campo popular no les perdona no sólo lo que para él son limitaciones formales, sino tampoco las ideas que defienden, y dice que: “… en su conjunto, la poesía social de Romualdo, como la del primer Rose, la de Scorza, la de Valcárcel, sin contar la de los epígonos, resulta (…) insuficiente, limitada, no en su plasmación (acaso algo elemental) sino en su misma concepción poética (…) En cualquier forma se trata de una poesía poco dialéctica, demasiado pasional y tal vez candorosa…” (op. cit. p. 98), y llega a justificar esta apreciación indicando que “… pasar por alto tales deficiencias revelaría una actitud patriarcal, de condescendencia, no de relaciones de igualdad.” (La generación del 50, p. 99). Y no. La actitud patriarcal no se elimina tratándolos a todos como iguales, conciliando a los contrarios, sino actuando dialécticamente, vale decir: marcando sus diferencias a nivel de concepción del mundo y de ubicación en el mundo, juzgándolos en su época, que es conocer su circunstancia y reconocer su militancia política y poética.

Pero volviendo a la novela, en la p. 11, el narrador menciona, por primera vez, el reportaje a “Las mujeres de Sendero”, reportaje que sirve para hacer que intervengan dichas mujeres, mas no en el momento mismo de la entrevista, sino en el recuerdo de la misma, y menos en su accionar político. El reportaje actuante es el segundo, que lleva a cabo con Tamara Fiol. En la p. 13 vuelve a mencionar el tema del reportaje a las mujeres de Sendero. Y lo mismo ocurre en las pp. 16 y 17, y en esta última dice: “Le confesé a Tamara que, sin embargo, en lo más íntimo, me sentía insatisfecho. Molesto conmigo mismo porque no había podido atravesar el blindaje ideológico de esas mujeres austeras y temibles.” Si esa descripción de las mujeres de SL se ajusta a la realidad, y es algo que en reiteradas oportunidades lo dice el narrador y otros personajes, entonces ¿por qué él se echa la culpa por no ‘haber podido penetrar en su personalidad política’? Con el carácter, así descrito, de ellas, eso no lo habría logrado nadie.

Pero también en la misma página 17 se descubre la intención del novelista que encaja con su intención primigenia de presentar la “otra cara de la medalla”, de una luchadora social distinta a esa imagen dura o hermética de las mujeres de SL, pues es lo mismo que TF le dice al narrador: “Como estoy segura de que te han contado que he sido, que aún soy una luchadora social, quieres escarbar en mi vida para mostrar que las combatientes somos mujeres de carne y hueso. Que tenemos una vida interior compleja y atormentada. Que amamos y odiamos. Que tenemos pasiones terribles”, es decir, una imagen contraria a la estereotipada y hasta maniquea con que se presenta a las mujeres de SL.

Y, en esa perspectiva, se va insinuando sin que quede claro que TF es una luchadora social excepcional (lo que no llega a demostrarse y sólo queda en la calificación hagiográfica, convirtiéndose, pues, el periodista o reportero de guerra en un hagiógrafo, es decir, un biógrafo que resalta en exceso las cualidades y virtudes del biografiado) y, más aún, que pudiera haber tenido una relación –no hecha explícita en la novela– con SL, lo que se llega a convertir en una especie de misterio, que no llega a convencer por la vida –como ya lo destacamos– absolutamente disipada de TF, de quien, desde los veintinueve años que queda inválida, no se llega a mostrar ninguna acción efectivamente resaltante para considerarla una luchadora excepcional, y de los años anteriores al accidente, la mayoría de ellos los pasa de manera disipada y los pocos que pudieran ser considerados como de activista, tampoco se refieren a acciones relevantes en ese sentido, salvo las comunes a muchas activistas universitarias que, como se decía en aquella época, cumplían con su “servicio revolucionario obligatorio”, que no iba más allá de los mítines callejeros o las luchas con los apristas en los conatos de elecciones estudiantiles, acciones en las que muy esporádicamente ocurrían muertes (en una de las cuales a TF se la hace participar como instigadora, y a Quimper como un timorato y desconcertado ejecutor).

Inclusive, esa supuesta imagen de luchadora social es desmentida por la misma TF, quien en reiteradas oportunidades dice, como en la p. 17: “… te equivocas, varón. Has escogido mal. Salvo por el accidente que sufrí y por las operaciones y las terapias de rehabilitación a que me sometí para ponerme de nuevo en pie, nada de verdad importante me ha ocurrido. Entiéndelo, lindo. Un accidente le ocurre a cualquiera.”

