lunes, diciembre 24, 2012

“Me acuerdo…” o una invitación a la memoria navideña (a la manera de Georges Pèrec)




Ricardo Ayllón

- Me acuerdo que cuando mamá armaba el Nacimiento de la casa, siempre le faltaban animalitos, y San José, la Virgen María y los Reyes Magos me parecían cada año más viejitos.

- Me acuerdo que la cena navideña era con pavo criado en el corral de la casa, aquel pavo grandote y orgulloso que matábamos a traición embriagándolo con pisco.

- Me acuerdo que papá compraba el panetón en cajas de media docena, y que solo había dos marcas: “Motta” y “D’onofrio”.

- Me acuerdo que con mi hermano integrábamos el coro infantil de la parroquia de Laderas del Norte en Chimbote, íbamos a cantar villancicos a los hospitales, y siempre empezábamos con “Somos los niños cantores, que vamos a pregonar…”.

- Me acuerdo que el único gran almacén en Chimbote era el Súper Mercado Cooperativo, en la avenida Gálvez, y que era allí donde mi padre canjeaba nuestros regalos por vales que recibía de Siderperú.

- Me acuerdo que la noche del 24 salíamos en patota con la mancha del barrio para aventar cohetecillos encendidos en los patios de las casas vecinas.

- Me acuerdo que escuchaba a cada rato “Ven a mi casa esta Navidad” entonado por el grupo Parchís y, años después, cuando se lo escuché al argentino Luis Aguilé, pensé que era un copión.

- Me acuerdo del inmenso camión de plástico marca Basa que un año me regaló mi padrino, y que destrocé sin el menor remordimiento el mismo 25 de diciembre.

- Me acuerdo de “Me he comprado una zambomba, un pandero y un tambor…”.

- Me acuerdo del Chepenano y su insoportable “¡¡Tuqui, tuqui, tuqui, tuqui… Tuqui, tuqui, tuquitaaaá…!!”.

- Me acuerdo que el chocolate para taza tenía que ser marca “Mayascon” o “Cusco”, no había otro.

- Me acuerdo que con mis vecinos, una noche, encendimos una avellana, pero segundos antes de que esta levantara vuelo, se cayó y fue a reventar debajo de un automóvil estacionado frente a mi casa. No explosionó de milagro.

- Me acuerdo que me gustó descubrir en la disquera personal de mi tío Beto Cabrejos el disco “Asalto navideño” de Héctor Lavoe y Willie Colón. Desde entonces entendí que la Navidad tenía también sabor y sandunga.

- Me acuerdo que la marca de champagne para la cena navideña siempre era “La Fourie”, y que en casa solo lo tomaba mi papá porque a nadie le gustaba.

-  Me acuerdo que la única vez que fui a la Misa del Gallo (y supe de su existencia), fue el año en que conformé el coro de la iglesia.

- Me acuerdo que si en el barrio veíamos a alguien encendiendo lucecitas de bengala, lo abollábamos por mongo.

- Me acuerdo que cuando le escuché su conocido tema navideño a José Feliciano, me decepcionó. Él era para cantar boleros y no otros ritmos.

- Me acuerdo todavía del aroma de la yerba de romero que mi mamá le ponía al pavo. Mamá no lo horneaba entero, sino en presas, y cuando lo sacaba del horno me gustaba robar las hojitas de romero y aspirarlas hasta la hora en que servía la cena.

- Me acuerdo de “Rueda rueda por la montaña, blanca luz del sol…”.

- Me acuerdo que el perímetro del Mercado Modelo de Chimbote se volvía intransitable con tantos vendedores ambulantes que aparecían no sé de dónde.

- Me acuerdo que mis tíos nos llevaban el mismo 24 a mi hermano y a mí a comprar nuestros cohetones, cohetecillos y avellanas, advirtiéndonos severamente que debían durarnos hasta el Año Nuevo.

- Me acuerdo de las enormes colas que daban la vuelta a la manzana para recibir juguetes en el local del Partido Aprista.

- Me acuerdo que las luces navideñas eran multicolores como ahora, pero sin sonido.

- Me acuerdo que un año pusimos en la sala un arbolito de Navidad de pino verdadero (traído del Vivero Forestal), pero a los cinco días se nos marchitó todito.

- Me acuerdo que mamá armaba el Nacimiento solo unos días antes de la Noche Buena (no como ahora que lo hacen desde que empieza el mes de diciembre), y mantenía al Niño Dios cubierto con una mantita hasta que ‘nacía’ (lo destapaba) el 24 a las 12 en puntito.

- Me acuerdo que a mi hermano Hernán le gustaba más el pavo calentado al día siguiente, el 25 de diciembre por la mañana, con el desayuno.

- Me acuerdo que nunca creí en Papá Noel, y que una vez llegó a vivir a nuestro barrio un niño limeño convencido de que en Navidad lo que se celebraba era el cumpleaños del gordo pascuero.

- Me acuerdo que los adornos y guirnaldas de Navidad los comprábamos en la Librería “La Estrella”, de la tercera cuadra de Manuel Ruiz, en el centro de Chimbote.

- Me acuerdo que algunas tarjetas navideñas nos llegaban vía Correos del Perú.

- Me acuerdo que todos los años bebían los peces en el río, y que esa sopa que le dieron al Niño nunca se la iba a tomar, era lógico, no ven que era tan dulce.

- Me acuerdo que una de mis hermanas se emborrachó una Navidad tomándose las sobras de las copas de champagne.

- Me acuerdo que mi papá no solo nos deseaba Feliz Navidad, sino que con el abrazo de las 12 entregaba el paquete completo (por si acaso): “Feliz Navidad, Feliz Año Nuevo, Felices Fiestas Patrias y Feliz Cumpleaños”.

- Me acuerdo que una tía que era empleada del Seguro Social, me mandaba a escoger mi regalo a Bazar “Mechita” (del Mercado Modelo), donde tenía crédito todo el año.

- Me acuerdo que un año nació una vecinita el 25 de diciembre por la madrugada, entonces supe que una mujer también podía ser bautizada con el nombre de “Jesús”. 

sábado, diciembre 08, 2012

El mayor de nuestros cuentistas

Julio Ramón Ribeyro

Miguel Ángel Hernández Sandoval

Releer y comprender la obra del mayor de nuestros cuentistas, es decir, de Julio Ramón Ribeyro, es también comprendernos a nosotros mismos. Muchos de sus lectores tenemos varios cuentos favoritos de él y más de un escritor joven (peruano y extranjero) tiene alguna deuda con, sin asomo de duda, este maestro de la prosa. Y es por su prosa sencilla, profunda y eficaz -que muy pocos saben lograr- que se le considera como un autor sin parangón. Pero Ribeyro no solo escribió cuentos, sino también novelas, dramas y otros textos que podríamos denominar piezas reflexivas y personales, y lo hizo con un tono íntimo y un lenguaje sutil, carente de voluptuosidades o retorcimientos. Ribeyro tenía un buen gusto por el detalle, y por su carencia de tono épico se le considera también como un escritor clásico pero del siglo XX y no del XIX como una vez, y de manera burlona, dijeron algunos de sus contemporáneos, y por ser un clásico nunca debe suponerse que va a pasar y quedar en el olvido.

Con su obra cuentística Ribeyro tiene y tendrá por muchos años una presencia definida y significativa en la literatura de habla hispana. La emoción monda y lironda mueve la mayor parte de sus historias a veces de muy marcada melancólica ironía. Él cultivó el cuento en sus vertientes mayores: el autobiográfico, el realista –que heredó sobre todo de Guy de Maupassant, Anton Chejov e Iván Turgueniev, y donde ubicamos los admirables cuentos de “Los gallinazos sin plumas” (1955)- y el fantástico, en el que logró verdaderas joyas como “La insignia” (1952), “Demetrio” (1953) y  “Doblaje” (1955). Pero aclaremos que la mayor parte de su obra se sitúa dentro del realismo. Él cultivó preferentemente, y de manera creciente a partir de 1954, la narrativa realista, pero entregándose a un realismo que calzaba con su escepticismo. Así, probablemente su cuento más admirable (simbólico y complejo), sea “Silvio en el rosedal” (1977).

