jueves, mayo 31, 2012

JOSÉ LALUPÚ: BANDOLERO RETIRAU: MI PECHITO NUES DE PALO

El hincha



Eduardo Valdivia Sanz

Este sábado 25 de mayo, a las cinco de la tarde, se juega la final del torneo descentralizado de fútbol en el José Díaz. Desde el medio día empezó a llegar gente al bar de don Pablo, escondrijo del barrio de Santa Beatriz que data de los años setenta.

Mi viejo me trajo seguido a este sucucho para que tomara Fantas y comiera mi cebiche. Hacíamos la camita antes de que entráramos al estadio para ver las eliminatorias de Argentina 78.

Papá murió pero el barcito queda. Quizá por esa razón sentimental, vengo siempre con los muchachos que alguna vez vivieron por la cuatro de la avenida Arenales para alentar a Alianza Lima, cuando me lo permite mi labor de funcionario público:

—¡Oye poeta los chanchos no vuelan! ¡Ponte un par de heladio reyes para la tegen!

Era el negro Martínez, taxista de un viejo escarabajo, que si rueda todavía por las calles de Lima es porque Dios es grande y porque la gasolina barata de Alan García permite que el negro le quede algo de dinero con que parar el caldo.

Para mala suerte de los borrachos, en estos días una botella de cerveza cuesta más que un galón de gasolina.

—Ya negro, ven y siéntate con tu choster, Marco.

Parece que fui el primero en llegar. Odio chupar solo. Los que toman solos es que ya se le vuelan los patos o andan de males de amores.

Escapábamos del trabajo y de la esposa para venir al barcito de don Pablo. En las cuatro paredes, de ese tugurio, de mala muerte, nos sentimos otra vez muchachos de barrio, sin otra preocupación que no sea el fútbol y las cervecitas de rigor.

—Ya Vallejito de las cantinas suelta uno de tus versos no aptos para señoritas.

—Je je, mis versos cuestan negro feísimo. Cuestan por lo menos otro par de cervezas.

—Ya poeta, si gana Alianza el campeonato, te pago un jonca entero.

Marcos iba a declamar su primera copla cuando irrumpen en el bar: Joselito Maldonado, Jesús Oquendo y el Pedorro Zavaleta.

El negro poniendo su cara de pendejo.

—Ahora sí que nos jodimos. Pedorro no empieces con tus caldos cuando pidamos una ronda de choritos a la chalaca.

—Pucha negro, uno recién llega y ya le cae la maleta.

—Sí Pedorro, suavena nomás con el trago—dijo Oquendo—. Qué la última vez no solo ofreciste una sinfonía de pedos sino que te buitreaste también el taxi del negro Martínez.

—Calma, calma señores, que hoy día el señor Zavaleta no se tirará pedos. Tiene puesto un corcho en el culo—dijo Joselito.

Tomada una caja de cerveza para aplacar el calor de la tarde, el grupo recuperó la calma. Entonces noté que faltaba Espinosa; el hincha: empleado del Banco de la Nación, comprador convulsivo de todos los periódicos deportivos y conocedor como pocos de la historia del club Alianza Lima.

—¿Y qué pasó con el hincha?—pregunté.

Surgió un silencio de muerte en torno a la mesa.

—Claro no sabe nada—dijo Oquendo—. Poeta no es como nosotros que no nos perdemos un partido del descentralizado.

Cuenta tú mejor Maldonado, eres el más serio para estas cosas.

Ocurrió durante el partido entre Sporting Cristal y Alianza Lima. Fue horrible chocherita, el hincha, tú sabes que muere por el fútbol. Nunca falta al estadio. Sabes que está casado con esa colorada de Loreto, Katina. Esa hembra, que es tan buena como un sanguchón de chancho con camotes fritos; no estaba contenta con el hincha.

Parece que el sueldo del marido le quedaba corto. Parece que Espinosa tiene rabo corto. El caso es que una tarde de sábado a medio camino del estadio el hincha olvidó la entrada en la mesa del comedor.

Cuando volvió por el boleto, su mujer abría las piernas, gritaba como loca, mientras que el árabe la ensartaba como anticucho. Y muchachos ustedes conocen al árabe, ese gigante, de la tienda de ropa de la avenida Gregorio Escobedo, el que tiene una fábrica de telas por Luna Pizarro.

