domingo, julio 31, 2011

Juan Bosch o el rescate de lo nuestro-americano

Libro de Juan Bosch


Julio Carmona[1]

En principio, debo hacer la siguiente aclaración: que aun cuando me interesa mucho la narrativa, yo me siento más a gusto en el verso, en la poesía, como “el albatros” de Baudelaire, en el aire. Por eso no les aseguro (porque yo mismo no estoy seguro) que mi interpretación de la cuentística boschiana sea la más cercana a su exacta dimensión. Con todo –como dicen los toreros– allá voy.

Pienso que el tema esencial de lo que voy a decir se sintetiza en esta expresión que puede ser su título: Juan Bosch o el rescate de lo nuestro-americano. La expresión “nuestro-americano” se ha difundido por Internet en oposición a lo “norteamericano”, aunque los norteamericanos no sólo se han apropiado de Norteamérica, sino de toda América, y, así, se hacen llamar “americanos”. Pero yo entiendo que lo nuestro-americano opuesto a lo “norteamericano” no es una oposición maniquea sino de justicia o equidad; como ha dicho alguien, no es que seamos o nos sintamos más ni menos que ellos, ocurre que somos diferentes; lo que falta es que –como decía Brecht– estemos parados a la misma altura para saber quién es más grande.

1
Mi conocimiento de Juan Bosch data de mediados del siglo pasado. Recuerdo que allá por los años de 1965 ó 66 en algunas esquinas de las principales calles del centro de Lima, se ubicaron unos kioscos sui generis en los que se ofrecía una colección de libros en edición popular, bajo la denominación precisa de Populibros. Este proyecto editorial lo dirigía el gran escritor Manuel Scorza. Fue un gol. En muchos hogares de esa época se podía ver, con orgullosa ostentación, la colección creciente de Populibros, con atractivos títulos, de poca difusión y difícil acceso, pero cuya obtención tanto se ambicionaba.

Obviamente, esto ocurrió en mi hogar. Por entonces ya había adquirido yo el virus de la endemia literaria, y leía cuanto podía adquirir. La biblioteca de Populibros cumplió una función decisiva en esa afición o sed y hambre lectores. Entre esos importantes títulos figuraba uno: Trujillo: causas de una dictadura sin ejemplo, de Juan Bosch. De este autor, siempre creí que se trataba de un historiador o de un político. Pero lo novedoso era que ese texto no tenía la aridez o escueta presentación de los hechos que en este tipo de trabajos se suele dar, sino que presentaba los datos históricos con un atractivo dominio de la narración literaria. Unos años después, estudiando ya literaturas hispánicas en San Marcos me enteré que se trataba de un importante narrador de Nuestra América. Y pude leer, en antologías, dos de sus más difundidos cuentos: “La mujer” y “Dos pesos de agua”, que me hicieron pensar que se trataba sin lugar a dudas de un singular narrador. Pero recién ahora que, gracias a la Embajada de la República Dominicana, he tenido acceso a la mayoría de sus cuentos reunidos en dos títulos: Cuentos escritos antes del exilio (24), y Cuentos escritos en el exilio (12), puedo decir que mi primera impresión no sólo se ha ratificado sino que se ha ampliado, hasta considerar que los estudios literarios de nuestra América han sido injustos con él, considerándolo sólo como un representante de su país de la tendencia ruralista y/o indigenista: porque, realmente, se trata no sólo de un maestro del cuento, sino de un representante egregio de nuestro realismo literario, del realismo de Nuestra América.

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Antes de entrar de lleno en la obra de nuestro autor, quiero hacer unas precisiones de carácter general (que seguro se complementan con lo que dirá nuestro entrañable amigo: Roberto Reyes). Digamos –con Wolfgang Kayser– que la estructura narrativa está conformada por “tres elementos creadores de mundo” que son: los actores o personajes, el escenario o espacio y el acontecimiento o historia, son las tres grandes dimensiones de la narración. Las tres se dan unidas. Aunque con el predominio de una, y la complementación de las restantes. Kayser pone como ejemplo de “narración de personaje” al Quijote, pudiéndose apreciar en él que tanto el espacio como la historia (o historias o aventuras) giran en torno al personaje, éste es el que predomina. Para el caso de la “narración de espacio”, la emblemática sería “El Infierno” de la Divina Comedia, en que tanto el personaje con el acontecimiento someten su prestancia a la imponente presencia del espacio. Y para el caso de la “narración de acontecimiento”, Kayser pone como ejemplo a la Ilíada, en que “la cólera de Aquiles” es el detonante, el sostén y la solución de la obra.

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Otro elemento importante del arte narrativo es el tiempo: pasado, presente y futuro. La perspectiva narrativa de Juan Bosch, el admirable escritor dominicano, se ubica en relación con el pasado. Dentro de la tradición del famoso “había una vez”. Él quizá vislumbró esta metáfora del tiempo que creo haber leído en un trabajo del filósofo francés Alain y que describe al presente como “un reposo entre dos movimientos”, porque es efímero, como las aguas del río que no se detienen en el punto en que se fija nuestra mirada, porque –citando a un autor de la antigüedad oriental, I-ben-Jaldún– dice Juan Bosch: “Sabed que el pasado se parece al futuro como el agua se parece al agua”, y esta cita la complementa diciendo: “Y sin duda está llamado a parecerse mucho más si el pasado que ha producido un hecho social no es removido y ordenado en forma tal que la combinación de valores que él originó resulte de imposible reproducción.” Y aún agrega: “Debido a que no hemos sabido remover nuestro pasado, cada generación latinoamericana ha tenido que luchar contra más de una tiranía.” (Estas citas las he tomado del ensayo sobre Trujillo). Vale decir que nuestra existencia reposa entre esa acelerada acumulación de tiempo que va dejando de ser, y esa otra vertiginosa vorágine de acontecimientos que nos imponen su existir fugaz… ¿cómo hablar de un presente que, segundo tras segundo, ya es pasado? ¿Cómo hablar de un futuro que, por más lejano que lo ubiquemos, está condenado a convertirse en pasado? ¿No le pasó así al famoso “1984” de Orwell, que se veía tan lejano desde –digamos– “1950”? Como dice el mismo Bosch recreando la imagen del primer conquistador que llegó a La Española: “Este oscuro soldado de la conquista es incapaz de suponer que en sus bastas manos están danzando cinco siglos de historia.”
[2] Pero el pasado –dice Bosch– “Ni siquiera podemos suponerlo, y eso nos duele. Desgraciadamente, somos tan sólo dueños, hasta cierto punto, del presente; pero el pasado no nos pertenece, puesto que el hombre no tiene acceso en esa eternidad donde se pierde, con sus acontecimientos, cada minuto que cruza ante nuestros ojos atónitos, camino del ayer.”