Todos somos o podemos ser personajes ribeyrianos en algún momento de la vida, pues quién no ha tenido un fracaso. Este que es un tema pertinaz en casi toda su obra, muestra las limitaciones de sus personajes. Aclaremos que en Ribeyro el silencio sería el fracaso y la palabra del mudo una forma de imponerse a ese fracaso que, para él, es una condición general del ser humano. Ese fracaso expresa la incomodidad frente a la vida por sus diversas carencias, sin embargo, también nos revela que las aspiraciones del hombre son muy grandes. Y lo que él hace -en sus novelas y cuentos, pero sobre todo en estos- es buscar una versión más comprensible de la realidad en todos sus niveles; una realidad que no solo es peruana, pues los cuestionamientos que se plantea son los mismos que puede plantearse cualquier ser humano en cualquier parte del mundo. 
 
El sencillo y admirado autor de La palabra del mudo, Prosas apátridas y Crónica de San Gabriel (esta es la primera y la mejor de sus tres novelas publicadas), entre otros libros, nació en el barrio de clase media limeño Santa Beatriz un 31 de agosto de 1929 y murió un 4 de diciembre de 1994 en el Hospital de Enfermedades Neoplásicas. Residió en París y otras ciudades europeas, durante décadas y los últimos meses de vida los pasó en su casa del distrito de Miraflores. Los días sábados le gustaba pasear en bicicleta por el malecón de la Costa Verde y su parada obligatoria era frente a ese mar que siempre le gustó contemplar, también, desde su departamento de Barranco, donde tenía dos cuadros pequeños de Joan Miró. Ese mar le deparaba miles de ideas para seguir creando textos simplemente inolvidables. “Si mis libros perduran será debido a la perversidad de mis lectores”, escribió en uno de sus diarios. Y en la introducción a la edición definitiva de La palabra del mudo, obra que comprende, en dos volúmenes, toda su producción cuentística, publicada por Seix Barral en el 2010, escribió: “Mis cuentos, al menos así lo creo, son el espejo de mi propia vida (…) tan variados y dispares, fragmentos de mi vida y del mundo como lo vi”.

Sin duda, para escribir, Ribeyro bebió de su propia vida más que de cualquier otro escritor de su generación, pero por qué lo hizo; ¿por necesidad? O tal vez –como una vez dijo en una encuesta publicada en 1985 en un suplemento especial del diario Libération de París- “para continuar existiendo, una vez muerto, aun cuando sea bajo la forma de un libro, como una voz que alguien hará el esfuerzo de escuchar”. En otros escritores de su época la técnica se imponía a la comprensión, pero hay que aclarar que en casi toda la obra ribeyriana se pueden descubrir cosas muy técnicas que están por debajo de la obra. Es recién en los años setenta que se le empieza a conocer en España por la publicación de sus Prosas apátridas (1975), libro de contenido híbrido que se le clasificó como “literatura de carné”, por ser una colección de frases reflexivas y personales, como antes ya lo había hecho el francés Charles Baudelaire, es decir, anotaciones hechas al momento sobre cualquier circunstancia de la vida.

Si a Alfredo Bryce se le quiere y a Mario Vargas Llosa se le admira, a Julio Ramón Ribeyro se le quiere y se le admira por su sencillez y por haber sido un escritor muy reservado y tímido, tanto así que su obra permaneció durante buen tiempo oculta para el gran público. En La tentación del fracaso (1992-1995), su diario personal, escribió sobre sí mismo: “Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido”, y no le faltaba razón. Julio Ramón tuvo un hermano mayor llamado Juan Antonio, quien fue una persona muy cercana al escritor, y fue con él con quien tuvo una correspondencia epistolar magnífica durante varios años, escribiéndose maravillosas cartas cuatro veces al mes, misivas que luego de su muerte serían recogidas en el libro: Cartas a Juan Antonio (1996-1998). Otra persona querida y muy cercana al escritor fue Jorge Coaguila, respetado periodista cultural, quien fue una especie de biógrafo. Sabía muchos detalles de la vida del cuentista limeño, pues lo conoció personalmente y es autor de varias y memorables entrevistas a Ribeyro.

Ribeyro no fue ni conservador ni revolucionario. Para él la literatura era un ejercicio ético que tenía mucho que ver con la búsqueda del sentido de la vida en tiempos de una modernización desigual y contradictoria. Es un autor de culto, un narrador fundamentalmente urbano y el más moderno de nuestros clásicos. Era escuálido y el inmenso bigote negro que llevaba contrastaba con su nariz aguileña. Fue hincha del Universitario de Deportes y un fumador empedernido, y debido a la enfermedad cancerígena que padecía vivió con medio estómago durante más de veinte años. Si bien la fama no le llegó de inmediato, sonreía a menudo y nunca desesperó por el reconocimiento literario. Nunca se sintió cómodo frente a la algarabía y la expresión rimbombante. Nunca fue un escritor de conferencia, sino hasta sus últimos años. En la década de los noventa el París que él había conocido no existía más, por lo que decidió volver al Perú y porque al cabo de tantos años fuera sentía nostalgia, y entonces eligió Lima como su ciudad final. Si como novelista no destacó lo que nunca debe ponerse en duda es la calidad de sus cuentos, el humor inagotable de los Dichos de Luder (1989) y la profundidad inigualable de sus Prosas apátridas.

Si bien es cierto, los textos literarios ofrecen todo tipo de posibilidades de lectura, nadie puede hacer una lectura literaria de un libro de filosofía. Así, en Ribeyro, su obra en general, y en especial sus cuentos, son válidos como obra literaria artística. Al ser un buen escritor literario ofrece unas buenas lecturas. Sin desdeñar sus novelas, puesto que no son malas, los primeros libros de Ribeyro se leen como una obra con trasfondo social muy marcado, debido a sus personajes marginales que entroncan con una postura neorrealista. En algunos casos se ve la solidaridad del escritor con sus personajes, es decir, una obra que conduce a la reflexión, desarrollando diversos puntos de vista. Ese enfoque social en la cuentística ribeyriana a veces resulta que no es tan válido porque Ribeyro va más allá y es seguro que dentro de 20 años seamos lectores totalmente diferentes y tengamos otras perspectivas y apreciaciones, y por eso mismo será un clásico de la literatura hispanoamericana, en el tiempo y en el espacio, al mismo nivel de otros maestros del relato corto como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Juan Rulfo. 

domingo, noviembre 18, 2012

Las aberraciones del machismo

Fotografía: Adolfo Venegas
Víctor H. Palacios Cruz
Escritor y profesor de filosofía
  
Hace unos días, unos colegas compartimos la lectura de la célebre obra de teatro de Henrik Ibsen, Casa de muñecas, cuya protagonista, Nora, es una joven esposa confinada por su belleza a una condición doméstica y ornamental. Tras un suceso infeliz, su palabra pierde credibilidad y el trato cariñoso que le dirigía su marido –“pajarillo”, “alondra”– revela un fondo de sutil menosprecio. El desenlace es el de una mujer que, defraudada, emprende una arriesgada rebeldía.

La razón por la cual sentimos la especial pertinencia de esta historia –estrenada en Noruega en 1879–, tiene que ver con el inocultable machismo de la idiosincrasia de nuestro país. Sin duda, es un logro de nuestros días el ver con creciente frecuencia a padres jóvenes saliendo a dar un paseo con un bebé en los brazos. Una señal promisoria que, sin embargo, no acalla la persistencia de esa extendida presunción acerca de la superioridad del varón sobre la mujer, que da lugar a una relación asimétrica de dolorosas y a menudo silenciadas consecuencias.

Un amigo recibió esta confidencia de un hombre que buscaba su consejo: “mi hija dejó la universidad al quedar encinta; tuvo su segundo hijo y ahora quiere volver a las clases, pero mi yerno no la deja, porque dice que si desea estudiar es porque no lo quiere y planea abandonarlo”. En otra ocasión, una chica contaba sus angustias: “mi hermana se acaba de comprar un carro, pero su pareja, que ya tiene uno, le ha dado diez días para que lo venda, porque dice que ella no tiene por qué tener su auto y si lo quiere es porque piensa sacarle la vuelta”.

