viernes, julio 20, 2007

La poética de Javier Heraud

Julio Carmona

En la actualidad, Javier Heraud (1942-1963) tendría 65 años. Murió a los 21, “entre pájaros y árboles”, como lo intuyó en la “Elegía” de “Yo no me río de la muerte”. Y no se trata de plantear ucronías, pero uno se pregunta: Si hubiera seguido vivo ¿habría madurado más su poesía? Y, desde la lógica, es una pregunta impropia. No obstante, sirve para verificar un hecho incontrastable: que ya su poesía había logrado esa madurez, propia de los elegidos por la vida y los marcados por la muerte: “(…) Ya lo dije, nunca/ suelo reír de la muerte,/ pero sí conozco su blanco/ rostro, su tétrica vestimenta” (Ibid.) Nótese que en el encabalgamiento del tercer verso (“pero sí conozco su blanco”) queda la impresión de que se hace referencia al objetivo del francotirador: ‘el poeta se sabe blanco de la muerte’, como que está marcado por ella.

Pero -también, ‘ya lo dije’-: elegido de la vida, Javier Heraud se expresó a favor de ésta (increpándole a la poesía): “sucede que te vuelves excluyente/ y ya no puedo poseer a la noche ni a la luna,/ ya no puedo poseer a los ríos ni a los mares/ como a la poesía de niño:/ acariciándolos y dejándolos partir”. He ahí la vida y la muerte: conjugadas en un solo ser que sólo la poesía bifurcaba, que sólo la poesía escindía, y que sólo por la poesía atestiguaba.

Javier Heraud, en el Perú de los años sesenta del siglo pasado, inauguró una forma de escribir poesía, sincopada, con versos breves, formados a veces con sólo una conjunción (“y” / “o”): “sólo/ mi soledad/ y/ su/ silencio” (Poema “Solo”, del libro El río); o si no: “Levantarme,/ sentarme,/ recostarme en/ las vertientes/ o/ las orillas/ de los mares…” (Poema “El deseo”, del libro El viaje). Pero también hizo algo más: reivindicó las “poéticas”, es decir, aquellos poemas que convierten a la poesía en tema de sí misma. Ejercicio que había caído en desuso. Él lo revitalizó. Y lo hizo no sólo en textos titulados, ex profeso, así: “poética” o “arte poética”, sino además en otros en que trata diversos temas, como es el caso de la parte II del “Poema para Antonio Machado” (poeta que, dígase de paso, Javier Heraud revaloró para los poetas jóvenes de los sesenta), ahí dice: “… me despido de los sueños y las muertes/ y de un solo tajo acabo para siempre/ con esta poesía. / ¡Ah poesía de la flor y la palabra,/ poesía del viento y de las mieses!”

Sea ésta una oportunidad propicia para analizar uno de los dos poemas titulados “arte poética” de Javier Heraud. Aquél que empieza así: “En verdad, en verdad hablando,/ la poesía es un trabajo difícil”. Y antes de entrar de lleno en el análisis propuesto, vamos a transcribir el poema completo para un mejor disfrute del lector:

ARTE POÉTICA

En verdad, en verdad hablando,
la poesía es un trabajo difícil
que se pierde o se gana
al compás de los años otoñales.


(Cuando uno es joven
y las flores que caen no se recogen
uno escribe y escribe entre las noches,
y a veces se llenan cientos y cientos
de cuartillas inservibles.
Uno puede alardear y decir
“y escribo y no corrijo,
los poemas salen de mi mano
como la primavera que derrumbaron
los viejos cipreses de mi calle”)
Pero conforme pasa el tiempo
y los años se filtran entre las sienes,
la poesía se va haciendo
trabajo de alfarero,
arcilla que se cuece entre las manos,
arcilla que moldean fuegos rápidos.
Y la poesía es
un relámpago maravilloso,
una lluvia de palabras silenciosas,
un bosque de latidos y esperanzas,
el canto de los pueblos oprimidos,
el nuevo canto de los pueblos liberados.

Y la poesía es entonces,
el amor, la muerte,
la redención del hombre.