Pero también hay que aclararlo. Esa proyección hacia el pasado no debe ser reducida a la requisitoria reaccionaria de añorar lo viejo. Porque el pasado también conserva viva y joven la llama de la rebelión de los pueblos para saber de dónde vienen y caminar seguros hacia dónde van. Juan Bosch pudo haber dicho la siguiente frase: “El árbol que tiene sanas sus raíces alimenta bien sus flores”. Por eso los pueblos de la antigüedad se preocupaban por recuperar su pasado a través de la poesía. Y fue así que nacieron las grandes epopeyas de Homero y de todos los pueblos orientales (el Mahabarata, el Ramayana, el Gilgamesh, etc.). El mismo juglar que conservó la imagen del Cid, que encarna la lucha contra el invasor extranjero, le brindó al pueblo español un paradigma para rebelarse contra la invasión francesa, y les dio heroísmo para enfrentarse a las falanges nazi-fascistas. Obviamente no toda rebelión justa es triunfadora. Los pueblos saben que entre los avatares de una lucha justa se encuentran las posibilidades del triunfo y la derrota. Pero no será la derrota de su estrategia, si está basada en la justicia, será en todo caso la derrota eventual de algunas de sus tácticas.

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Luego de lo expuesto, podemos resumir que Juan Bosch opta por las dimensiones narrativas del pasado y del personaje. Lo dice expresamente en su reflexión teórica sobre el cuento, un ensayo que titula “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, en la que destaca de manera reiterativa “El lado humano”. Y así vemos que el 99 % de sus cuentos inciden en la dimensión humana. Llega incluso a precisar que el mismo tema del cuento “ha de ser humano o humanizado” y dice que “el mismo infinito y la materia mensurable existen como reflejo del ser humano”. Ahora bien, la constatación fáctica de esta incisión lectora está dada por la parte más significativa de la obra de nuestro autor, que son sus cuentos (no pasemos por alto que esa obra está constituida también por novelas y ensayos). Y a la luz de ellos puedo decir, sin temor a equivocarme, que Juan Bosch es un maestro del cuento hispanoamericano; de ese cuento que puede bifurcarse en esas dos de sus grandes vertientes: rural y urbana, pero que aspirará siempre a ser un reflejo ternuroso de nuestra realidad, esa ternura que también puede limitar con el odio, en el sentido que le daba nuestro gran César cuando decía: “César Vallejo, te odio con ternura”.

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Y en el ensayo que acabo de citar “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” nuestro autor presenta asimismo la gran disyuntiva en que se debate el arte literario, en general: la existencia de dos tendencias poéticas: el formalismo y el realismo. En dicho ensayo, refiriéndose al cuento, las menciona así: hermético/figurativo, subjetivo/objetivo, indirecto/directo, interno/externo, psicológico/físico. Y en la obra de Bosch se plasma la segunda opción, lo cual no quiere decir que deje de relevar la importancia de la forma, ésta –hay que subrayarlo– no es de uso exclusivo del formalismo. Por eso Bosch releva la importancia de la forma. Y tanto es así que alguna técnica suya ha sido asimilada por otro de los grandes de la narrativa nuestra-americana: Gabriel García Márquez. Invito a los lectores a comparar los cuentos: “El éxodo”, de Gabo, y “La desgracia”, de Bosch.

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En esta disyuntiva también Bosch tiene una visión clara, aunque usa otras expresiones para referirse a dichos conceptos: objetivo/subjetivo, directo/indirecto. Y en este sentido se observa que los cánones predominantes en la cultura literaria hispanoamericana se inclinan más por la segunda opción. Y en ese extremo se comprende que las antologías le den preferencia a dos de sus cuentos que se inclinan por lo subjetivo o lo indirecto, es decir, que se acercan al formalismo: “Dos pesos de lluvia” y “La mujer”, respectivamente. No significa esto devaluarlos. Sólo los filiamos. En el primer caso, en el que se contradice al realismo, se incide en un elemento absolutamente subjetivo, irreal, como es el de las “ánimas del purgatorio”, que participan de manera decisiva en la resolución narrativa, es decir prestando su concurso para marcar la desgracia del personaje, dándole incluso un tono tragicómico y hasta de humor negro. Y en el segundo caso –contra la preeminencia del personaje– en que aparentemente la carretera es la que asume la función principal, lo cual de todos modos resulta ser aparente, porque incluso es humanizada (y se la da por “muerta”), y en la que la actuación de los personajes se diluye en un final ambiguo, que no desmerece al cuento. Su calidad es siempre positiva. Pero igual logro se observa en los otros cuentos en los que el realismo es el decisivo, y que, no obstante, no son tomados en cuenta por los antólogos.

7
Por haber centrado su trabajo artístico en esas dos dimensiones narrativas enunciadas: el personaje y el pasado, la crítica oficial ha encasillado a Juan Bosch dentro de lo que, con cierta conmiseración, se llama el ruralismo o, con cierta mala leche, indigenismo. Por eso aquí he preferido revalorarlo dentro de lo que se debe seguir impulsando: el nuevo realismo que tuvo grandes logros en autores americanos tan importantes como él en el siglo XX. Un nuevo realismo que sigue endeudado con el pasado, pero también con el presente y con el futuro de lo nuestro-americano.

Esa visión americanista, que enraíza en su pueblo, es lo que yo interpreto como lo característico del realismo de Bosch, pues a partir de lo particular (el pueblo dominicano) la tendencia es a abarcar lo general: lo nuestro americano. Retomando, pues, la idea que esbocé al comienzo de esta disertación, al explicar el sentido del título de la misma: “Juan Bosch o el rescate de lo nuestro-americano”. Es, pues, una visión americanista que, por último, les pido me permitan ilustrar con un pequeño poema humorístico del casi paisano mío Felipe Angel, “Sofocleto”, que dice:

Americanos son todos
Los que nacieron aquí
No sólo los gringos, ni
Los que tienen gringos modos.
Hablar hasta por los codo
La lengua de Shakespier
No tiene nada que ver
Con llamarse americano
Que es, para todo peruano,
El derecho de nacer.