Sucesos de esta clase se multiplican a nuestro alrededor. El machismo es una tara milenaria nacida, quizá, de un ancestral estado de guerra y prolongada por una culpable incomprensión de la psicología femenina. Para Aristóteles, la mujer era un ser “deficitario”. Kant juzgaba que “debía ser sometida, domesticada y retenida en el hogar, entre la dulce penumbra del reluciente mobiliario”. Como una muñeca. Tolstoi gruñía: “hay más pelos en un huevo que ideas en una mujer”, y Nietzsche bramaba: “cada vez que debas ir donde ellas, ve provisto de un látigo”. Tal vez el que la inteligencia femenina fuera distinta –de ahí su inmensa aportación a la sociedad y la cultura de nuestro tiempo– fue una infame excusa para su destierro de la esfera cívica e intelectual. Aún más ominosa es la práctica de cierto extremismo religioso que fuerza a las mujeres a vestir burkas que las cubren por completo como si su sola figura ofendiera la calle.

En su anhelo por abatir estas creencias convertidas con los siglos en rígidas instituciones, los feminismos del siglo XX incurrieron en el similar error de reclamar una igualdad absoluta que disolvía las incontrovertibles diferencias. Las chicas de los años cincuenta empezaron a usar pantalones como un gesto de su aspiración a la equidad; pronto fue evidente que estas prendas no podían ser idénticas, por lo que adquirieron una forma propia e inconfundible. En España se defendió con ardor la obligación de repartir equitativamente los cargos públicos; pero, ciertamente, resulta humillante decirle a alguien que es ministra o senadora por causa de una cuota de género antes que por sus propias cualidades.

¿Hasta dónde llega la esencial igualdad y dónde empiezan las variables diferencias? ¿Cuánto hay de naturaleza y cuánto de cultura en lo que presuponemos masculino y femenino? El discernimiento no es sencillo. A orillas de la laguna de Ñahuinpuquio (Junín), conocí a una comunidad cuyos miembros no seguían los roles que muchos creemos universales: las señoras se ocupaban del surco y del ganado, y los señores se quedaban en casa, cocinando y atendiendo a las visitas. Al pagar mi almuerzo, mi anfitrión respondió que hablara con su esposa, pues ella se encargaba también del dinero familiar.

El educador peruano Constantino Carvallo observaba que, en la perpleja conciencia que una adolescente tiene de sus cambios corporales, surge esa más fina sensibilidad y esa riqueza de interioridad que, pronto, contrastan con el general desaliño de los muchachos. Atentas a su fisiología, ellas perciben el entorno con más detalle y corazón, y tienen una relación más asidua y enaltecedora con los objetos. En las aulas, las chicas llevan cartucheras atestadas de utensilios, mientras los chicos llegan apenas con un lapicero destapado metido en el fondo de cualquier bolsillo.

La historia de las progresivas conquistas de la igualdad –contra la diferencia de clases, la esclavitud y el racismo– se funda en el principio inequívocamente cristiano de la común naturaleza de los humanos que, a decir de Hegel, fue poco a poco impregnando los hábitos y las legislaciones. De otro lado, es tan popular como absurda esa consideración sobre la existencia de un sexo débil. El cuerpo varonil tiene, hacia fuera, una fuerza mecánica superior; pero la anatomía de una mujer es, hacia dentro, mucho más vigorosa. No podría ser de otro modo, pues ella alberga dentro de sí a una criatura a lo largo de nueve meses.

Como trataba un día con mis estudiantes, el machismo –al igual que el matriarcalismo– contraviene ferozmente el principio de que uno y otra tienen la misma esencial humanidad. Según Pico de la Mirandola, lo que definitivamente nos aparta de los demás vivientes es el hecho de que no tenemos la vida dada, sino que cada uno ha de resolverla por sí mismo. Cada cual construye su destino con una libertad que tanto le permite ascender a los cielos como lo arriesga a enlodarse con los puercos. Nada más contrario a esta irrenunciable dignidad que ese verticalismo que suplanta la voluntad de otra persona, de la que dispone como de un objeto. Que socava a la otra individualidad y pretende que todos sepan –canta un vals peruano– que es “mi propiedad privada”.

Robert Louis Stevenson decía: “el matrimonio es una larga conversación”, y el diálogo presupone un parecer y una capacidad de acuerdo propias. Un mismo horizonte de mutuo aprendizaje y enriquecimiento que es, a la vez, el lugar equilibrado donde podrá erguirse, más justa, la nueva vida que comienza.

De 9 a 9 y 45 de la mañana


Ricardo Ayllón

Son las 9 de la mañana y vuelvo a casa luego de dejar a mis hijos en el colegio, aparco el automóvil en la cochera interior del edificio, subo a mi departamento, enciendo la computadora, pongo al Gran Combo de Puerto Rico como música de fondo, me preparo café en la cocina, vuelvo a la computadora, abro un archivo en Word y me acomodo frente a la pantalla.

Es jueves 15 de noviembre del año 2012 y aún no sé sobre qué escribiré para llenar esta blanca y vasta página virtual de 16 centímetros de ancho por 23 de alto. Solo sé que tengo ganas de darle a las teclas y me daré el gusto. Aquí estoy, decidido a poner las primeras palabras ahora que suena Un verano en Nueva York y paladeo con cuidado este negro café caliente endulzado con stevia (para no alterar mi dieta).

Se me antoja acompañarlo de un pan con queso, aquel queso fresco bajo en sal que ayer por la tarde compré en la única tienda de lácteos cajamarquinos que hay al sur de Lima. Doblo sin dificultad la última y enorme pieza de pan árabe que queda en la panera y la relleno con una buena rebanada de queso. Regreso a la computadora y mientras empieza a sonar Azuquita pal café (“Que inspirado el creador cuando hizo a la mujer…”), busco mis Winston en el bolsillo interno de la casaca, la cajetilla tiene los dos últimos cigarros, me pongo uno en la boca y, ahora que busco el encendedor y me levanto para ir por el cenicero, suena el teléfono.

Es Juan López, mi joven amigo de Barranca que acaba de llegar a Lima, está en el centro, en el Parque Universitario, esperando abordar un taxi que lo traerá hasta mi casa para que juntos vayamos a visitar a un poeta limeño que vive cerca de aquí, necesita hablar con él, pedirle apoyo con el tema de su tesis que lo convertirá en profesor de Literatura. Cuelgo el teléfono, recuerdo el encendedor y el cenicero. El encendedor estaba en el primer cajón del escritorio; y el cenicero, creo haberlo visto en la cocina (¿qué hace en la cocina?).

Vuelvo de la cocina con el cenicero en una mano y, en la otra, otra rebanada de este queso que, pese a tener tan poca sal, no empaña aquel gustillo campesino de Cajamarca donde viví hasta hace medio año y aún echo de menos. Suena el teléfono otra vez, preguntan por el señor Gamarra de Muebles Ferrini. “Número equivocado”, respondo con apuro. Todos los días llaman a casa preguntando por alguien de los dichosos Muebles Ferrini. Recuerdo que hay que hacer la queja a Telefónica del Perú por este abuso, pero no es momento para eso. Tengo ganas de darle a las teclas y quiero darme el gusto.

Antes de volver a la computadora abro las ventanas para que el humo del cigarro escape por allí, a nadie en casa le agrada que fume y debo evitar que se quede el olor. Cuando estoy solo me doy un gustito, fumo especialmente al empezar a escribir, como ahora; para imaginar que soy un escritor de verdad y las palabras fluyan sin dificultad. Otras veces me preparo un trago, un poco de ese ron cubano que siempre pido que me regalen para mi cumpleaños y que aprendí a disfrutar en Huaraz, a donde me fui a trabajar hace veinte años como secretario de juzgado (qué pérdida de tiempo). Pero el Havana se agotó hace unos días. Lo terminé precisamente con Juan López que también vino a Lima una semana atrás e invité a almorzar a casa.

Desde hace un par de minutos llega el ruido de un insistente martilleo, alguien está haciendo modificaciones en su departamento y ha escogido esta bella hora de la mañana para golpear horriblemente. Se me esfuman las ideas, solo tengo en la cabeza este ¡pum, pum, pum! que no tiene cuándo parar. Recuerdo que en el auto venía cocinando una buena historia, la de una niña de apenas cinco años que ha sido testigo de un violento accidente de tránsito y, a tan corta edad, tiene que luchar contra el trauma. Pero ahora este martilleo que… creí que nunca iba a cesar y, sin embargo, mágicamente se detiene.