Pero el narrador se empeña en demostrar lo contrario, tratando –al parecer– de presentar la imagen contraria del personaje creado por Mario Vargas Llosa: la “niña mala”, de su novela Las travesuras de la niña mala, a quien se opone –a manera de contrapunto– un “niño bueno”. Es decir, tal parece que MG ha querido contraponer a la imagen de una “niña buena” (TF) la de un “niño malo” que vendría a ser Raúl Arancibia, llegando a llamarlo con expresión similar: “Soy el hombre malo que arruinó tu vida” (p. 361). Y esta última apreciación se puede ratificar comparando el final de ambas novelas, que casi es el mismo: TF, la “niña buena” se va a vivir en su casita que le ha dejado –como herencia– el “niño malo”. Del mismo modo, como en la novela de Vargas Llosa, la “niña mala” prácticamente –próxima a morir– también le está dejando una casita al “niño bueno”.

Si lo señalado se enlaza con el trato condescendiente que MG le da a Historia de Mayta, se puede colegir que lo que está buscando es establecer una “amistad difícil” con Vargas Llosa, similar a la que éste tiene con el estado de Israel. Tal es el título de un artículo suyo, “Israel: La amistad difícil”, donde dice que la sionista “es solo una de las caras de Israel. Hay otra, admirable y ejemplar, desdibujada por la primera, pero más permanente y representativa, la de un país democrático (…)”.[9] Y parece, pues, que MG se ha visto tentado de establecer con MV esa “amistad difícil”, haciendo que sus desatinos ideológicos sean minimizados por sus bondades artísticas, y es a partir de esta conversión hedonista de MG (“mi objetivo más anhelado es que los lectores descubran que, en forma conjunta con el maravilloso placer que nos brinda, la lectura de un libro o una novela puede convertirse en una experiencia fundamental en nuestra vida hasta el punto de transformarla.” p. 13), y luego de gozar con la lectura de MV, ha tenido una ‘experiencia fundamental en su vida hasta el punto de transformarla’.



[1] Miguel Gutiérrez, Confesiones de Tamara Fiol, Lima, Alfaguara: Editorial Santillana, 2009.

[2] Abraham Siles Vallejos, “La novela del agravio”, entrevista a M.G., en: Quehacer, N° 77, Lima, mayo-junio, 1992, pp. 106. (Cursiva nuestra).

[3] Una ilustración de esa libertad del novelista la da Arturo Pérez Reverte en El club Dumas. Ahí un personaje le dice a otro –haciendo referencia a Dumas–: “Aquel hombre rezumaba amor al pueblo y a la libertad”, y el otro le responde: “Aunque su respeto por el rigor de los hechos fuese relativo.” Y el primero retruca: “Eso es lo de menos. ¿Sabe qué respondía a quienes le acusaban de violar la Historia?... ‘La violo, es cierto. Pero le hago bellas criaturas’.” Arturo Pérez Reverte, El Club Dumas, Madrid, Santillana, 1999, p. 27.

[4] Cf. Los andes en la novela peruana actual, Lima, Editorial San Marcos, 1999; El pacto con el diablo, Lima, Editorial San Marcos, 2007; “No pudimos descubrir el resplandor del fuego”, en Quehacer N° 39, Lima, febrero-marzo, 1986; “Épica y terror: un argumento de novela”, en Quehacer N° 132, Lima, septiembre-octubre, 2001.

[5] “Tres de mis novelas” (alude a las dos mencionadas y a Babel, el paraíso) “escritas en la década del 80 y principios de los 90 tienen como secreto referente el clima cruento de guerra que vivía el país en esos años.” Quehacer N° 132, p. 38.

[6] “La única vez que abordé este tema, a pedido de Muriel –estábamos en un hueco de Barranco, muy marihuaneados, a la luz de lamparines, pues había un apagón general–…” (p. 53).

[7] Esto lo dice TF. Y es una expresión racista que se repetirá, en varias partes de la novela, usada también por varios personajes, incluido el narrador.

[8] Es de observar que por la época aludida el autor mismo llegó a trabajar de profesor en dicha Universidad.

[9] Vargas Llosa, “Israel: La amistad difícil”, El Comercio, Lima, 13 de Junio de 2010. Esa actitud conciliadora se semeja mucho a la tesis “antiimperialista” de Haya de la Torre: admitir el lado bueno y rechazar el lado malo del imperialismo.