[1] Este es, propiamente, el esbozo de la intervención del autor en el ciclo de conferencias que organizó la Universidad Ricardo Palma de Lima en coordinación con la Embajada de la República Dominicana al conmemorarse el centenario del nacimiento de Juan Bosch, en el año 2009. Al momento de su lectura, se complementó con otras incisiones y también con la lectura o resumen de algunos de los cuentos aquí mencionados.

[2] Juan Bosch, Indios. Apuntes históricos y leyendas, Santo Domingo, Editora Alfa & Omega, 2000, p. 10.

Soneto al soneto

Dany Cruz Guerrero

Dany Cruz Guerrero

Me busco como me busco el soneto;
no en los poemas de Martín, las novelas
que van al mar como las carabelas…
las satisfacciones donde me meto.
 
Yo no estoy, aunque lo merezca, quieto.
Voy a las plazas, comparo las telas
de los encajes de las mujerzuelas…
mas ni me encuentro ni encuentro Soneto.
 
Pues mi soneto, como yo, no llega.
Como mi yo, mi soneto es mi muro,
mi más grande espanto, desnudo, impuro.
 
Quién sabe si canta, marcha o navega.
Si como mi yo, vive no en seguro,
mi soneto nunca me hará su entrega.


Dany Cruz G. (Piura, 1983). Estudia filosofía en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (UARM). Cursó estudios de derecho en la Universidad Nacional de Piura (UNP). Ha publicado las plaquetas Desencuentro (Piura, 2003) y Colán y los despistados (Lima, 2006). Artículos, reseñas y poemas suyos han aparecido en revistas como Escritura y Pensamiento (Lima), Wayra (Upsala, Suecia), Sietevientos (Piura), entre otras. Su libro Rueca del insomnio obtuvo una mención especial en el Premio Nacional PUCP 2007 de Poesía convocado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. También obtuvo el segundo premio de poesía en los Juegos Florales UARM 2005, así como el primer premio de cuento en los Juegos Florales 2004 de la UNP. Coordina los recitales de poesía ProVocaciones y PreTextos organizados por el Programa de Humanidades de la UARM desde el año 2007. Vive en Lima desde el 2005.

Julio Ramón Ribeyro y Julio Carmona: Soneto al alimón


"La tentación del fracaso" de Julio Ramón Ribeyro

El año pasado (2010) realicé un trabajo de investigación sobre la narrativa corta de Julio Ramón Ribeyro (para la Facultad donde trabajo en la Universidad Nacional de Piura). Y al leer el tomo II de su Diario Personal La tentación del fracaso, me di con la sorpresa de encontrar ahí dos cuartetos en alejandrinos escritos por el poeta Julio Ramón Ribeyro. Y se me ocurrió completarlos dándoles la forma de un soneto, para lo cual agregué los tercetos, que cumplen sólo la función de complemento a una idea poética valiosa que, como aguja en un pajar, brilla entre perlas y zafiros de nuestro escritor genial...

Soneto

“Como barco que sale en busca del naufragio
Levo anclas cada día para hacerme a la vida
No temo ni avería mar brava o mal presagio
Otros antes jugaron semejante partida

“Mi arrojo no demuestra más que el arte del plagio
Si zozobro qué importa en mi tumba perdida
Que pongan vino rojo el aire de un adagio
Una pluma quebrada y el verso de un suicida.”

En todo hombre hay el moho de un duelo desolado
La raíz de una sombra que huye de sus dos pasos
El corazón reseco de un colibrí asustado

La corriente de un río muriendo en varios brazos
Para llegar al puerto de un mar nunca anhelado
Que a golpes inició La tentación del fracaso.


Nota: Los dos cuartetos aparecen en La tentación del fracaso II, p. 223.

Conferencias sobre tres poetas peruanos

Martín Adán

La Alianza Francesa de Piura acoge la propuesta del escritor piurano Dany Cruz para, los días lunes 1, martes 2 y miércoles 3 de agosto, ofrecer tres conferencias, como un rendido y siempre insuficiente homenaje a los tres grandes poetas peruanos: José María Eguren, Martín Adán y César Calvo.

Las conferencias tendrán un duración de 90 minutos y estarían divididas en exposición (60 minutos) seguida de preguntas del público (30 minutos).

En esta oportunidad, se contará con la participación de dos moderadores, vinculados con el tema literario, para el Lunes 1 de agosto será el encargado de la presentación el Profesor José Lalupú y para los días Martes 2 y miércoles 3 de agosto estará a cargo el escritor Reynaldo Cruz Zapata.

Las conferencias quieren ofrecer algunas cercanías y distancias entre los poetas José María Eguren (1874-1942), Martín Adán (1908-1986) y César Calvo (1940-2000), creadores peruanos pertenecientes a distintas generaciones y de importancia considerable para la literatura hispanoamericana. Partiendo del papel fundador que desempeña Eguren en la poesía peruana, las conferencias pondrán de relieve algunos aspectos estilísticos que pueden ser reconocidos como influencias sobre Adán y Calvo.

Para esta actividad cultural, está invitado el público en general, el ingreso como siempre es libre, en su local institucional Libertad 269 – Piura.

Nota de prensa tomada de la página web de La Alianza Francesa de Piura.

La cabaña

Cabaña


Eduardo Valdivia Sanz

La doctora Anne Bache siente morir de náuseas apenas prueba el fluido gelatinoso de los cactus del cañón de Mal Paso. No corren arroyos en varias millas a la redonda, el sol le produce ardor en la cabeza, la piel se le cuartea y si no encuentra un poco de agua las alucinaciones se manifestarán.

Ocurre lo esperado, sus riñones no pueden filtrar el amoníaco de la sangre, en el aire surgen de pronto unos seres de color violeta que le arañan el rostro.
Escapando a los límites de la realidad, la doctora recuerda al vendedor de autos usados de Jefferson Town:

—Esta camioneta, de doble tracción y de faros neblineros, se halla en buen estado; la transportará hasta la luna.
—No pido gran cosa. Me basta con llegar al cañón de Mal Paso.