Ahora se extingue entre mis dedos el primer cigarrillo. Enciendo con tristeza el último pensando en que no tendré dinero para comprar otra cajetilla hasta que me paguen por el trabajo que le hice a una municipalidad de provincias. Debo llamar por teléfono a la municipalidad para insistir con el pago de la factura. Es una molestia estar llamando para cobrar, una auténtica molestia a pesar que tengo experiencia en el asunto; una vez trabajé como cobrador, cuando tuve diecinueve años y cursaba el tercer año de Derecho. Fue el primer trabajo de mi vida, cobraba las suscripciones de una revista jurídica a grandes empresas y célebres abogados de esta ciudad. Mi zona de cobranzas la conformaban Miraflores, Lince, Jesús María y Pueblo Libre. Hacía esos cuatro distritos a pie, vestido de saco y corbata en pleno verano e ingresando a edificios, estudios de abogados y grandes oficinas detrás de un pago por el que siempre me hacían esperar más de lo debido, aunque solo así pude conocer varios rincones de esta frenética ciudad a la que terminé acostumbrándome.

Pero me estoy yendo por las ramas. Me he sentado a escribir, son las 9 y 45 de la mañana y aún no he tecleado una bendita palabra…

martes, noviembre 13, 2012

Acechando a la señora C




Ricardo Ayllón

Mientras la señora C cumple con su hora diaria de caminata en el patiecito que une los departamentos del edificio donde vivo, la observo desde el tercer piso aspirando mi cuarto cigarrillo de la mañana. Ella padece cáncer (no le he preguntado a qué), y yo permito que crezca el mismo mal dentro de mi cuerpo ahora que el tabaco se convierte en un bicho ansioso carcomiendo insensiblemente mi débil voluntad.

La señora C lleva una pañoleta azul en la cabeza para ocultar su cabeza rapada, y yo una bufanda del mismo tono para protegerme del frío. Ella esconde las tristes consecuencias de una enfermedad que acaba con su organismo, y yo exhibo la inminencia de otra igual tras las volutas de humo que produzco con resignado placer.

El mismo destino en períodos diferentes. ¿Cuánto tiempo de vida le queda a la señora C? ¿Y cuántos años, cuántos, días, cuántas horas me quedan a mí por vivir? Mis abuelos paternos y uno de los maternos padecieron cada quién su propio cáncer que lo llevó a la tumba, mi padre lucha contra otro desde años atrás, y yo reflexiono en esta idea a diario esperando la enfermedad con la impavidez de quien nada puede ante el momento inevitable.

Enciendo el quinto cigarrillo y la señora C ensaya un movimiento cómico con el que intenta aspirar el aire rancio en esta mañana capitalina de smog y cielo encapotado; mientras tanto, pienso en la improductividad de su esfuerzo y en el tratamiento que me tocará en suerte luego de ese diagnóstico oncológico que aguarda asolapado a la vuelta de la esquina.

Ah, señora C, apenas la conozco. Llevo seis meses en este nuevo edificio de departamentos, y fue hace tres semanas que la vi por vez primera contemplando su propia imagen frente a los ventanales que dan acceso a este patio donde llega todas las mañanas para encontrarse con su soledad. Si supiera que la observo, si supiera usted que veo en su imagen la mía propia proyectada de aquí a unos años. Usted no sabe que su limitada eternidad es como si fuera mía, y que ratifico mi condición perecedera reconociéndome a diario en su endeble cuerpo de ceniza.

Yo la quiero, señora C, la quiero de la misma forma en que me enternezco con las flores que empiezan a mostrar sus primeros pétalos marchitos, de la misma manera en que llegué a comprender que este planeta jamás se inquietará por la extinción de su capa de ozono, igual que lo que siento por el crepúsculo, ese instante del día en que lo irremediable solo sabe convertirse en penumbras. La quiero así, señora C, porque personifica usted la mortandad imperiosa de la vida, la ley universal de la existencia, el natural reverso del anverso; y la quiero porque su muerte gradual me crea un destino que no necesito adivinar.

Esta mañana usted ha levantado la mirada y, sin un sol que la ciegue ni un ave que distraiga su atención, percibe mi presencia en esta ventana del tercer piso. Intenta saludarme pero duda de que la distancia que nos separa permita a su frágil voz llegar hasta mí. Solo hace un respetuoso ademán y se queda aguardando mi reciprocidad. Pero ya la tiene, tiene mi reciprocidad desde hace tres semanas, cuando la conocí y me involucré con usted pensando con afecto en su condición. Buenos días, señora C, tiene usted el saludo de este otro mortal que espera encontrarla por siempre en el patiecito cancerado de la muerte.

domingo, octubre 28, 2012

Un elogio de los viajes

Fotografía: Gabriel Alama

Víctor H. Palacios Cruz
Escritor y profesor de filosofía


I

Según Martin Buber, vivir demasiado en medio de la muchedumbre nos diluye y vivir demasiado en el propio interior nos distorsiona. O disipamos la individualidad ―el ser mundo para uno y, por ello, para otros, decía Rilke― o la magnificamos al precio de perder la realidad ―pues nada libra al yo de sus propios tormentos como salir de él, decía Victor Frankl―.

Hay dos fuerzas supremas en nuestro tiempo, las dos tienden hacia la soledad: la suplantación de las tangibles realidades por su posesión impalpable en las virtualidades informáticas. Para qué salir, para qué movernos y buscar: todo queda al alcance de un leve click. En segundo lugar, la persistencia de la autoimagen fomentada por la excesiva estetización de la apariencia y una publicidad que exige examinar todo el tiempo nuestra ropa, la silueta, el cabello, la dentadura, la salud, comparándonos sin contento con los modelos de la pantalla, probando sucesivas identidades que dejan la impresión de un yo insustancial, dibujable por el trazo de cada día.

Muchas locuras surgieron de encierros mentales. Descartes creyó que teníamos ideas innatas, cuyo aprovechamiento metódico por obra de la razón garantizaría una ciencia completa de todas las cosas sin contar con ellas para nada. Don Quijote se convenció de que vivía en las páginas de los libros de caballería y emprendió las peripecias más insensatas y también las más conmovedoras. En la película La caída, Hitler, recluido en su búnker y presa de delirios, creía que aún podía ganar la guerra cuando afuera crecía el estruendo enemigo.

No es la razón la que nos instala en el mundo, sino el trato continuo con él. La cordura no proviene sino de la convivencia y la inclusión de otras miradas que también abarcan lo que nos rodea. Escribe Claudio Magris: “la simple aparición de las cosas es buena y verdadera, la superficie del mundo más real que las gelatinosas cavidades interiores”, porque “quien permanece siempre dentro, fantasea y se pierde, acaba por quemar incienso a algún ídolo de humo que surge de los desechos de sus miedos”.

Qué podría, pues, propiciar esa “aparición de las cosas” tanto como el traslado de los viajes y el momentáneo abandono de lo cotidiano. Cuenta Rousseau: “Nunca he pensado tanto, existido y vivido, ni he sido tan yo mismo, como en los viajes que he hecho a pie y solo. El andar tiene para mí algo que me anima y aviva mis ideas; cuando estoy quieto, apenas puedo discurrir; es preciso que mi cuerpo esté en movimiento para que se mueva mi espíritu. La vista del campo, la sucesión de espectáculos agradables, la grandeza del espacio, desata mi alma, me comunica mayor audacia para pensar y parece que me sumerge en la inmensidad de los seres”.

Milan Kundera evocaba las “ventanas de Dios” de las que hablaban los campesinos checos que, antaño, dormían libremente al raso. Rousseau añade: “Nunca me ha gustado hacer mis oraciones en una habitación; me parece que las paredes y todas esas pequeñas obras del hombre se interponen entre Dios y yo. Me gusta contemplarle en sus obras”, pues mi oración “consiste más en admiración y contemplación que en súplicas”.

Cualquier paisaje oxigena una cabeza saturada de sofocaciones urbanas, en un encuentro que tiene el efecto de una recuperación. Robert Walser, escritor suizo, veía en la imprevisibilidad del paseo una rebeldía contra las máquinas y el mercantilismo de la sociedad industrial, que prefería lo seguro y productivo a las incertidumbres de la libertad. Pero Walser no celebraba la montaña alta o el océano tempestuoso, sino la modesta flor del camino o el cobijo de los bosques. Murió en la última de sus caminatas, postrado sobre un espesor de nieve recién caída de los cielos.
           