Evidentemente, en la propuesta de los dos primeros versos: “En verdad, en verdad hablando,/ la poesía es un trabajo difícil”, se percibe un parentesco con esta otra de César Vallejo: “Quiero decir muchísimo y me atollo”. La verdad y la realidad (que están tan integradas en la vida) animan a ambas concepciones de la poesía, y la dificultad de su realización las hace más solidarias. Pero ambas -y es lo decisivo- con sus respectivas requisitorias, se acercan -y/o alimentan- a la poética del realismo. Hagamos, antes de continuar con el análisis del poema de Javier Heraud, una breve aclaración sobre este tópico del realismo.

Creemos que la teoría literaria -en su desarrollo, desde las épocas más remotas - se encuentra dividida en dos grandes tendencias : la realista y la formalista. No siempre se han denominado así (en la historia literaria se han dado como: renacimiento/barroco; clasicismo/romanticismo; puro/social, etc.). Pero siempre se han planteado como concepciones antagónicas en la teoría y en la práctica. Es en las tres últimas décadas del siglo XX que las expresiones sintetizadoras de esa contradicción serán las de ‘realismo’ y ‘formalismo’ (aunque a la primera mejor le viene la denominación de nuevo realismo para no confundirla con la ‘escuela realista’ del siglo XIX ).

A ambas tendencias -realista y formalista- las podemos definir por su relación con la realidad. La primera se caracteriza por su “acercamiento a”, y la otra por su “alejamiento de”: la realidad. Y para ilustrar mejor sus puntos de vista podemos recurrir a la parábola de Emmanuel Kant referida a una paloma que creía que su vuelo era imperfecto debido a la resistencia del aire; ella creía que de no existir el aire, podría volar mejor.

Algo similar ocurre con los formalistas que reniegan de la realidad y rechazan la presencia del referente real en sus obras. Éstas deben parecer sacadas de la nada o sólo de la imaginación. Mientras que los realistas -contrariamente a “la paloma kantiana”- saben que los productos de su imaginación sólo pueden tener un punto de partida: la realidad. Por eso, reconocen su deuda con ella; no se enajenan de ella. Lo que no implica una sumisión servil, sino un reconocimiento de su ligazón con lo real, a partir de la cual pueden dar rienda suelta a la fantasía y a la imaginación.

Y, volviendo al poema de Javier Heraud, él nos dice que es tal la dificultad del trabajo poético “que se pierde o se gana/ al compás de los años otoñales”. Desde luego, ese “perder o ganar” no tiene ninguna carga pragmatista (menos crematística). Es la pérdida o la ganancia del producto poético, de la bondad o la deficiencia de ese trabajo que sólo los años van decantando. Tal vez esa haya querido ser una negación de la creencia romántica según la cual “el poeta nace y no se hace”. Sin embargo -como decía Rubén Darío: “¿Quién que es no es romántico?”- es verdad: ‘el poeta nace, pero también se hace’. Y es ésta una idea que va a ser sustentada en los versos siguientes: “(Cuando uno es joven/ y las flores que caen no se recogen/ uno escribe y escribe entre las noches,/ y a veces se llenan cientos y cientos/ de cuartillas inservibles. Uno puede alardear y decir/ ‘Yo escribo y no corrijo,/ los poemas salen de mi mano/ como la primavera que derrumbaron/ los viejos cipreses de mi calle’)”. Y hagamos la siguiente observación: no es gratuito -ni, mucho menos, descuido- que el fragmento citado se encuentre encerrado entre paréntesis. Es, precisamente, la opción romántica aludida del “poeta que nace”, y que se vuelve provisoria o que se deja en suspenso, porque la otra opción, la realista: que “el poeta se hace”, no debe descuidarse, y que Heraud está poniendo de relieve para dar sustento -ya lo decíamos- a su concepción realista, que es la siguiente: “Pero conforme pasa el tiempo/ y los años se filtran entre las sienes/ la poesía se va haciendo/ trabajo de alfarero,/ arcilla que se cuece entre las manos,/ arcilla que moldean fuegos rápidos.” Digamos primero que entre los dos primeros versos de este fragmento y los dos, ya citados, del comienzo del poema: “(… que se pierde o se gana/ a través de los años otoñales”) vemos “a las canas” y “al otoño”, estableciendo una correspondencia -a la distancia- entre ambas ideas poéticas. Pero también se nos dice que en la madurez poética no sólo hay dedicación y trabajo, sino además modestia. No es trabajo de intelectual. Es “trabajo de alfarero”. El intelectual trabaja con abstracciones. El alfarero trabaja con realidades. Con realidades al alcance de la mano, y que sólo pueden ser asumidas con el fuego del amor (“Con amor sí” -para decirlo con un verso de Fernández Retamar- porque es probable que sea lo único verdadero”).