Bueno, muchachos, sabrán que la muy pendeja cada vez que el hincha venía al estadio, ella le daba por soplarle el pito a un señor que no era su marido.

El hincha enloqueció y quiso matarlos. Pobre tipo, es un alfeñique. El árabe le desfiguró el rostro a patada limpia.

Los vecinos de Espinosa se enteraron del escándalo. Ahora ocurre que el hincha odia el fútbol y pidió su cambio de Lima. Se ha ido a Trujillo.

Cuando terminó de hablar Maldonado todos apuramos el vaso de cerveza y deseamos que no hubiera un árabe en casa.

Definición de Literatura Peruana en Las preguntas del ornitorrinco de Ricardo Ayllón




Gustavo Tapia Reyes

Como casi todos los escritores en el mundo, las excepciones se contarían en los dedos de una mano, la carrera literaria de Ricardo Ayllón (Chimbote, 1969) se inicia, valga la paradoja, en el periodismo escrito. Debido a la aspiración de la primera y la inmediatez del segundo, muchos dicen ambos extremos resultan imposibles de conciliar, no obstante, en el caso de quien es bachiller en Derecho y Ciencias Políticas, con estudios de Maestría en literatura peruana y latinoamericana en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM), aparte de ser un incansable promotor y editor, las páginas de la revista on line “El Ornitorrinco”, que diagramaba en Word y enviaba como archivo adjunto a una gran lista de usuarios (p.11), dirigida por él mismo, sirvieron para albergar a una serie de entrevistas ahora compiladas en Las preguntas del ornitorrinco (2010)(1), precedidas de un prólogo bastante explicativo del mismo autor, expresivamente subtituladas “Diálogos con la literatura peruana”, donde los narradores y poetas en su mayoría, filtrándose entre ellos un pintor de renombre internacional, expresan opiniones donde se deja entrever la absoluta polivalencia del Perú respecto a su literatura.

Es que, además del indudable ego brotando incontenible en cada quien, no encontramos otro punto permitiendo confluir las posiciones personales de los quince entrevistados. Porque, en este caso, cada quien pretende, insiste, ansía en mostrarse el genuino representante de cuánto implicaría es natural en verso o en prosa de nuestro país, sea viviendo en Lima o en el interior, estando aquí o más allá. Ninguno quiere dar su brazo a torcer y, en poco más de dos páginas, algunas tienen hasta el doble, triple o más como en el caso de la entrevista a Oswaldo Reynoso, responder hasta zaherir para, dejando en claro la realidad de tal o cual suceso, sacar a relucir las desavenencias dándose en todos los tiempos, conforme lo expresa sin ambages el poeta Juan Cristóbal (Lima, 1941), seudónimo de José Pardo del Arco, el autor del voluminoso ”El osario de los inocentes” (1976), respecto a Danilo Sánchez Lihón, a quien sin expresarlo califica de auténtico impostor, por cuanto, si bien reconoce fue amigo de Juan Ojeda –poeta chimbotano de cierto reconocimiento a nivel nacional- no fue el único, todos fuimos amigos de Ojeda, cuestionando el hecho que éste acostumbre presentarse como la figura más destacada respecto al autor de “Arte de navegar” (2000) y hace un deslinde en el sentido que aun perteneciendo a nuestra generación, (Sánchez Lihón) no participó de “Piélago” (ni fue incluido en ningún número de la revista, pues, el grupo) es en un primer momento una actitud política y él no quería comprometerse (p.45).

O cuando, entre realista y nostálgico, consciente y melancólico, Ricardo Vírhuez Villafane (Lima, 1964) suscribe que ser limeño impide a los intelectuales ver con ojos democráticos la producción en provincias (p.131), lo cual permite explicar en gran parte el (casi) eterno problema del centralismo capitalino en relación a los otros puntos neurálgicos del país, donde se concibe la idea de un Estado repleto de fórmulas infalibles para alcanzar el desarrollo desde allá y de espaldas hacia departamentos como Arequipa, Puno, Ancash, Loreto, Tumbes, Ayacucho, Cusco, tan disímiles histórica, geográfica y económicamente entre sí, aunque también, siendo emergentes, requieren de una articulación mayor a las pretensiones de obtenerlo todo a partir de la instauración de los gobiernos regionales. De allí brota lo pendiente, a manera de reto, para quien, en el sentido más amplio, ose asumir el estudio de nuestra literatura, no solo considerar bajo el membrete de “peruana” a toda aquella que como requisito previo antes ha  sido pasada por el filtro o el gentilicio de lo limeño –excepto al hablarse de Abraham Valdelomar, César Vallejo o Vargas Llosa, padre- inclusive siendo de tal variedad y complejidad el problema acerca del crisol de razas, geografías, idiosincrasias, modos de vestir o expresarse, que Ricardo Virhuez se atreve a vaticinar, repleto de ansia y desafío consigo mismo: Tal vez un día escriba una novela que fusione todos esos mundos y tenga un espectro más amplio (p.131).