El vendedor saca un pañuelo mugriento de su pantalón y seca las gotas de sudor que le caen por la frente.
―Mal lugar a donde se dirige, le aconsejo a usted que desista de su viaje.


En sus mitos y leyendas, los indios cheyennes cuentan que por el cañón de Mal Paso; habita el espíritu contrario de Manitu. Y ese ser es el diablo.

—Es justo el mito que pretendo desentrañar.

—El diablo existe, no debe ir lejos, si lo busca.

«Raro ese hombre―pensó Anne―puedo jurar que temblaba de miedo, la gente de los pueblos ve demonios y fantasmas».

Mientras la doctora mira el letrero de desviación de la carretera que lleva hacia el cañón de Mal Paso, recuerda el concejo del decano de su facultad de arqueología:

—No vayas a la cueva del hechicero.

El doctor Charles Ford en 1972 publicó una estrafalaria tesis en la que afirmaba que los egipcios habían navegado en sus naves de papiro hasta la península de Yucatán y que gracias a ellos floreció la cultura Maya. Yo en tu lugar no aceptaría la invitación. La comunidad científica lo considera un demente.

―Tal vez. Pero nada se pierde.

Por el cañón de Mal Paso han ocurrido siempre sucesos extraños. El temor y la ignorancia encabezan la lista de los grandes males de la humanidad.

—Como digas, pero juzga estos hechos: En 1974 siete arqueólogos de esta facultad partieron a la cueva del hechicero. Cuatro de ellos no volvieron y los tres restantes los enviaron como internos a un sanatorio en Rhode Island. Por cierto, cuando los encontraron, portaban dos mochilas llenas de carne cruda. Según el informe policiaco, eran los restos de sus otros compañeros.

La doctora, ensimismada por sus recuerdos, escucha en la casetera de la camioneta música de Patti Smith, no presta cuidado a una roca que aparece en medio del sendero.

Aprieta los dientes cuando un peñón golpea de lleno debajo del motor. La camioneta zigzaguea y se sale del camino.

El vehículo pierde estabilidad y se producen dos vueltas de campana, el motor ruge al detenerse. Disipada la polvareda, la mujer toca su frente, se ha cortado con el espejo retrovisor. Su primera reacción consiste en llamar a una grúa de auxilio mecánico. Pero, no bien intenta usar el celular advierte que carece de señal telefónica.

Repuesta del susto, consulta su mapa; cinco millas de camino la separan del cañón de Mal Paso.

Dos horas más tarde surge un campamento abandonado. Es el lugar donde Charles Ford debía esperarla.

La doctora se siente angustiada y confundida, Ford no ha llegado a la cita y la batería del celular se ha descargado.

Nunca le ha sucedido algo parecido; la batería suele durar cuatro días, recién la ha recargado el día anterior.

Pierde el sentido de la realidad, Jefferson Town se encuentra a 100 millas de camino. Consulta su reloj pulsera, son las cinco de la tarde, oscurecerá pronto.

Anne Bache decide descansar durante las horas de sol para viajar cuando caiga la oscuridad.

Luego de comer el último chocolate de su mochila festeja que su abuelo le haya enseñado el modo de orientarse por medio de las estrellas.

Anne ve una tenue luz de esperanza; considera que podrá sobrevivir si viaja de noche.


2

En el medio de la oscuridad de la cabaña, despertó de pronto con el ánimo triste; ha visto a su abuelo en un sueño. Siempre que recuerda la figura de su pariente, se levanta afligida.

El abuelo se suicidó, ella tenía trece años cuando lo encontró con el rostro hecho una masa sin forma, se disparó con una escopeta calibre doce.

Bebe un sorbo de agua para serenarse, pero un pensamiento de miedo surge de pronto. Enciende su linterna y comprueba que le quedan dos litros de agua.

Ciega de desesperación, busca cualquier envase de agua, luego de diez minutos, a punto de agotar las pilas de la linterna verifica que solo le queda la botella de agua de la mochila.

Decide salir de la cabaña; empuja la puerta y esta se haya trabada. Forcejea una y otra vez con la cerradura, pero los esfuerzos carecen de sentido. Cerca del llanto pretende derribar la puerta, pero no consigue romper esa dura madera de roble. Enciende su linterna con el fin de abrir una de las ventanas, pero es inútil las han embarrotado.

Cerca de la desesperación, grita como si unas garras le arañaran el rostro.

A partir de aquel momento, intenta derribar la puerta, pero no consigue mover ni un ápice de aquella muralla de madera.

Recién cuando aparecen los primeros rayos de sol logra franquear la puerta. No bien sale, comienza a correr.
Después de media hora de camino siente a sus pulmones estallar, sus pies ya no le obedecen. Abre la mochila, no puede creerlo, en su carrera ha dejado caer la botella.

No duda en regresar sobre sus pasos, pero no encuentra el recipiente de agua a pesar de que pasa toda la mañana buscándolo.

Presa de la desesperación vuelve a la cabaña. Al entrar ve una cama que la espera.

En un instante se queda dormida, en su sueño ve a unos seres que visten ropas de cuero con diez ojos entre la frente y los pómulos.

Cuando despierta ya ha caído la noche. Con miedo empuja la puerta, es inútil, no se puede abrir.

Esa noche no llora, no grita, espera pacientemente a que amanezca.

Con la luz del sol sale de la cabaña, pero no encuentra lugar a donde huir.

En el desierto las sombras la esperan, las tinieblas repiten su nombre. Está atrapada en la cabaña.

De “Roberts Pool Crepúsculos”

Roger Santiváñez


1. Cooper River Park


& el destello del brillo del río
Contemplo inmóvil en la verde orilla
Suavísimo repliegue acuático mi

Niatura dibujada por la diosa in
Visible oculta tras la fronda ce
Leste que a la bóveda se funde

En mi dolor terrestre como la
Nube majestuosa desaparecida
Recién al formarse & ser deli

Cuescente presencia frágil nada
En la silente extensión flotante
O suspenso suspiro de incomprendida

Rosa


2

Refulgen ninfas sobre las aguas pardas
& las hojas susurrantes hacen su son
La floresta divina a la brisa estival se

Entrega es una solitaria rosa perfecta
Entre nubes perla quemada & azul por
Los arrecifes del cielo encendido & ya

Crepuscular plomizo en el fondo de sí
Mismo constelado algodón-azúcar en su
Boca deliciosa derretida incomputable

Allí donde su luz fue el secreteo de las
Horas ondulantes forma del anhelo en
Extinción que sin embargo aún canta su

Canción

Roger Santiváñez en Piura

Roger Santiváñez

En la poesía piurana y peruana de las últimas décadas, sobresale el nombre descollante de Roger Santiváñez. Su poesía, como poetiza José María Gahona, es “una fiesta para hombres que luchan / contra el invierno / y la dictadura / de las hojas muertas”.