II

Pero no se trata sólo del descubrimiento de los lugares. A través de ellos sucede, espontáneo, el incremento de uno mismo. Los ingleses del siglo XVIII instituyeron el viaje como una etapa conveniente en la formación de un caballero. Mucho antes que ellos, Michel de Montaigne decía sobre la educación del niño: “las relaciones humanas le convienen extraordinariamente, y la visita de países extranjeros, no sólo para aprender, a la manera de los nobles franceses, cuántos pasos tiene la Santa Rotonda, o la riqueza de las enaguas de la Signora Livia, sino aprender sobre todo las tendencias y costumbres de esas naciones, y para rozar y limar nuestro cerebro con el de otros”. Es hermosa su intención: “no conozco mejor escuela para formar la vida que presentarle sin cesar la variedad de tantas vidas, fantasías y costumbres diferentes, y darle a probar la tan perpetua variedad de formas de nuestra naturaleza”.

Algunos cotejan la comodidad de sus sillones con la perturbación de los desplazamientos. Montaigne, más resuelto, contesta: “Me gustan las lluvias y los lodos como a los patos. El cambio de aire y de región no me afecta. Cualquier cielo me va bien. Solo me golpean las alteraciones internas que genero en mí mismo, y estas me atacan menos cuando viajo”.

Nadie despeja mejor un problema que cuando lo aparta de la vista; ningún estudiante consigue las palabras que buscaba pugnaz en la computadora que cuando se va por un instante. Y cuántas máscaras caen a lo largo de un recorrido en que se suceden reacciones y conductas ya no inspiradas por la rutina. Dónde se conoce uno a sí mismo más claramente sino en la relación con las cosas que el cambio reacomoda.

Los escenarios nuevos enriquecen; pero el viajero debe estar dispuesto a sus encantos. La irrupción de un templo griego o un palacio persa no maravillará a un insensible. Es más, dice Chateaubriand, “son las personas las que vuelven bellos los lugares. Los hielos de la bahía de Baffin pueden resultar amenos con una grata compañía, y tristes las orillas del Ohio cuando falta todo afecto”. Sin duda, la verdadera travesía es la que se realiza en uno mismo. Observaba San Agustín: “van los hombres y admiran las cumbres de las montañas, las vastas aguas de los mares, las anchas corrientes de los ríos, la extensión del océano, los giros de los astros; pero se olvidan de sí mismos”.

Los sellos del pasaporte, los stickers de las maletas aseguran la movilidad de su dueño, no su grandeza. Para Chateaubriand, “el hombre no tiene necesidad de viajar para crecer; lleva consigo la inmensidad. Un acento escapado de vuestro pecho no conoce medida y halla eco en miles de almas: quien no tiene dentro de sí esta melodía, en vano la pedirá al universo. Sentaos en el tronco del árbol abatido en el corazón del bosque: si en el profundo olvido de nosotros mismos, en vuestra inmovilidad, en vuestro silencio no encontráis el infinito, es inútil que os perdáis por las riberas del Ganges”.

Equivocados, creemos que la sola mudanza cura el alma o la sosiega. Séneca advertía: “¿Te extraña como si fuera una cosa nueva el que con un largo viaje y con tanta variedad de lugares visitados no hayas arrojado la tristeza y el agobio del corazón? Debes cambiar el alma, no el clima. Aunque cruces el vasto mar, los vicios te seguirán a cualquier parte que vayas. Sócrates contesta a uno que le preguntaba esto mismo: «¿Qué te extraña que no te aprovechen nada los viajes, puesto que te llevas a ti mismo?» ¿Preguntas por qué no reconforta la huida? Porque huyes contigo mismo”.

Creo, con Levinas, que nada ensancha al yo tanto como los lazos con los que amamos. Como el amar mismo, al fin. Dice Proust: “unas alas, otro aparato respiratorio, que nos permitiesen atravesar la inmensidad, no nos servirían de nada, pues trasladándonos a Marte o a Venus con los mismos sentidos, darían a lo que podríamos ver el mismo aspecto de las cosas de la tierra. El único viaje verdadero, el único baño de juventud, no sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es”. No nos atraen las personas por lo que son ahora, sino por cómo seremos a su lado con el tiempo.

La vida entendida como un camino. Vieja metáfora. Cada momento es él solo una meta si tenemos sentidos para apreciarlo y corazón para agradecerlo. Pero también es cierto que, por nuestras ambiciones, el presente resulta estrecho y pronto estallan sus botones. Nunca dejamos de avanzar. “Interesa más tú que llegas ―recuerda Séneca― que adónde llegas; por tanto, no debemos entregar el corazón a ningún lugar. Debe vivirse con esta convicción: Yo no he nacido para un solo rincón; mi patria es todo este mundo”.

Quizá a cierta altura del sendero se tornen cristalinas las recias palabras de Hugo de San Víctor: “El hombre que encuentra su patria dulce es todavía un tierno principiante; aquel para el que cualquier tierra es su tierra natal es ya fuerte; pero quien es perfecto es aquel para quien el mundo entero es como un país extranjero”.

viernes, octubre 26, 2012

El mar y los libros

Pacasmayo


Ricardo Ayllón

El mar tiene la forma de siempre, aquella prolongación brutal que al parecer no se contiene en el recipiente que le ofrece este planeta. El mar es el mismo que he conocido desde la niñez, y sin embargo aquí en Pacasmayo, ochenta y dos kilómetros al norte de Trujillo, ha decidido adoptar la mansedumbre de un animal domesticado por la paciencia de lo humano.

Los pacasmayinos deben saber lo que tienen porque no han aprisionado al mar con rocas como en mi tierra, Chimbote, sino que lo han dejado al albedrío de una playa serena que por las noches reverbera como un ronquido bueno. Lo custodia un viejo muelle de escasos pescadores, y lo acechan visitantes venidos de todo el mundo para hacer de esta costa y de su malecón un paraje grato en el que asilamos ahora nuestros libros.

La actividad a la que hemos sido invitados se llama II Feria del Libro Popular “Graciela Zárate León”. Convocados por la librería Infolectura y la Municipalidad Distrital de Pacasmayo, escritores y editores solo sabemos agradecer la libertad, el sosiego y la hermosa vista. No importa que lleguen pocos compradores, no interesa que éstos apenas nos atiendan en este auditorio al aire libre levantado con un toldo casi trasparente; lo que importa son estas aguas inmensas frente a nosotros, y su hermano sol quemándonos los rostros con benevolencia como si supiera que a los forasteros se les trata bien.

Escritores de los valles de Jequetepeque, Santa y del mismo Trujillo, junto a otros invitados, como Carlos Rengifo, de Lima, ponemos a la lectura en primer plano. Uno a uno, nos turnamos el micrófono y decimos por qué es tan importante –en este nuevo siglo que corre a cien por hora– apaciguar nuestros minutos en un libro. Lo decimos con fervor, con persuasión, con conocimiento de causa, y sin embargo no sabemos si tales palabras prenderán en los corazones de estos estudiantes pacasmayinos citados para la ocasión, o se perderán en la mar que tenemos frente como una travesía inútil. 

Víctor Gómez Ruiz es nuestro anfitrión, docente y escritor que nos brinda su casa y la de su padre para quedarnos estos tres días en su tierra. Él sabe amenizar las horas con su carácter bonachón, su estupendo estilo de contar chistes y de hacernos probar potajes del lugar, como la Malaya, encantador preparado de falda de res sancochada, acompañada de cebollas. A su amplia sombra nos embebemos de las tradiciones, las historias populares, los personajes conocidos y no tan conocidos del lugar, como mi amigo el médico y escritor Marco Cueva Benavides, natural de Pacasmayo pero chimbotano de corazón. Víctor me señala la casa paterna de Marco, en una esquina del jirón Callao, donde distingo ahora el nombre de una panadería.

“El invierno pacasmayino tiene su particularidad, el cielo no se pone gris, se vuelve celeste opaco, es como si Dios hubiera corrido una cortina transparente en el firmamento consiguiendo poner un sello color tristeza”, escribe Víctor Gómez en uno de sus cuentos. Afortunadamente nosotros no lo estamos conociendo así, es primavera y el sol en estos días se ha impuesto como un dios que, confabulado con el mar, nos dibuja un Pacasmayo risueño.