Ni podemos olvidar tampoco lo aseverado por Macedonio Villafán Broncano (Huaraz, 1949), quien, siguiendo los lineamientos de lo reflejado a través de su obra narrativa breve, sustentada en Los hijos de Hilario (1998), sostiene que: en el Perú lo andino es un ingrediente de mucho peso en nuestra cultura y nacionalidad, luego, sumándole las necesarias precisiones, agrega: entonces fluye, en cualquier género y ámbito fluye (p.124), expresando en consecuencia otra tendencia respecto a la literatura como expresión de nuestra forma de ser, de soñar o de existir, encumbrando dicho ingrediente a la categoría de una fatalidad, en claro rechazo de quienes hablan solo de la zona costa porque, habiendo nacido, criado, desarrollado allí, lo hacen desde una perspectiva de urbanos, justificando de este modo sus mezquindades y lejanías. Esto es, los entrevistados por Ayllón Cabrejos no muestran ninguna clara coincidencia, salvo a partir de lo afirmado por Enrique Rosas Paravicino (Cusco, 1948): Las propuestas que se hacen en literatura a nivel regional, a nivel de ciudades, son avances para la configuración de una identidad que ha de ser la expresión de una conciencia colectiva (p.114), aspecto este conduciéndonos a abrigar cada vez más la esperanza, aunque remota, acaso utópica, de algún día podamos encontrarnos los autores de distintas partes del Perú, o sea las ocho regiones naturales estudiadas por el doctor Javier Pulgar Vidal, insertados bajo el mismo manto de una identidad común, surgida realmente del entendimiento global, donde todos desde nuestras propias ópticas e idiosincrasias, sin excepción alguna podamos contribuir a expresar la esencia de nuestra inherente pluriculturalidad.

O lo señalado por Oswaldo Reynoso Díaz (Arequipa, 1931), el autor de la célebre En octubre no hay milagros (1965), respecto a haber sido cuando escribió dicha novela: un provinciano que vivía sorprendido de Lima, de Lima como ciudad, como un gran conglomerado de barrios (p.97) y no de quien inesperadamente se sentía integrado a la misma, uno más entre los miles de emigrantes en ese entonces forjando la nueva nata de la “tres veces coronada villa”, remitiéndonos a la letra del vals escrito por Chabuca Granda hablando del viejo puente, el río y la alameda. Ni rechazar de plano a Carlos Rengifo (Lima, 1964), quien se afirma un narrador despojado de cualquier posición previa debido al origen de su nacimiento, pues, muchas de sus historias, anotadas en relatos y novelas, no están definidas en cuanto a un escenario específico, habiendo optado por lo ambiguo con miras a una pretensión de universalidad, pero, indicando, en abierta polémica consigo mismo: Mi preocupación es sobre todo sacudir a la gente que están en una honda nihilista y no le importa el resto del mundo, lo cual es también una tremenda tontería (p.86), aunque discrepemos con aquella, en tanto, siendo la literatura una creación humana lo fundamental radica en el producto ofrecido, nunca únicamente en el tema abordado.