“Y la poesía es”/ (continúa Javier Heraud) “un relámpago maravilloso,/ una lluvia de palabras silenciosas,/ un bosque de latidos y esperanzas/, el canto de los pueblos oprimidos,/ el nuevo canto de los pueblos liberados”. Y una vez más se expresa la actitud realista de nuestro poeta: la poesía es el canto del pueblo -afirma-; pero también es lo inefable: “relámpago maravilloso”, “lluvia de palabras silenciosas” del “poeta que nace”. Y he ahí el punto clave de la ecuanimidad realista. No se trata de desdeñar los aportes y valores que la tendencia formalista busca acaparar; pero no hacer como ésta: tratar con desdén a los elementos cruciales de la realidad que tan bien vivifican en las manos del pueblo. Y podemos citar también aquí a Juan Benet, quien dice que: “En literatura el tema en sí puede ser poca cosa en comparación con la importancia que cobra su tratamiento.” Pero no debemos olvidar que, como acota el mismo Benet (coincidiendo con Heraud y con el realismo): El tema “es el barro del alfarero”. En un mismo modelo de dos vajillas realizadas por distintos alfareros, se verá que son diferentes por las pericias técnicas de cada uno, pero en ninguna de ellas se habrá podido prescindir del barro.

“La poesía es el campo de quienes luchan por la liberación del hombre”, decía otro grande de la poesía realista: Paul Eluard. Y Javier Heraud, dentro de esa tradición, dice: “Y la poesía es entonces,/ el amor, la muerte,/ la redención del hombre.” He ahí el elemento relevado antes: el amor, que es sinónimo de vida, pues hace pareja con la muerte. Y todo ello: la poesía, el amor, la muerte (grandes dimensiones del hacer humano) no pueden tener otro objetivo que la “redención del hombre”, que no es sólo liberación social y política, que es también su propia liberación humana, para triunfar sobre la naturaleza y hacerla suya, amándola, liberándola a ella misma de sus males. El triunfo total del hombre será su propia felicidad, que sólo se logrará construyendo el reino de la libertad y sabiendo que éste es opuesto al reino de la necesidad.

La vida y la muerte de Javier Heraud son fiel testimonio de ese objetivo. Alguien -con malévolo sofisma- ha sugerido que cuando se valora la poesía de los “poetas héroes” pesa más el heroísmo que la misma poesía. En este caso hay que contrariar ese infundio. A Javier Heraud -como a todo cabal poeta- se le puede atribuir la expresión nerudiana: “Para nacer he nacido”. Porque poetas como él no mueren. Nacen y renacen, como la luz del sol.

jueves, julio 19, 2007

La locura centrada de Ángeles

Julio Carmona

"Importa oler a loco..." (César Vallejo).

"y este loco calato / abre sus alas de lata" (César Ángeles).

"Los locos no son poetas, / Pero el poeta sí es loco." (Julio Carmona).


A rojo es el título del poemario de César Ángeles[1] que, tardíamente, vengo a conocer gracias a su autor -de paso por esta calurosa epidermis piurana.

A rojo es un título que toma como referencia al poema Vocales de Rimbaud (no en vano esos versos del maudit presiden al poemario) aunque sin copiarlo, más bien contradiciéndolo, pues para el simbolista la vocal roja era la I (mientras que a la A correspondía el color negro). Ángeles ha preferido el color rojo para la A. Y, así, ha cargado a esa expresión con otras connotaciones, pues puede referirse al concepto nominal de arrojo, vale decir: audacia, osadía, intrepidez, que -dígase de paso- describen la personalidad del autor, tanto en su asunción poética como vital.[2]

Pero ese título, A rojo, también puede aludir al presente de la primera persona del verbo arrojar y sus sinónimos: lanzar, tirar (hasta en su acepción más peruana) e incluso vomitar. Y todas estas sugerencias bien merecen ir “apadrinadas” por los versos del poeta maldito, y también por los versos que inicia el siguiente: “Hacedores de símbolos, presentaos desnudos en público y sólo entonces aceptaré vuestros pantalones... etc.” de nuestro, no menos loco: César Vallejo, de quien aquí hemos puesto como epígrafe su “Importa oler a loco postulando/ qué cálida es la nieve, qué fugaz la tortuga,/ el cómo qué sencillo, qué fulminante el cuándo.” (“Sombrero, abrigo, guantes”, Poemas humanos).