Roger Santiváñez, el chico que se declaraba con la mirada, visita la ciudad de Piura para presentar uno de sus nuevos libros, Roberts Pool Crepúsculos. Este poemario fue uno de los ganadores del Concurso de poesía breve 2010, evento organizado por Hipocampo editores. La cita es mañana, lunes 1 de agosto, en el Salón Cultural de la Universidad Nacional de Piura (Ex rectorado), ubicado en las esquinas Tacna – Apurímac, a horas  7.00 p.m.

martes, julio 26, 2011

Adiós, Plazuela Merino

Plazuela Merino y otros escritores en la 4ta Feria del Libro de Trujillo.
Plazuela Merino incursionó en la escena literaria allá por el año 2006; y desde sus primeros momentos se convirtió en uno de los grupos literarios representativos de la nueva literatura piurana; aquella que, a diferencia de la anterior, tenía como gozne común el mundo universitario.

La mayoría de los miembros de este grupo literario pertenecieron a la cantera de la Universidad Nacional de Piura. Estuvo integrado por Lúber Ipanaqué, Javier Vílchez, Henry Córdova, Reynaldo Cruz, Fabián Bruno.

Hoy, martes 26 de julio, el mencionado grupo presenta su cuarta y última revista literaria; la misma que pone fin al ciclo Plazuela Merino. Este evento se realizará en la Pinacoteca de la Municipalidad de Piura, a horas 7 p.m.

viernes, julio 01, 2011

Perra memoria

Fotografía: Adolfo Venegas Jara.

José Lalupú

El tiempo es una línea. Cada uno de los puntos de esa línea es un episodio de nuestras vidas. Hubo un tiempo en que la línea de mi vida y la línea de la tuya se entrecruzaban maravillosamente. Ahora no, ahora mi vida es un punto solitario, como una isla a la que ningún náufrago ha de llegar.

Sería absurdo, ahora que ya no quieres oírme, pretender convencerte de que soy inocente. Ahora, tan distantes uno del otro, sólo nos queda pensar que siempre fuimos mejores en el recuerdo. Siempre vivimos así: construyendo recuerdos todo el tiempo. Más que la vida nos interesaba el recuerdo de lo vivido: la fotografía que quedaría guardada para admirar después. Era un poco como vivir sin emoción, pero respirando, besándonos, buscando la belleza de cada situación como si estuviéramos frente a una cámara.

Ahora contemplo todas esas fotografías y me doy cuenta de que esa época, cuando en la Universidad compartíamos las aulas de la facultad de letras, nos ha dejado recuerdos imborrables, recuerdos como heridas de puñal.

Una de mis fotografías favoritas es la de Barroco, el perro. 

¿Te acuerdas del perrito que andaba siempre rondando por el comedor? Debes de recordarlo. Ese perrito de la espalda moldeada por la sarna, picada a cuchillazos. Le decíamos Barroco por esa piel tan artísticamente tallada. Cada vez que lo veías mendigando algún hueso entre los estudiantes, surgía en ti esa necesidad de gritar, ese deseo de desesperar a la gente y suicidarla. “Pobrecito” decías mirándolo con lástima, y eras capaz de quitarme la comida de la boca para dársela.

Barroco parecía perro, pero en realidad no era un perro. Era un príncipe guerrero encantado por una bruja que nunca aprendió cómo convertir a sus víctimas en sapos. Por eso, por encerrar entre sus carnes a un valiente guerrero, Barroco era un perro tan señorial, un caballero medieval con su exquisita coraza de costras. Nadie sabía cómo ni cuándo había llegado, pero se había quedado a vivir para siempre en la Universidad. Entre sus jardines, pasillos y corredores se paseaba como el rey que no fue, supervisando el buen orden de sus comarcas. Cuado caminaba, su andar era elegante y meticuloso, casi donjuanesco, de una elegancia más humana que perruna. 

Tal vez por su carácter real, Barroco era un animal de horarios. Siempre esperaba la una y cuarto para entrar al comedor. Era la hora en que nosotros salíamos de clases. Así que, en realidad, lo que hacía era esperarnos para meterse al comedor burlando la vigilancia de los cocineros, escondido entre nuestras piernas. Claro que tú no necesitabas hacer uso del comedor universitario porque no compartías mi escalón de estudiante pobre. Todo lo contrario tú ibas en una escalera eléctrica, desesperada porque yo me iba quedando atrás.

Ese día mientras nos formábamos en la enorme cola para el almuerzo yo estaba inventando un mito según el cual Barroco tenía la espalda carcomida porque un ave gigantesca, con la cual se había enfrentado, se la había picoteado. Te preguntaba acerca de si preferías que al final la horrible ave muriera con el cuello destrozado por las fauces de nuestro barroco, o si preferías que sólo la hiciera huir malherida. De pronto me miraste a los ojos y dijiste:

-     A que no eres capaz de robarte una sopa para mí.

La fila avanzaba como una enorme serpiente entre el edificio del comedor y unos jardines donde no crecía nada. Desde ahí se podía ver ese camino de polvo que atraviesa la Universidad, y más allá, al fondo, los edificios de nuestra facultad recortando la fotografía.

Conforme avanzaba la serpiente y nos acercábamos a la puerta podíamos sentir el olor de la sopa tibia y oír la terrible barahúnda que se armaba ahí dentro. El comedor era el único lugar en el que confluían estudiantes de todas las facultades. Todos entraban desesperados, comían a gritos, entre chistes y ensayos  de exposiciones, y volvían rápido a sus clases. A esa hora parecía una taberna mexicana. Sólo la música de Agua Marina parecía ponerle un poco de orden a ese laberinto.