Pero, no se piense que las cosas son así tan aparentemente simples o maniqueas. De manera fehaciente lo prueba la expresa rebeldía de Maynor Freyre Bustamente (Lima, 1941), fundamentada en el hecho de no bastar nunca ser capitalino de nacimiento para estar considerado dentro de la argolla literaria, defendida por los diversos medios de comunicación: aquí tienes que haber estudiado en la Católica o en la De Lima, ser pituquito, ser blanquito, para que te hagan caso; y si tienes pensamientos o ideas diferentes al de esta gente, peor aún, rápido te soslayan (p.56-7), lo cual desnuda la entraña de que aun entre limeños la mezquindad continua siendo la misma, tendiendo hacia la marginación de quienes no pertenecen a ese círculo donde aquellos se mueven sino más bien prefieren alabar al foráneo hablando de la pobreza y la miseria existiendo en el país, distinto a si lo hace un connacional. Freyre Bustamante lo dice con la sangre en el ojo: te preguntan por qué escribes sobre la miseria peruana si hay cosas tan bonitas como la tabla hawaiana o el surf… ¡háganme el favor!...(p.57). Esta entrevista puede ser perfectamente integrada con aquella otra hecha al poeta y editor Jorge Luis Roncal (Lima, 1955), sobre todo en lo relacionado a su permanente lucha contra el centralismo, empezando por la revista, cuya dirección está a cargo de él, respecto a la lectoría que aún teniéndola, ha sido catalogada de elitista: El esfuerzo de Arteidea es semejante a muchos otros esfuerzos editoriales en el Perú, precisando luego, sin reticencias ni complejos, su desenvolvimiento panorámico, no alejado del entorno: O también (se debe) a la labor de divulgación de núcleos que sin contar con una revista utilizan otros espacios, como recitales, conferencias, folletos o separatas. En este marco, Arteidea es solo un eslabón de toda esa gran cadena (p.110).

Tenemos igualmente en Las preguntas del ornitorrinco -con fotografías en blanco y negro de cada uno de los entrevistados- a quienes adoptando una insularidad que lo distancia de lo colectivo, pueden acabar siendo considerados unos auténticos solitarios por la naturaleza propia de serlo. Allí aparece el siempre lúcido Julio Carmona (Chiclayo, 1945), recordándolo presente en el VI Encuentro Nacional de Escritores y Artistas “Manuel Jesús Baquerizo”, con sede en Chimbote (2006), señalando que su obra la desarrolló siempre al margen de los cenáculos oficiales y las fanfarrias de todo tipo, alineándose en el Grupo Intelectual “Primero de Mayo” junto a gente como Leoncio Bueno o Víctor Mazzi, teniendo en cuenta siempre: mi gran intención ha sido más bien identificarme con la causa del pueblo peruano y de los trabajadores (p.26). O el propio Oscar Colchado Lucio (Huallanca, 1947) quien, a lo largo de la entrevista, habla mucho de la ficción dentro de la ficción misma, refiriéndose a su conocidísimo personaje llamado Cholito como si se tratara de un persona, digamos, de carne y hueso: A veces pienso que él no le gusta mucho que cuenten sus aventuras, líneas posteriores, semejante a un sabelotodo imposible de ser frenado, añade: Sé que él va a tener nuevas aventuras y yo voy a seguir enterándome de ellas (p.39). Tampoco podemos menoscabar lo respondido por Ángel Gavidia  Ruiz (Santiago de Chuco, 1953) ante la interrogante de Ricardo Ayllón atribuyéndole, a partir de su obra “El molino de penca” (1998), el adjetivo de narrador indigenista”: Me considero un escritor de raigambre campesina (p.63), aunada a cierta ingenuidad de cuánto es un larguísimo sueño en la historia de nuestra literatura: creo firmemente en la necesidad de una antología de carácter nacional que tome, sin sesgos centralistas, el pulso literario del Perú (p.64), perfecto, suena  agradable, capta nuestra atención, mas ¿cómo se logrará ello en un país donde si hay dos millones y medio de escritores solo perviven tres o más en calidad de seudo legítimamente “consagrados”?.