Porque se trata de eso: de una locura poética, que -al revés de la otra, clínica- es la más lúcida de todas: la más centrada. El orden establecido reclama que nuestra percepción de su fisonomía sea coincidente con su propia aceptación. De tal suerte, que quien contradice sus parámetros es un excéntrico: un loco. Si la insultante propiedad privada de los medios de producción convive con la miseria más extrema, eso -para el orden establecido- es lo más natural, y su aceptación y perpetuación es lo más cuerdo y razonable a que se puede aspirar. Ergo: rechazar dicha propiedad para acabar con la injusta secuela de miseria que prohija, es una locura. Y por eso Ángeles nos recuerda que: “Ginsberg se calateó ante la poderosa sociedad/ norteamericana/ para escandalizar y hacer cambio/ de conciencias” (p. 39). Y sabemos que Ginsberg era otro loco que postulaba el cambio de lo negro por lo rojo.

La locura de Ángeles, pues, no se solaza en sí misma (y esto él mismo lo hace explícito al citar los versos de Vallejo). Porque, no obstante manejar un lenguaje y técnicas poéticos muy propios de la vanguardia (que no se reduce al vanguardismo veintecentista),[3] se plantea a sí mismo o propone al lector una multiplicidad de temas que trasciende al malabarismo formal tan característico de esa tendencia de la aventura, cargando a las palabras -como quería Pound- de profundos significados. Veamos los más saltantes.

El tema del amor. Él es como un hilo vertebrador del libro. En todos los poemas palpita su corazonada, porque: “la paz no existe sin la guerra ni el amor” (p. 24). Y este verso rectifica el famoso lema hipie de “Hacer el amor y no la guerra”. Porque, para César Ángeles -treintaitantos años después del peace and love de los sesenta- el amor solo sin la guerra es una ilusión, es, como diría Marx: pretender parar con la yugular el golpe de la espada; por eso dice nuestro poeta: “(conciencia atenta la mía)/ crujían sus ideas / su amor político/ porque nada es fuera de la política/ ni tu sexo ni mi/ guante”. (p. 40).

Y el tema de la política (otra línea de fuerza del libro) es el que centra las cosas, pero desde la excentricidad que el “orden” no tolera: “y la nave del viejo orden va/ sin culpa con sus cadáveres arrastrados” (p. 24). Esa actitud política contestataria y refractaria al “orden” está “alucinando un/ país que noes” (p. 41), desde una perspectiva popular, porque se trata de “trocar lo viejo por lo nuevo/ y volver al encogimiento un/ sereno erguimiento” (p. 41). Un hacer que lo sometido se yerga flameando toda su dignidad, porque “los héroes no siempre han de ser los rubios (as)/ de mayo del 68/ o estampas para colorear en textos escolares/ los héroes también tienen / crenchas/ y huelen a vicuña” (p. 8). Y es así que en el poema titulado “Poeta en mecedora” el tema de la política se hace extensivo a la poética. Un poco a la manera del primer Andre Gide cuando se refería a la “filosofía de la estufa”. O sea la olímpica manera de hacer poesía y filosofía desde la comodidad del “orden”, bien entornillados en el sistema. Y, por eso, hablándole al poeta de la mecedora, nuestro juglar dice: “he visto sobre tu hombro ciudades/ prósperas/ en un país-vital/ obreros a través de la plaza/ ocupando palacio de gobierno/ artistas y campesinos que arrancaban tubérculos a/ la panza de la tierra/ negros cholos y chinos curioseando en la/ suite de/ los hoteles de luxe”.(pp. 36-37).