****

“La palabra Pacasmayo tiene dos etimologías: una viene del muchic ‘Pakatnamú’ que quiere decir ‘padre común’, tal como nombraron al guerrero chimú que vino del mar a conquistar estas tierras; y la otra, deriva de los vocablos quechua ‘paccasca’: escondido, y ‘mayu’: río”, me explica Antonio Escobar Mendívez, el buen decimista guadalupano que hace dos décadas difundió mucha literatura por estos valles desde su revista Runakay. Tomo nota y prefiero quedarme con la primera acepción, con la de Pakatnamú, el antiguo cacique a quien ahora invoco acercándome al mar que tengo enfrente. Le recuerdo el paso de los siglos mostrándole un libro, este invento de los hombres nuevos que, entre su tiempo y el mío, fue desestimado por el último emperador inca en las alturas de Cajamarca; le explico a Pakatnamú que en este artefacto se deposita ahora el conocimiento humano, que los astros, la historia y el tiempo pueden ser contenidos en este aparato de papel y tinta; pero me niego a hablarle de lo que se avecina, de los artilugios de la electrónica, porque temo extraviarme en mis palabras.

Luego callo para sentirlo y, desde allá, desde el mar por donde una vez llegó, advierto su presencia. No sé si me agradece o ignora, si ha escuchado con atención o con la paciencia consternada de Atahualpa. Lo cierto es que está vivo, aquí está Pakatnamú, frente a mí, amo de los vientos y de las aguas que agitan mi pobre humanidad en esta hora en que intento unificar su tiempo con el mío, y le agradezco mi lugar en su territorio lanzando un libro al mar como única ofrenda.

Retorno a Lima con esta imagen, con el retrato de un puerto que –pese a su escasa sensibilidad a la hora de escucharnos hablar de libros–es benevolente desde su mar y su historia. Por eso me voy con la fotografía mental de mis amigos escritores, de su calidez, de su pasión creativa, estimulado además por el paisaje de una costa asentada para siempre en el corazón y en el alma. 

sábado, octubre 20, 2012

ANTONIO CISNEROS DIED 2012 AGED 69

La edad dorada. César Calvo y Antonio Cisneros, poetas.
 
POR: César Ángeles L.

Me miran (si me ven)
como a un muerto
con el último cigarro entre los labios.

 
Me veo en esta banca, pensando en el muerto que acabo de ver no hace mucho. Es el poeta Antonio Cisneros Campoy, de quien vine, algo tarde es verdad, a despedirme en su velorio. Inclusive pensaba yo que la iglesia miraflorina de Fátima (donde hice, además, mi primera comunión many years ago) estuviera cerrada. Pero no. Cuando llegué, el velatorio estaba aún abierto, la gente merodeaba susurrando, el mar seguía al frente tras el parque y el malecón. Iba a saludar a este hombre con quien me unieron algunos momentos fugaces en mi vida, en la suya. En el trayecto pensaba cómo se le vería en la cama final de madera, qué le diría en silencio, a quién saludar si casi no conocí a su familia, y menos a sus amigos, de varios de quienes más bien me alejé por diferentes perspectivas y actitudes ante la vida y la política. Me dije que no podía ir a ese velorio con las manos vacías, así que en un grifo cercano compré un ron nacional y una gaseosa para mezclar mientras me quedara allí. Pienso que a él le hubiera gustado la idea, gato nocturno como era, de cervezas y cigarros casi en cualquier esquina donde hubiese ambiente para conversar largas horas de noche.

Me acordé de Cisneros, me preguntaba cuándo fue la primera vez que lo vi. En la Universidad Católica, donde yo acababa de ingresar. Recuerdo lejanamente que hubo un recital organizado para acompañar algún acto político. Recuerdo a Cisneros, a aula llena, diciendo que leería unos poemas para la coyuntura, porque este acto, dijo, no era un acto poético sino más bien político. Todo salió bien. Luego, en un grupo de amigos, se fue a un auto mediano, y por alguna razón, quizá porque yo conocía a alguien del grupo (creo que eran los jóvenes poetas del colectivo La sagrada familia), yo también subí al auto y anduvimos algo apretados. En el camino, como era su costumbre, la ironía, el humor y la voz de Cisneros coparon el aire. Todos reíamos con las bromas. De pronto, me miró y dijo: ‘Quién es Alien?’ (aludiendo a la película Alien, el octavo pasajero, de 1979). Le hablaron de mí, de amigos comunes, y la conversa siguió su curso. Creo que más adelante me bajé, y ellos adónde se irían. Por entonces yo era, claro, más joven, como todos, y Cisneros era, hace rato, un reconocido poeta de la destacada promoción del 60. Tenía el aura de haber sido amigo de admirados poetas nuestros  como Javier Heraud y Luis Hernández. Él mismo era admirado por una poesía a caballo entre la historia, la conciencia política crítica de izquierda, el lirismo coloquial de marca anglosajona, y el cosmopolitismo mixturado con personajes, hechos y factores de nuestra realidad peruana y latinoamericana. Era un poeta mayor, y yo, como otros, lo veíamos con admiración, curiosidad y cierto temor de chiquillo recién ingresado a los estudios universitarios.
No recuerdo si volví a verlo en los inmediatos años siguientes. Pero claro que seguí su trayectoria literaria y periodística, especialmente por su  labor en El Diario de Marka, aquel vocero de la izquierda nativa, donde fundó y dirigió un suplemento cultural que hizo historia: El caballo rojo (1980-1984). Como tantos, yo lo leía cada semana con interés redoblado. Aquel suplemento reunía a lo más graneado de la intelectualidad de izquierda de esos tiempos, cuando la pólvora empezaba a hacer lo suyo en el interior del país. Bajo la dirección de Cisneros, ofrecía un panorama amplio, acertadas colaboraciones, y fue una experiencia periodística que marcó época. Cisneros también venía de integrar el ‘Comité divertido’ de ese otra delirante publicación que fue Monos y monadas, dirigida por Nicolás Yerovi, nieto del famoso costumbrista Leonidas Yerovi, y que en 1978 –en plena dictadura militar–resucitó el viejo proyecto de periodismo humorístico-político de su abuelo. En El caballo rojo, Cisneros publicaba su columna editorial ‘A caballo’, con visiones agudas sobre la coyuntura política, que a veces combinaba con el testimonio personal, fruto de sus muchos viajes y su conocimiento de diversidad de personas con diversos oficios. Así que estaba en pleno apogeo, y sus libros corroboraban su vigencia en el panorama nacional y latinoamericano.
Cuando arreció la guerra interna, que tuvo como antagonistas principales al PCP-‘Sendero Luminoso’ y al Estado peruano, a mediados de los 80, El Diario de Marka dejó de salir, y luego se refundó bajo una línea más radical, y la izquierda tradicional –aquella que había concitado tanta votación a comienzos de dicha década, con el retorno al régimen constitucional– afirmó su plegarse más al orden existente, al mismo tiempo que fue deslindando con la lucha armada iniciada por una de sus fracciones como lo era ‘Sendero’ desde los años 70. La ‘metáfora Cisneros’, como bien ha caracterizado Javier Garvich (ver enlace respectivo al final), también se fue haciendo y deshaciendo al ritmo sincopado de la izquierda legal peruana y sus espirales. O sea que lo de Cisneros, cómo así fue convirtiéndose en metáfora de sí mismo, de aquel joven esperanzado y cuadro del socialismo, no aconteció por generación espontánea. Fue el caso de una izquierda de la que él era una de sus cabezas más visibles, por su capacidad histriónica, su eficacia para ser mediático, en un país donde los poetas se dan como hongos pero donde cada vez se lee/se disfruta/se vive menos (en) poesía. Quizá es verdad que, a su modo, Cisneros puso la poesía en un lugar visible de la estantería nacional de estos años. Casi un Chocano reciclado en los tiempos del marxismo o el postmarxismo latinoamericano, pasando por los hippies y mayo del 68. Pero ese lugar visible ¿de qué estaba hecho? En esta crónica (de chapi) es mejor que las palabras sigan corriendo según su propio ritmo misterioso.
Hacia 1987, sin embargo, Lima no había sido tan golpeada como lo sería a fines de la década, y yo me fui a un viaje de 3 meses por Sudamérica. Recorrí varios países, y con ayuda de mis amigos poetas, contacté a otros artistas y escritores en las ciudades donde iba recalando, todo por autopistas y viajando de las formas más diversas. Por entonces, hacer autostop era viable. La cuestión es que, al final del periplo, regresé a Lima algo apesadumbrado porque Brasil me había fascinado, y en el avión que me traía de regreso, desde La Paz, pensaba si debía haberme quedado en Brasil a vivir de algún modo. Pero estaba de vuelta. Y en la mochila me traje una larga entrevista grabada con un poeta mayor de Chile, Enrique Lihn. La misma apareció a dos amplias páginas en La República, y desde entonces empezó mi trabajo periodístico en diversos medios. Asimismo, ese año tuve la sorpresa grata de aparecer incluido en una antología de poesía peruana joven, elaborada por amigos poetas, con una reducida lista de 12 autores. El libro, por eso, se llamó La última cena (Lima, 1987), y desató adhesiones y denuestos.
Cuento todo lo anterior, porque la siguiente ocasión que vi a Cisneros de cerca, yo figuraba en una antología, y estaba por realizar mi memoria de bachillerato en la Católica. Había hablado con mi asesor, el crítico y editor Abelardo Oquendo, a quien le comenté de mi interés por trabajar lo lúdico y el humor en la poesía de Luis Hernández. Él me escuchó, y luego me sugirió la idea de trabajar la poética de Antonio Cisneros, quien también tenía una mirada crítica sobre la realidad contemporánea, era de aquella generación de Hernández, y empleaba los recursos de la ironía y el humor en su poesía. Además, estaba vivo, lo cual podría facilitar mi trabajo. No me pareció mala idea en ese momento, y decidí entrevistarme con el célebre autor de Canto ceremonial contra un oso hormiguero. No recuerdo detalles, solo que Cisneros aceptó gustoso apoyarme, lo cual me sirvió para calmar cierta impaciencia que aparece en esos trances académicos. Así que, dialogando con él, recabé información de primera mano sobre su poética, sus experiencias, así como sobre cierta bibliografía que podía consultar, como trabajos críticos e incluso otras tesis sobre su poesía. Me prestó un vasto archivo periodístico acerca de sus libros. En el camino, decidí que si iba a indagar por recursos retóricos como la ironía y el humor, bien podría hacer una suerte de análisis comparativo entre el primer Cisneros, aquel joven precoz de Comentarios Reales (1964, Premio Nacional de Poesía), y aquel otro ya más maduro, cuando ganó el ‘Casa de las Américas’ (1968, Cuba) con Canto ceremonial contra un oso hormiguero. Él mismo dijo, en una entrevista, que en este segundo libro integró más dialécticamente los ámbitos de lo privado y lo público: el ambiente familiar-individual con el ambiente social-histórico. Con mi asesor, vimos que Cisneros pasaba de la ironía mordaz y crítica contra el patriotismo criollo y sus mitos, al humor de su segundo libro, donde con una mirada igualmente crítica, pero menos satírica y más humorística, desmontaba la ética y mitología del capitalismo en relación con la historia contemporánea y el Perú. Un libro más ambicioso, sin duda, considerado por muchos -me incluyo- como su obra mayor.