Mención en otro acápite merecen las declaraciones de Cronwell Jara Jiménez (Piura, 1950) debido a su naturaleza de fábula, algo rocambolescas, casi estrambóticas, pues, de ser ciertas, estaríamos ante un insólito caso debido a lo caudaloso de su creatividad: cuando me propuse hacer Babá Osaín… (uno de sus libros) –afirma convencido- me planteé entre veinticinco y treinta cuentos, me salieron treinta y seis; y tardé exactamente, y de manera increíble, tres meses (p.69) como si el acto de escribir fuera algo automático, capaz de brotar cual mítica ave fénix de entre las cenizas, salvo él sea la excepción que confirma la regla. O lo aseverado por el único pintor incluido en Las preguntas del Ornitorrinco, un completo extraviado respecto a encontrarse rodeado de literatos, sin embargo, es Alberto Quintanilla (Cusco, 1934) quien, desde fuera, pone el dedo en la llaga: Creo que estamos viviendo un tiempo de terrible miseria cultural. ¿Se ha hecho alguna vez una encuesta de cuánto escritores hay en el Perú, o si el pueblo conoce realmente a todos sus escritores? Sé que se organizan encuentros y certámenes de literatura pero me parece que son insuficientes (p.77); o la rotundidad de lo declarado por Marco Cárdenas (Ayacucho, 1962) en un país tan religioso, a lo menos de tradición, llamado Perú, donde la Iglesia Católica constitucionalmente goza de un inmenso poder gracias a su estratégica alianza con el Estado, llámese gobierno de turno, inhabilitado en absoluto para tocar sus enormes privilegios: el hombre con la religión se hunde en una utopía que no tiene principio ni fin, una línea después agrega: Las religiones son culpables de que el hombre viva todavía en un estado primitivo (p.19). Estamos seguros de haber dicho ello durante la Edad Media y, tras ser acusado de hereje por la Santa Inquisición, Cárdenas hubiera terminado achicharrándose en la hoguera; mientras Rosa Cerna Guardia (Huaraz, 1926) representa lo completamente opuesto al anterior en la medida de indicar que la religión tuvo, tiene mucha importancia en su vida, al extremo de sintiéndose atraída por el Catolicismo, señala: me convierto en una mujer de mucha fe (p.34).

Otro rubro donde tampoco hallamos puntos de convergencia es en cuanto al uso del lenguaje. Hay narradores como Marco Cárdenas, Oswaldo Reynoso, Maynor Freyre, Cronwell Jara o Carlos Rengifo quienes, sin abandonar del todo sus orígenes, acaso marginales respecto a la sociedad donde viven, se orientan a emplear un tipo de español despojado del entorno, haciéndolo más cosmopolita, menos localista, particularmente en el narrador de “La morada del hastío” (2001), desplegándose al amparo de sus personajes adolescentes o sus femmes fatales; en cambio, otros como Oscar Colchado, Ricardo Vírhuez, Macedonio Villafán, Enrique Rosas se inclinan hacia un español quechuizado, similar al usado por José María Arguedas a lo largo de (casi) todos sus cuentos y novelas, donde ambas lenguas se mezclan formando una sola, entendible en la medida de sus propios ancestros serranos, excepto en Vírhuez Villafane, algo extraño dentro del conjunto por tratarse de un narrador nacido en Lima. O en el caso de la poesía sindicando a Juan Cristóbal y a Jorge Luis Roncal quienes, propugnando una lírica formalista con toques coloquiales de profundas raíces subjetivas, aunque tampoco abandonan el filón de lo social, optan en oscilar de una manera consciente entre las dos orillas. Los días en que escribía el poema dedicado a Jorge Teillier –declara el autor de “Los rostros ebrios de la noche” (1999)- “Cuando bebíamos las cervezas eran azules”, también escribía sobre el Che Guevara (p.44) o de Ángel Gavidia, el menos perceptible de todos los entrevistados, junto a Rosa Cerna, reconocida cultora de literatura infantil, quienes se han quedado en la zaga frente a la decidida entrega por los temas populares de Julio Carmona. Éste dice: No olvidemos que siempre que exista una sociedad con esperanza, con ánimos de alcanzar una utopía, debe estar presente la voz del poeta (p.25).