Me estabas mirando fijamente a los ojos, desafiándome, metiéndome de cabeza a uno de esos interminable juegos tuyos en los que la inteligencia iba siempre de la mano con el azar:

-     A que no eres capaz de robarte una sopa para mí.

Conmigo a la cabeza la serpiente se introduce en el amplio edificio del comedor por una pequeña puerta. Avanzo tratando de no pisar a Barroco y tomo una bandeja. En el umbral hay una mujer que nunca sonríe, registrando las tarjetas. Frente a ella y detrás de una mesa de concreto está el coro de los cocineros. Uno te lanza casi como una estocada un cucharón de arroz; el siguiente, un cucharón de menestra, luego sigue el de la carne. Hay que mover con rapidez la bandeja para que te sirvan el arroz en el espacio que corresponde, para que no te vayan a echar la mazamorra sobre la menestra. Al tiempo que sirven, los cocineros van cantando: Avanza, avanza, Colorao. Mientras nosotros respondemos también en coro: Un poquito más de menestra, un poquito más de jugo en la presa, no seas malo, compañero. Al final de la mesa están las sopas ya servidas. Sólo se puede tomar una. De pronto noto que el cocinero que las sirve se agacha cada cierto tiempo. Es en ese momento que aprovecho. Ya tengo tu sopa en la mano, siento el calor del metal y el tibio olor de las verduras. Sólo me resta huir. 

-     GRRR…. ¡Guau, guau, guau!

Es la vieja que controla las tarjetas que se me viene encima tronando, echando espuma por la boca, ladrando a placer, diciéndome que las raciones están contadas, que no hay presupuesto, que Fujimori y Montesinos se llevaron toda la plata…. Y luego me arranca la sopa de las manos, como quien te arrebata la soga de la que cuelgas a un abismo.

Volteo a mirar hacia las mesas que están envueltas en una niebla azulina. Algunos rostros asoman riéndose de mí entre la atmósfera que se disipa, y en medio de ese claro de luz que resurge me miras sonriendo, moviendo un pie coqueto, intentando salvarme del bochorno. Mientras que, a un lado, Barroco, el perro sarnoso, filosofa sobre lo ocurrido, mirándome.



A ti te gustó el cuadro antes que a mí. Desde el mismo momento en que te lo mostré. Yo en cambio aprendí a quererlo con el tiempo, a fuerza de remirarlo y buscarte en él. No sé cómo llegó a mi vida, a la pared de mi habitación de estudiante pobre. Era un cuadro muy extraño: un cuerpo flotando en un charco de tonos rojos. No era un cuerpo femenino, tampoco masculino, ni siquiera podía decirse que fuese un cuerpo humano (era un montón de miembros evanescentes). Pero la delicada sensualidad de esas piernas, su tibieza, me hacían pensar en ti. El autor lo había firmado como Pantaleón. Cada día al despertar abría los ojos y el cuadro era lo primero que veía. Pasaba largo rato mirándolo, buscando una señal, un rasgo, un gesto que me aclarara por qué al mirarlo no podía dejar de pensarte. Después de un tiempo empecé a tener la certeza de que ahí no había ninguna metáfora, sino que la verdad de ese rojo sangre estaba delante de mí, simplísima, directa. Contemplar ese cuadro me exasperaba y seducía, casi tanto como descubrir tu hermosa desnudez de espada troyana en mi habitación después de escaparnos de las clases de estadística.

-     El movimiento del río es como una caricia.

Estabas desnuda de pie junto a la ventana. La ciudad, efectivamente, parecía, del otro lado del río, una isla de luces y el agua producía un murmullo suave como el roce de dos cuerpos desnudos. Eran la tierra y el agua que según tú se amaban y gemían. Yo estaba en silencio sentado en la cama, sin atreverme a tocarte todavía. Luego te pusiste a dar vueltas por toda la habitación, girando, tocando con las yemas de los dedos los cuadros de las paredes. Algunos de ellos los había pintado yo mismo. Pero como siempre, preferías quedarte mirando el cuadro del tal Pantaleón. Qué hermoso era entonces sentirse así, verte desnuda de espaldas mirando ese cuadro, sabiendo que en unos minutos nuestras pieles se iban a juntar, que nos íbamos a devorar el uno al otro. Qué hermoso era prolongar la espera.

En aquel entonces vivíamos un tiempo de paraíso virgen. Nuestras líneas recién se habían cruzado y por ello todo era un continuo descubrimiento. Nos gustaba preguntarnos por lecturas que considerábamos una exclusividad personal: Amaranta y Aureliano devorándose mutuamente, Juan Pablo muerto de celos matando a María Iribarne, y soñábamos con hacer el amor en la cama de Van Gogh, ésa que está en su habitación en Arles.

Ahora que recuerdo todo esto me arrepiento de no haberte pintado. Podría poseer para siempre tu vida del mismo modo en que los hombres primitivos poseían de antemano, por la pintura rupestre, la vida de los animalillos que cazarían al día siguiente. Pero nunca lo hice, nunca me sentí lo suficientemente bueno para esa mirada, para la caída exacta de tus cabellos, tus ojos de pájaro asustado y esas orejotas.



“Hace mucho tiempo que los hombres abandonamos la costumbre de comer carne cruda. Ahora nos aterra la idea. Sin embargo alguna vez, hace millones de años la carne cruda nos salvó la vida. Es bastante probable, incluso, que las primeras hordas humanas hayan tenido que devorar carne humana para sobrevivir. Claro que después descubrimos el fuego y la alta cocina, y conforme nos fuimos civilizando empezó a darnos miedo “la barbarie que dejábamos atrás”. Por eso desde entonces la carne siempre ha sido motivo de pudor y vergüenza. Nuestra religión nos ha hecho relacionarla siempre con lo pecaminoso, censurando los llamados “pecados de la carne”.

Desde que dejamos el salvajismo y nos hicimos “humanos” estamos todo el tiempo ocultando, maquillando esos actos que pudieran recordarnos nuestra antigua condición: ya no saltamos sobre nuestra presa y la degollamos, sino que pagamos al carnicero para que sea él quien se ensucie las manos, ya no devoramos la carne ensangrentada y tibia aún de vida, sino que nuestros cocineros han inventado miles de maneras de prepararla. Pero esa exquisitez, esa variedad de la sazón y el buen gusto en realidad oculta nuestro miedo a descubrir que debajo de todos esos adornos sigue latiendo la carne cruda; Si trajéramos en un hipotético viaje a través del tiempo a un troglodita, no reconocería en un Lomito Saltado la carne que él devora cruda en la oscuridad de su caverna; ya ni siquiera queremos tocarla y por ello hemos inventado cubiertos para que nuestras manos sigan quedando limpias del pecado. Cuando Adán y Eva pecaron recién se dieron cuenta de que estaban hechos de carne y corrieron a cubrirse. De esa misma manera seguimos cubriendo la carne: en el plato y tras las paredes de las habitaciones que hemos construido para esconder nuestros pecados.