Sin embargo, con cierto gusano interior por revisar nuestra poesía contemporánea bajo los lentes de la ironía y el humor, hice una larga introducción donde pasaba revista a ocho poetas peruanos, comparando cómo empleaban estos recursos y en qué medida. Los poetas fueron José María Eguren, Martín Adán, César Vallejo, Carlos Oquendo de Amat, Carlos Germán Belli, Juan Gonzalo Rose, Jorge Eduardo Eielson y Pablo Guevara. De esa introducción o estudio colectivo, la parte sobre Vallejo me quedó mejor desarrollada, además de aparecer como bastante novedosa considerando la imagen tradicional de Vallejo pesimista, por lo que decidí publicarla como ensayo en un libro posterior, junto a otro ensayo sobre el poeta Arthur Rimbaud y la Comuna de París. Sin embargo, la tesis fue en su mayoría el citado análisis sobre la poesía de Cisneros. El capítulo que más me satisfizo fue aquel del marco histórico, que abría con un collage con imágenes del Che Guevara en diferentes momentos, y con Cisneros y César Calvo en un homenaje universitario al poeta guerrillero del 60,  Javier Heraud, tratando así de captar la atmósfera de aquella época y aquellos jóvenes que alimentaron mi también joven imaginación durante los años 70 y 80. Mi tesis la concluí en 1989.
Dos años después, había publicado, además, un libro individual de poesía (El sol a rayas, 1989) y contaba con cierta experiencia periodística de cuatro años. Esto fue hacia comienzos de la década siguiente, en los 90. Había terminado desgarradamente una breve relación amorosa, y en mi proceso de autoreconstrucción (nada sencillo en verdad: creo que aún tengo cicatrices interiores) decidí no solo terminar una licenciatura en la Católica, sino encontrar un trabajo regular en periodismo. Así que, en 1991, busqué a Antonio Cisneros en la revista, la misma que en 1993 resonó internacionalmente por su hallazgo de las fosas con los estudiantes universitarios de ‘La Cantuta’, desaparecidos y asesinados por el Ejército en pleno fujimorato, acusándolos sin pruebas como senderistas. Él era editor de Culturales: una amplia sección de 14 páginas que debían nutrirse semanalmente para el público nacional. Cisneros me escuchó atentamente –siempre escuchaba atentamente, con ojos bien abiertos e inquietos, cejas arqueadas, un rostro alargado, sus cabellos revueltos, un cigarro entre los dedos–, y cuando terminé de presentarme y decir mi objetivo, con esa voz ronca de chelas en la madrugada y cigarros varios, me hizo una propuesta delirante. Me dijo que me contrataba en la oficina de Culturales de , si lograba una entrevista con el pintor José Tola. Esa fue una oferta entre la vida y la muerte, no tanto porque yo necesitaba y quería ese trabajo, que me haría bien en varios sentidos, sino porque Tola tenia fama de artista peligroso, irascible, intratable, y todo lo que usted pueda imaginar. Como sea, yo era más joven, y acepté con una sonrisa incierta en los labios. Toño –voy a llamarte así, aunque casi nunca lo hice– cerró la conversa y quedamos en dicho trato.

Me preparé, me adjuntaron una fotógrafa que, para más señas, era novia de un buen amigo artista (Michelle Beltrán, pareja de Kike Wong, del taller NN, y que hace varios años también tomó el cielo por asalto por un accidente automovilístico en Brasil), y fui donde el pintor a cumplir mi primera misión periodística. Luego de varias anécdotas y momentos de riesgos calculados –Tola era un diestro manejador de técnicas para aterrar a periodistas–  que aquí no cabe contar, acabé de hablar con él al día siguiente (Tola despachó rápido a Michelle, quería hablar a solas conmigo, fue su condición). La noche había sido larga, tomamos muchas cervezas, fumamos mil cigarros y más con Tola, y al final,  luego de que este, amablemente, me invitara un par de churrascos que él mismo frio, me dejó tirado en un sofá a las tantas de la madrugada diciéndome: ‘No sirves para estas cosas’. Me arrojó una manta y dormí, dejando por el suelo los apuntes que había hecho. Al día siguiente, no había ningún papel, y su mujer de entonces me dijo que ellos iban antes a leer mis notas. Que preparase un borrador y se los mostrase antes de publicarlo en SÍ. Llegué a casa resaqueado, ofendido, preparé de memoria dicha crónica, la titulé ‘Tola por Tola’, y luego de discutir con la pareja que no quería que publique eso, se la llevé a Cisneros. La leyó y me dijo que estaba perfecta. Que salía y que quedaba contratado. Esa semana debí lidiar con la obsesión de Tola y su pareja, que llamaban seguido a casa de mi familia para impedir que publicase dicho texto. El argumento era que él quería limpiar su fama, o eso decía al menos su mujer. Como sea, Toño me amparó, los conocía, como conocía a medio mundo, y me tranquilizó diciéndome que la nota salía tal cual, que la pareja también lo había llamado a él, que no hiciera caso, que no pasaría nada, que no jodan y sanseacabó.
Así lo conocí, así empecé a trabajar con él por 9 meses de parto en esa revista. El primer día, en la puerta principal, entre serio y sonriente, me dijo: ‘Ángeles, no te pongas revolucionario que esta es una revista burguesa’. Yo creo que le mencioné sus tiempos como caballo rojo. Él me dijo que eso era el pasado. Como sea, ese tiempo, más allá de las discusiones con él por nuestros divergentes puntos de vista, por las notas que debía o no debía hacer, más allá de sus llamadas constantes a casa de mis padres para ver si avanzaba en mi trabajo (mi colega en Culturales era el compositor Juan Luis Dammert, que puede dar fe de este ritmo cisneriano), más allá de todo eso, debo admitir que ese trabajo me ayudó mucho a curar mi roto corazón de entonces, y me permitió conocer a mucha gente diversa, en cocktails, vernisagges, presentaciones varias, a las que éramos invitados como periodistas. Trabajé en diversas notas y artículos, que siempre acordábamos con Cisneros los lunes. Para ser sinceros, el trabajo de hormiga lo hacíamos Dammert y yo, más los fotógrafos. Cisneros era el director de Culturales, y su firma daba prestigio a la sección y a la revista. En general, le gustaban las ideas que le proponíamos, así que por ese lado no había mayor problema. Solo lo había cuando mis textos tenían una posición o un lenguaje que, al trepidante ritmo de los 80, se alejaban de su primera advertencia en la vieja puerta de la revista. Asimismo, cuando en lugar de cumplir sus encargos decidía yo enrumbar la línea periodística por el lado que mejor me parecía. Las discusiones con Cisneros, lamentablemente, fueron tomando un cariz cada vez más antagónico, y un santo día, uno de esos en que yo no solo no había comentado bien una revista donde él publicó unos poemas, sino que, además, había publicado en la agenda cultural una larga cita del historiador recién fallecido Alberto Flores Galindo (1949-1990), criticando a su generación por arriar las banderas de izquierda en aquellos tiempos álgidos del Perú, Toño se encerró conmigo en la oficina de Culturales, y gritando me dijo que estaba despedido, que él nunca había despedido a nadie pero que esta vez sí lo hacía conmigo. Que quién era yo, además, para querer dar lecciones con las palabras de un amigo suyo como había sido Tito Flores Galindo. En fin. Verdad es que me sentí aliviado. El trabajo se había ido puesto más estresante, y mis contradicciones con  él también.