Con lo inmensamente hallado en las declaraciones (respecto a los métodos de trabajo de cada quien, excepto en Jara Jiménez, nada existe más ocioso en el mundo que ello para discutir) imposible resulta encontrar una sola tendencia, opción, orientación, salida, entrada o etiqueta capaz de englobar a todos los literatos peruanos y dejarlos intrínsecamente satisfechos. Provengan desde el norte hasta el sur, hayan salido de la sierra o se internen en la selva, quieran cruzar el río Amazonas o navegar por el mar de Grau, pretendan visitar el Valle del Colca (Arequipa), ascender a las cumbres de Machu Picchu (Cusco) o de Pastoruri (Ancash) e inclusive restarse el aliento al subir el cerro Santa Apolonia (Cajamarca). Se ubiquen dentro de los cenáculos más encumbrados y, por lo tanto, pertenezcan a una élite dominante o hayan preferido quedarse inmersos en el submundo de lo marginal, no vendiéndose nunca al sistema, en la misma proporción van a terminar dividiéndose en distintas líneas de cuanto el doctor Gonzalo Pantigoso ha dicho: “Nuestra identidad es la diversidad. Somos tan diversos que podemos tener muchas posibilidades siempre y cuando encontremos y fortalezcamos los lazos comunes” (2). Es decir, ninguno de nosotros puede sentirse identificado con algo no correspondiéndole y esto se fundamenta en cómo sería posible ello si quien vivió rodeado de tecnología es disímil a quien escuchó la narración de cientos de leyendas por las noches, si quien nació en la costa crece de distinto modo a quien brotó en la sierra o si quien lo hizo en Iquitos o Saposoa no tiene aquellas experiencias de quien surgió en Ayacucho o Lima. Nada sería más contraproducente en el oficio literario (Las preguntas del Ornitorrinco nos han servido desde un inicio para entenderlo) donde por sobre todo prima, aceptémoslo de una vez, la individualidad.

Todo lo anotado deriva en comprender cuán lejos se hallan de la realidad aquellos amplios estudios que, se afirma, reflejan el proceso histórico de la literatura peruana, empezando por Luis Alberto Sánchez (bastante dado a citar muchas veces de memoria, equivocándose de manera clamorosa), pasando por los enfoques de Augusto Tamayo Vargas, la biblioteca viviente Estuardo Núñez o del inefable José Miguel Oviedo, ni considerar los pertenecientes a Ricardo Gonzáles Vigil, Alfonso La Torre, Edgar O`Hara, Mirko Lauer o Carlos Garayar, porque sin excepción todos, ganados por sus prejuicios evidentes y rencores secretos, dejarán siempre al margen a cuántos quizás no deberían. De allí que hayan sido  loables los esfuerzos emprendidos en otra época por César Ángeles Caballero o Jesús Cabel, los afanes de andar sobre lo mismo de los hermanos Antonio y Jorge Cornejo Polar (aun cuando después cada quien haya asumido su propio camino), o llámese a Francisco Carrillo y al siempre recordado Manuel Jesús Baquerizo, con sus intentos de elaborar obesos panoramas literarios comenzando desde el interior del Perú, aunque igual, ninguno estará completo y, de antemano, surgirán las voces reclamando sobre si se le incluyó a tal, por qué se le excluyó a tal o por qué si se le excluyó a tal no se hizo lo mismo con tal, sin poder alcanzar nunca consenso alguno.

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(1) AYLLÓN, Ricardo Las preguntas del Ornitorrinco. Diálogos con la literatura peruana, Ediciones OREM, Trujillo 2010, 131 páginas numeradas. Esta edición usamos a fin de obtener las citas respectivas para nuestro ensayo.

(2) PANTIGOSO Gonzalo: “Nuestra identidad es la diversidad”, entrevista a cargo de Ricardo Ayllón. En: Puerto de Oro, investigación y creación, Año II, número 5, noviembre del 2004, p.5.

JOSÉ LALUPÚ: BANDOLERO RETIRAU: GANAS NO ME FALTAN, COMPARE

domingo, mayo 13, 2012

La marioneta y su creador

Apunte de Bruno Portuguez


Oscar Ramírez

A mi madre


He vivido lo suficiente para descubrir que en tu nombre, los cuerpos buscan paz y consuelo. Como lumbre habitas, pero discurres cual infinita cabellera a lo largo de una vida que no llega a pertenecerte, porque logras de tus brazos crear un río que baña al mundo, sus habitantes y los muertos que renacen cotidianamente bajo tus manjares, bajo tu silueta de tiempo entre cañaverales y evocaciones de tierras tropicales, recordando el terreno donde fuiste inicio y partida, la esperanza de un grito abriendo carnes y prole, infantes arrinconados en tus murallas, frutos que el aire reclama con furia para hacerlos testigos del urbe, horarios y rutina.

Así nacieron tus días, creando inocencias y pequeños resplandores al humo que opacan ventanas. ¿Qué sugieren los búhos al verte?: virtudes que nadie comprende pero que todos añoran. Y yo nací en un eco, observando con temor hojas y crustáceos, colores que supiste nombrar y lecciones que entendimos mejor en silencio. Nací en mareas donde flotaban airadas violencia e historias tan lejanas que murmuraban el miedo de nunca repetirse. Fui solo un animal salvaje, sin claustro, un instrumento regocijándose en los vacíos que produce la soledad, toda carencia que nos brindan los dioses al olvidarnos en el terral humano.