“Sin embargo, mientras que nuestro paladar se ha refinado y nos asquea la carne cruda; continuamos deseando siempre el encuentro amoroso, la posesión directa de la carne. Eso es porque después de todos seguimos sintiendo una antigua nostalgia por la carne cruda. Y entonces sublimamos ese apetito a través del sexo. Todos los coitos son simulacros de fagocitación: al besarnos jugamos a devorarnos los labios y llegamos al extremo de mordernos. Si la sangre brota nos asustamos y tildamos ese acto de “masoquismo” pero en realidad nos asusta la idea de que renazca nuestro antiguo gusto por la sangre; los amantes además del beso recorren con sus labios, dientes y lenguas (¿qué otro acto puede estar más cercano al de comer?) el cuerpo del otro para llegar finalmente a la penetración que es el momento en el que el hombre y la mujer vienen a formar una sola carne.

“No es cierto acaso que en lengua vulgar se emplean expresiones como: Diego se comió a Emma”

-     ¿Por qué estás leyendo eso?

Te sorprendí con mis apuntes. Habías llegado a mi habitación y al no encontrarme no habías podido resistir la tentación de leerlos. Yo había estado trabajando la noche anterior y los había dejado desprotegidos sobre la mesa. Fue así que descubriste mis ideas pseudofilosóficas acerca del sexo. Tú estabas avergonzada por haber sido sorprendida. Sabías bien que no me gusta que lean un texto que aún no he dado por terminado. Para tranquilizarte empecé a hablarte con más detalle sobre esas ideas. Tú decías que eran ideas inconsistentes, que eran disparates que te estaba palabreando nomás para llevarte a la cama. Y tenías razón.



Hay una escena a la que siempre vuelvo, buceando en la memoria. Una fotografía gris en la que tú estás sentada en los escalones de la rotonda de la facultad, mirándome llegar, mirándome con una tristeza tan honda que siento que te vas a hundir y ya no te  podré rescatar. ¿En qué pensabas? No estabas pensando en hacer ese viaje tan lejos, seguramente, porque ni tú misma sabías que ocurriría. Estabas pensando en el pobre de Barroco. Y no había forma de alegrarte entonces. Seguramente te preguntabas por qué se tuvo que morir lo único que nos pertenecía en ese desierto de soledad.

La muerte de nuestro perro fue como una escena premonitoria. Ocurrió una tarde de mucho calor en que buscábamos un rincón para estar solos. En la universidad existía la leyenda de que los pisos altos del antiguo edificio de Estudios generales, a determinadas horas, eran el refugio ideal para parejas de estudiantes ansiosos de carne cruda y sin un céntimo en los bolsillos para rentar una habitación fuera. Subimos hasta el último piso para comprobar si la leyenda era verdad. Barroco nos seguía en silencio, con la lengua colgando como siempre, sin estorbar. Eran casi las tres de la tarde y a esa hora las clases se paralizaban, la mayoría de alumnos iban a sus casas y la Universidad entraba en una especie de modorra, hasta que a las 4:00 empezaban de nuevo las clases y la vida renacía por todos lados.

Cuando llegamos al último piso comprobamos que, tal como decía la leyenda, a esa hora no había vigilantes. Debían estar almorzando o descansando en algún cafetín, y ésa hora debía de ser la favorita de las parejas porque, una a una, fuimos descubriendo que las aulas ya estaban ocupadas por otros más desesperados que nosotros. Así fuimos descendiendo del edificio sin encontrar lugar y descubrimos que la única a aula disponible era una del primer piso que no tenía puertas, de manera que terminamos devorándonos debajo del pupitre del profesor. Sin mucho espacio para maniobrar, los cuerpos entrelazados como arañas, aquella vez sentí, viendo tu rostro asustado por la temeridad a la que yo te había empujado, que nunca íbamos a separarnos.

Barroco esperaba a unos cuantos metros. Miraba el techo, se rascaba de vez en cuando una pulga. Nos engañábamos imaginando que estaba vigilando la puerta.

Después nos fuimos corriendo al comedor a buscar algo para Barroco que parecía más hambriento y más sediento que nunca. El comedor estaba cerrado, pero después de lo que habíamos hecho sentiste que ya todo era posible, así que te metiste por una ventana y seguramente saqueaste las alacenas porque pronto volviste con unos panes duros para Barroco y un balde de agua. Barroco devoró los panecillos en un abrir y cerrar de ojos y bebió un poco de agua. En ese momento ocurrió que quisiste refrescar al bueno de Barroco y según tú le echabas su baldazo de agua fresca sin darte cuenta de que el balde debía contener algún ácido porque el perrito se disparó como flecha con el lomo friendo chicharrón. Yo me fijé en que era ácido por el humo que echaba el pobre. Cómo se desesperaba, cómo se apretujaba contra las paredes, contra los árboles, cómo se revolcaba en un musgo de estrellas, cómo hervía en contorsiones, cómo se apretaba contra los árboles, cómo se apelotonaba contra los árboles, cómo se aprechamuscaba contra los árboles, y así.  Para que no sufriera yo le estrellé una roca contra la crisma,  pero no te permití verlo. Tú querías quedarte hasta el final, sintiéndote un poco culpable de su muerte, y te enojaste conmigo porque casi te arrastré a seguirme, para que continuáramos con esa locura que era nuestra vida.  Mientras Barroco, nuestro buen Barroco, el perruno caballero que jamás le faltó el respeto a nadie, agonizaba por entre los jardines  del comedor universitario.

No sé si realmente puedas recordar todo lo que hasta el momento te he escrito, pero alguna botella náufraga debe de haber quedado en tu memoria.