No cabe ahora recordar detalles, no viene al caso. Pero fue inevitable que cuando este sábado por la mañana me enteré por mi amiga, la poeta Victoria Guerrero que me escribió al celular, que Antonio Cisneros había muerto, todo lo vivido volviera sobre el alma. Estaba yo dando una clase, y el mensaje me paralizó. Sabía que él estaba mal, de seguro por tantos cigarros diarios durante tantos años, pero no pensé que su muerte adviniese tan pronto, en menos de un mes. No sabía bien, en verdad, qué debía hacer. Ir o no al velorio. Si no lo había vuelto a tratar desde entonces, desde el 91. El 94 emprendí un viaje de varios años a Europa, y cuando volví, el 2001, lo había visto de lejos nomás, conversando y tomándose algo en mesas de habituées, en el  bar Juanito, en el Pitz, en alguna concurrida reunión, y siempre evitando acercármele, no por mala leche sino porque pensaba que no podríamos entendernos, y que quizá me repetiría lo que me dijo poco antes de que partiese del Perú. Me lo encontré de casualidad, una tarde de fines del 93, en Miraflores. Me vio. Era la esquina de Diagonal con Berlín, se acercó corriendo y me dijo: ¡César, tienes que irte pronto! ¡Te están siguiendo! ¡Por razones políticas! Obviamente, estaba jodiendo, de seguro recordando nuestras mil contradicciones en SÍ. A mí solo me seguía (si me seguía) mi sombra. De cualquier modo, eran años de dura represión estatal, el fujimorato había tomado las riendas del gobierno con dureza, amparado en la captura policial de Abimael Guzmán y parte de la dirigencia senderista. Así que esa última imagen de Cisneros me desalentó para acercarme a él cuando lo volví a ver en la década pasada, abriendo el siglo XXI.  Nunca me alegré de eso, la verdad sea dicha.
Sin embargo, yo estaba allí, este sábado, en una banca del parque frente al velatorio, meditando sobre él, y sobre tantas cosas. En realidad, me apené cuando supe de su muerte. Me pregunté qué me originaba esa pena. No solo quizá era que me hacia pensar en mi propia condición mortal. No solo que fue alguien, en medio de todo, inteligente, que hizo una obra poética valiosa que ha de perdurar, no solo que proviene de unos años legendarios como son los juveniles y revolucionarios años 60, sino que, además, con él trabajé y conversé varias veces, así haya habido discusiones de por medio. Contribuyó a aquel sentimiento saber, también, que con sus 69 diciembres no estaba agotado ni física ni vitalmente. Creo que, en el fondo, sentí que me hubiera gustado ser su amigo, o algo parecido. Me hubiera gustado que nuestras formas de ser, las cosas que pasan en este país, y también otras situaciones mínimas, no nos alejaran, no del todo. No sé cómo hubiera sido eso posible. Solo sé que este sábado sentí y pensé que debía ir a verlo. Así hice. Llegué de noche, subí al velatorio, ya no había tanta gente. Me acerqué a su féretro, incliné la cabeza, lo vi durmiendo dentro, más delgado, más pálido, las mismas cejas arqueadas y atentas. De terno (el bluejean sesentero era cosa del pasado: me resonó nuestro diálogo al primer día en ). Me quedé un momento en silencio delante de él, y puse mi mano sobre la luna antes de dar media vuelta para caminar por el malecón, y tomarme unos cubalibres para el duelo y la reflexión. Antes de salir, abracé a Nora, ‘la Negra’, su esposa por más de 30 años. Abracé a una de sus dos hijas, que llegó de Barcelona. Salí y fuera estaba un amigo, el poeta Domingo de Ramos. Tomamos unos cubas, en un vasito de plástico para la ocasión, hablamos. Al final, continué solo por los alrededores, y me encontré con la cuñada de Cisneros, en una banca. Fumamos cigarros, burlando la causa de muerte de Toño. Fumamos como a él de seguro le hubiese gustado. Me contó que había muerto sin dolor. Que el día anterior estuvo lúcido, rodeado de su familia, en casa de su madre, que lo sobrevive. Es una forma buena de morir, pensé, entre pájaros y árboles. Me acordé de la larga agonía de mi padre, hace dos años y medio, cuando a sus 91 le dio un derrame y estuvo casi un año en el hospital, algo duro para todos, para él también, de seguro.

En fin, sería un burdo lugar común decir que fui al velorio de Antonio Cisneros por la poesía. O algo parecido. No. Tampoco porque me consideraba su amigo. No lo fui. Solo un conocido que de joven trabajó con él, y con quien tuve algunas buenas conversaciones sobre poesía y sobre la vida. Creo que fui a verlo porque me acordé de algunos poemas suyos, porque recordé algunos momentos buenos, por el humor punzante que tenía, aunque a veces, ay, con las aguas, se deslizaba por la ironía y burla criollas, y porque pienso que después de lo que pueda decir fue un tipo que no le hacia ascos a sentarse con quien quisiera tomar una copa y charlar. Creo que, en parte, fui por todo eso. Y también porque quería decirle, en silencio, que cuando una persona muere, no solo muere de presente, sino también muere con las imágenes de los demás. Quizá en secreto le llevé la imagen que hubiera querido mantener de él, la imagen que se me mezcla en el camino con otras circunstancias. Sin embargo, la muerte ha de limpiar la semblanza. Y la imagen que quise retener de él fue una a la altura de mis ideales. Nosotros los mortales muchas veces no alcanzamos a vivir eso, pero esa imagen fue la que quise dejarle como ofrenda en su responso. Si hay alguna vida después de esta vida, él me habrá entendido, y quizás después de todo, del paso del tiempo y de las aguas, habrá sabido que lo que esperé de él era algo que él mismo se encargó de hacernos imaginar a quienes vimos en los jóvenes poetas del 60 algo como el anuncio de un mundo mucho mejor que este, de la mano de la música, el humor, la creación, las ideas vanguardistas, y el amor limpio y la amistad leal. De ese mundo imaginado y utópico, Toño Cisneros fue alguna vez parte en mí. Habrá sido por eso que fui a verlo este sábado. Y también porque trabajando con él, discutiendo con él, me fui curando de una historia romántica que me había dejado hecho pedazos. Dios ponga cabe a nuestras láccrimas. Adiós, Toño, espero que ambos estemos hablando, por fin, algún lenguaje común, en poesía, con la verdad en la mano. Acuérdate, Hermelinda, acuérdate de mí.
 
     Escrito entre el sábado 6 y el miércoles 10 de Oktubre 2012.
Lima, Virreynato del Perú.
 
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Enlaces sugeridos:
-CHILE. Poema ‘Cuatro Boleros Maroqueros’ de Antonio Cisneros: http://www.youtube.com/watch?v=twel6kPbzZI