¿Quién nos deshoja las alas? ¿Quién nos promete ser vivos? ¿Quién el aire, la fe o nuestra insípida esperanza? ¿Quién o qué posee la medalla del logro, del todo cumplido? Y así deambulamos como muertos que nunca se amaron, sin senderos, sin recintos de vida. Fui un cúmulo de mentiras e ignorancia, una mente vacía perdida entre el vendaval y la maleza de un vientre que nunca ofreció fortuna, aún sin saberme completo. Pero la confusión es nuestra nostalgia, y la placenta aquella primera almohada.

Fui salvaje, una materia musical sorda que a tu nombre moldeaste. Como madera, puliste de rasgos feroces mi frente, limpiando aquel pecado que ninguna plegaria elimina. Cincelaste raíz y tejidos, llenaste de líquidos verbales estos labios que tiemblan cuando aúllan tus lágrimas a lo lejos, a lo lejos. Hiciste del barro siluetas con nombres propios, límpidas enumeraciones que gobiernan sus pasos. Y me vendiste al mundo repleto de fuentes maestras, de virtudes, de sangre, de aquella gracia que todos los misterios aclaman.

Orfebre de metal, o madera, creaste de residuos la fórmula del amanecer. Es natural en ti la bondad, ya que forjaste lo mismo con aquellos que anidaron brevemente tu espacio: te dieron barro y devolviste carne. El cielo ahora teme que vuestro oficio los deje en bancarrota, porque mejor tu cuerpo como retoño, como crisol y lápida que ningún santo sabrá comprender. Tus profecías son el décimo círculo dantesco, y uno existe amando retornar a tus poros, devolver el respiro de tus pulmones, sembrar tu cabellera y enmudecer cuando solo miras aquello que no entendemos pero que sabemos puro.

Ahora que lo salvaje me abandona, y compro del diario bondad y cicatrices, dame una hebra nuevamente para evitar el recreo de mi mente: dime los horarios, el cómo alimentarme, otórgame silencios porque nuestras igualdades hablan de más, sé aquella marea que golpea rocas para dejarme tu espuma en las vocales de mi sangre, porque tuyo es el destino que me habita y las promesas de felicidad. Ahora te dejo, ¿lo sabes?, pero tócame la frente antes de partir y repite la oración gramatical: recuerda siempre que soy tu nombre, una herida que late con la misma sangre, el retorno a tu guarida para encontrar mi libertad.

domingo, mayo 06, 2012

¿Un pedestal para Moncada?



Ricardo Ayllón

En una entrevista realizada hace pocos años referí que el hogar del artista plástico Amarildo se encuentra en el Barrio de Acero, exactamente en la última cuadra de la prolongación Espinar, en Chimbote; sin embargo, lo que dejé de anotar es que esa misma cuadra, varios años antes, la habitó también Ciriaco Moncada, el “loco” que todo chimbotano mayor de 35 años debió haber visto alguna vez.

Inquilino de las calles, vocero de sus propias reflexiones, predicador de los transeúntes, agitador de una sociedad indiferente, Moncada recorría a diario el puerto vendiendo artesanías de red elaboradas por él mismo, pero su verdadera vocación y misión fue el interrumpir su marcha cada cierto tramo para recordar a sus ocasionales oyentes las aberraciones de nuestra cotidianidad, las purulencias frecuentes de la historia peruana o las máculas imborrables de nuestra condición ciudadana. A su manera, con una voz gruesa y potente que con los años fue debilitándose irremisiblemente, Moncada se convirtió en parte de la identidad local, y, en este puerto “violento y peliculero”, como lo definió un día el poeta, quedó como un personaje característico, propio e insustituible del modo de ser chimbotano.