Fue por los días previos al accidente que la patrulla salvadora atacó por primera vez. La patrulla salvadora era una especie de hermandad anónima que aparecía siempre para cobrar venganza (venganza de qué, eso sí que nadie lo sabía, ni ellos, pero venganza al fin y al cabo). Sus métodos les habían permitido escapar siempre impunes. Parecía como si nunca hubiese acuerdo previo: se arremolinaban de la nada, se juntaban nadie sabe cómo, por combustión espontánea, prestaban gente de entre los pacíficos e irrumpían en el tranquilo paisaje de una mañana en la universidad para golpear a algo o a alguien. Aquella mañana fui un espectador privilegiado. Yo llegaba a la universidad en el autobús de siete y media. Los alumnos bajaban en rebaños tratando de darse calor unos a otros. Todos vimos al vicerrector académico caminando tranquilo por la playa de estacionamiento, fumando su cigarrillo matinal. De pronto apareció la turba, prácticamente salieron de la nada, brotaron de la tierra y al grito de ¡Patrulla salvadora! ¡Patrulla salvadora! Le bajaron el pantalón, le raparon la cabeza a coco, lo golpearon con  unos almohadones de plumas mientras reían como locos gritando chistes sin sentido y lanzando acertijos para nadie. De la misma forma en que aparecieron se hicieron humo desapareciendo entre la multitud. Sus armas eran lo absurdo, la chacota. Nadie sabía tampoco por qué luchaban, no faltaron quienes vieron en ellos un rezago del marxismo. Cuando fui a contártelo tú no me creíste, siempre ocurría eso ¿Por qué no me creíste? Si hasta salió en los diarios. Dijiste que era un invento mío, que era un incurable, que no podía escapar a la tentación de literaturizarlo todo, de ficcionar cualquier cojudez.

En nuestra última mañana juntos asistimos a un concierto que ofreció la orquesta sinfónica de Piura. Aquel fue, sin duda, el mayor golpe en la historia del crimen absurdo. Era una mañana fría como el hierro y la gente se había refugiado pronto en el auditorio. El ambiente formal y las ropas elegantes fueron propicios para lo que pasó luego. Cuando nosotros llegamos la orquesta ya había empezado sus notas de estrella de agua calma. El auditorio estaba casi lleno, así que nos sentamos atrás. En las primeras butacas estaban, además de la intelectualidad y las viejas pitucas y culturalosas de siempre, las principales autoridades entre ellos el alcalde.

Un viejecito dirigía impecablemente los acordes. Los músicos circunspectos estaban a la mitad de una pieza de Mozart. Fue en ese momento que, saliendo de entre el público, la patrulla salvadora tomó el escenario al ritmo de su carnaval. Le pintaron con rubor la cara a todos los músicos, desnudaron al viejecito que apenas intentó resistirse, cantaron como pájaros, tocaron violines de horror, se calatearon, bailaron estupideces, tocaron ritmos torpes y africanizados en los instrumentos que arrebataron a los músicos. Todo esto de modo inofensivo, sin dañar a nadie, más con ánimo carnavalesco que incendiario. Todo transcurrió tan rápido que al cabo de unos segundos ya habían huido por las puertas laterales sin que nadie pudiera reaccionar. Peor aun, nadie recordaba quienes habían estado sentados en los asientos que quedaron vacíos. Cuando los de seguridad reaccionaron y fueron a ver al camarógrafo que debía haber filmado el evento, lo hallaron amordazado en uno de los baños. Las cámaras no habían filmado nada. Recién entonces me creíste… ¿Cómo te iba a inventar algo así?



La noche que me dejaste saliste temprano de clases. Eso fue una confusión bíblica: tú creíste que yo te esperaba en mi habitación de Castilla, y yo estaba seguro de que me esperabas en tu clase con el profesor X.  Te  busqué como un náufrago entre las multitudes que a esa hora pugnaban por escapar de la Universidad, en el comedor, en la biblioteca. Hasta que tuve el presentimiento de que ya no estabas a mi alcance, que corrías delante de mí sin que pudiera alcanzarte.  En ese momento recordé la lechuza enorme y ojerosa que se había parado a mirarme desde la ventana mientras oía la clase. Corrí hacia el paradero de autobuses, crucé  a toda velocidad la playa de estacionamiento y traté de alcanzar un autobús que salía raudo. Te vi perfilada e inalcanzable a través de la ventanilla, totalmente ajena a mi desesperación.  Fuiste, por un instante, el juguete caro que el niño pobre mira en el escaparate de una tienda.  Tuve que esperar el siguiente autobús que tardaba para salir en tu persecución. Desde el asiento te vi por última vez. Te alejabas de mí,  buscándome.

Cuando el autobús arrancó por fin y llegó a la puerta de la Universidad, había mucha gente arremolinada en la tranquera. Se percibía una agitación trágica. En ese momento me volvió el presentimiento. Le rogué al conductor que abriera la puerta y bajé hacia ti, al frío de esa noche llena de lechuzas. En ese momento supe que nuestra cita nunca sería posible, porque cuando llegué al lugar ya una ambulancia te arrancaba de mí. Todos me miraban compadecidos. El charco de sangre señalaba el lugar. Es cierto, los sesos estaban esparcidos por el suelo tal como informaron luego los diarios. Una muchacha que iba en tu bus diría después que sintió en las tripas cómo el carro se levantó sobre ti. Otra dijo que no entendía por qué en la esquina te quisiste bajar, y abriste la puerta del carro. Fue en ese momento que caíste  ¿Me estabas buscando, verdad?  Esa noche ambos habíamos corrido buscándonos. No sé cuál de los dos corría hacia atrás.

Sólo entonces comprendí que el cuadro ese de mi habitación había estado frente a mí: la fotografía de tu cuerpo destrozado en un charco de sangre.

Fue tan irónico que todo ocurriera en aquella esquina en donde tantas veces me habías dejado esperando y que hoy esgrime una pequeña cruz a tu recuerdo. Aquella noche mi único consuelo fue Barroco  ¿Realmente era Barroco, nuestro Barroco, ese perro que vino a mí esa noche? Primero se le oyó ladrar a lo lejos, lastimero.  El perro se acercó a la sangre con la intención de lamerla, pero lo boté de una patada. Luego se ha acercado poco a poco a mi vida, hasta que lo he aceptado. Hoy caminamos juntos. A veces creo sorprender en sus ojos tu mirada.