Si en ocasiones resultaba enigmático pues apoyaba su mensaje en modismos que surgían al ritmo y fragor de su prédica, quedaba sin embargo el signo, la fuerza, el impulso de un discurso cuya intención era despabilar a sus oyentes, sacarlos de su diaria pasividad y llevarlos al terreno de la reflexión casi a empellones, acarreados por el centelleo áspero de su verbo inmoderado. Eso fue tal vez lo que admiró en él José María Arguedas cuando, a fines de los 60, visitó Chimbote; y así lo dibujó en su legendaria novela póstuma. Luego de eso, Moncada fue un referente de la cultura porteña; encontrarlo en la calle –al menos en lo personal– significaba sentir cómo la literatura se había hecho carne, y como el temperamento local era una posibilidad para el espíritu temático de una novela peruana.

Menciono todo esto porque, volviendo a Amarildo, el conocido pintor chimbotano, he tenido ocasión de hablar una vez más con él sobre Moncada, pero esta vez para indagar por un tema específico: por qué no está más allí la casa que Moncada habitó y cómo es que existe en su lugar un parque levantado hace pocos años. Así es. Su casa se encontraba en una esquina de aquella cuadra de la manzana “E” en el Barrio de Acero; sin embargo, con su muerte esta desapareció, fue derribada, y el área, convertida en un pequeño parque que el ex alcalde Guzmán Aguirre Altamirano bautizó con el nombre de su madre.

“La casa de don Ciriaco era muy humilde, fabricada con los maderos varados por el mar de las lanchas que se van a pique –me explicó Amarildo–. Cuando falleció, la vivienda quedó en posesión de sus hijos; y como el municipio comenzó a fastidiarlos porque el terreno había sido destinado para áreas verdes, dejaron la casa y se fueron a vivir a Trujillo. La verdad es que don Ciriaco había invadido ese terreno, pero como era bravo no podían botarlo. De tanto que lo fastidiaban, don Ciriaco se fue a su tierra, a Salaverry, donde falleció”. En resumen, se demolió la casa de Moncada, y el señor alcalde aprovechó el área para levantar ese parque y consagrarlo (¿con qué derecho?) a su entorno íntimo, familiar.

Lo curioso de todo esto es que en el parque se levantó también una pequeña construcción cilíndrica de concreto de unos dos metros de alto: sin duda, un pedestal. ¿Un pedestal para quién? ¿Acaso para la madre de Aguirre Altamirano? Si esta fue la intención pues qué bueno que no se haya concretado y quedara –usando el título del libro de César Calvo– como un “pedestal para nadie”. Me parece que esta es la hora ideal para rendir tributo a este hombre injustamente catalogado como loco. Aprovechar el pedestal levantado coincidentemente en el terreno que Moncada ocupó para erigir su legado en forma de monumento, una imagen que nos recuerde a diario a este hijo del pueblo que hizo de su vida un apostolado sui géneris, que invirtió sus energías en plasmar con palabras –desde su imaginario privativo– la crudeza de nuestra realidad y desnudarla frente a nuestros ojos.

Entender a Moncada no es fácil. Por suerte, alguien como Arguedas tuvo la suficiente sensibilidad de captar aquel designio insólito de hablar con la boca de su espíritu crítico, un designio que cumplió no con la intención de hacernos daño, sino de sacudir nuestras almas con las privilegiadas herramientas de su condición humilde.

martes, mayo 01, 2012

Juan Gonzalo Rose: Manera de ahora



Este primero de mayo, un poema de Juan Gonzalo Rose a manera de homenaje a la clase obrera del país.


Venid a ver,
 soy campo de labranza.
 Desde que tengo un norte
 me han crecido los cantos como espadas,
 venid a ver mi corazón bisiesto
 con su toro
 en trance de agresión y de batalla.

Venid a ver,
 soy cielo de actitudes,
 venid a ver mis manos que sepultan
 dudas sietemesinas,
 venid a ver
 cómo arden en la noche,
 cual árboles de luz, mis ataúdes.
 Desde que tengo un norte
 el tiempo me saluda.

Yo cambio vuestras lámparas
de aceites taciturnos
por una luz más grande que la aurora;
venid a ver cómo mi luz alumbra
la América del hombre, la cintura
de un siglo que camina con su trigo,
con ademán de combatiente amigo.
Venid a ver el siglo del martillo,
el siglo de la hortaliza y del arrojo.

Desde que tengo un norte:
soy un soldado rojo,
¡rojo,
rojo!


NOTA: La luz armada (1954), de Juan Gnzalo Rose, se trata de un libro de temática social, y curiosamente no incluido en el volumen Obra poética (Lima, 1974, edición del INC).

Colaboración de César Ángeles L.