Y ese sugerente péndulo histórico está perfectamente delineado en la urdimbre poética de A rojo, en una proyección cinematográfica de espacios y tiempos y personajes que, con una fluidez de río insobornable, se desplazan por sobre “olas (que) parecen montañas de neurosis” (p. 8). Incluido el western del “país sin nombre”: “Sad y Victoria se besaron quizá/ por última vez/ e iniciaron el trote hacia el Chase Manhatan/ Bank”. Y así de sopetón nos vemos puestos frente al pasado inmediato peruano: “así las cosas fuimos sorprendidos/ al inicio de la década siguiente/ por perros ahorcados en los postes/ SL canceló al LSD/ y en plena/ década de los 20 años/ se nos removió el paisaje ameno de / la fingida muerte del mar/ hacia el atardecer naranja de la guerra” (p. 12).

Y es, entonces, que la mayoría de los poemas de A rojo, cuyo título es “SIN TÍTULO”, se encarga de darnos la imagen de un loco que se describe a sí mismo como: “Sicótico, esquizofrénico, raro” (p. 19), y seguro de saber que ama con locura, dice: “Amándote de modo patológico” (Ibidem): cualquier otra forma de amar no es amor, y nuestro poeta es consciente de esto, porque no puede ser de otra manera, porque una sociedad enferma sólo puede engendrar seres afines a ella, seres que sólo se salvan por la locura centrada del amor, de la política y del arte.

Y el símbolo de esa sociedad desquiciada es la ciudad capital, y ésta tiene su representación o imagen fidedigna en “la tapada” colonial, por eso nuestro poeta, en el último poema -titulado, precisamente, “Tapada limeña (feliz 28)”- intuye que la feria durará “hasta que del manto negro en/ pálida faz/ no perdure sino una limpia/ desnudez/ una solitaria y compartida hermosura/ una sonrisa al fin des/ cubierta en/ inteligencia/ ternura y/ ágiles candelas”.(p. 42). Qué mejor vaticinio para un futuro mejor, libre de la neurosis contagiosa a la que es urgente decir NO pero desde un SI, afirmación y negación: el loco que no acepta su locura está perdido. Eso lo sabe nuestro poeta, y no se duele de ello: “me mata seguro que sí una palabra tuya/ bastará para enfermarme”. (p. 39). Y se salva -y nos salva por la política, por la solidaridad, por el amor, que son la locura centrada de Ángeles.

Incluimos dos poemas de A rojo, para solaz del lector:

SIN TÍTULO

la soledad transita
acorazada
entre helechos y árboles
de espaldas
aquí la mayoría dormita
el pequeño burgo
no olvida una vacenica bajo
la cama
porque las noches suelen enfriar demasiado
aquí se juega a la traición mayor
y se llora generalmente o
se sonríe con lágrimas invisibles
reposo herido
sobre una roca del mar
mi primer amor perdió conmigo
la virginidad y
se me adhirió para
siempre
estrella roja sobre piedra bajo las olas
ella sangraba
como sangró mi amigo
en DINCOTE varias noches
pero ella sangraba de hijos microscópicos
y él de las botas del mejor oficial
canciónla vida no siempre es una canción (p. 26).

POEMA ANAFÓRICO O CASA CON REJA

memoria de los olores

memoria de la reja y la fruta reventada

memoria de tu boca sangrando
de amor sobre la playa

memoria del cigoto en tu placenta

memoria de tus pelos y mis pelos extendidos
solitarios sobre las piedras del mar

memoria del perro despanzurrado
bajo la luz bilingüe del poste
y memoria de tu mirada
brillante
entre las rejas y las cejas
una sonrisa en el sol
atrás de los barrotes húmedos o los dientes de perla

memoria sí de la ropa colgada
y dos viejas en lejía
al lado de la nada
dios no es dios: es dunas del desierto

memoria de tus manos y mis manos
volando entre sí
entre fierros (paralelos)
y la flor de tus palabras
y el orín de mi saliva
un arroz con leche desde tu pierna
a la mía

memoria de los olores,
mi alma sobre las piedras


[1] César Ángeles, A rojo, Lima: Posición Editores, 1996.
[2] El ultimo verso del poema titulado “En Italia” -de A rojo- es el siguiente: “Dejo de trabajar”. Y eso es lo que ha hecho nuestro poeta: para venirse a recorrer el norte: Cajamarca, Trujillo, Chiclayo, Piura. Dejar de trabajar, en un país en el que hacerlo es poco menos que un suicidio, es también un arrebato, un atrevimiento, en síntesis: una locura.
[3] Como el romanticismo tampoco es exclusividad de la escuela romántica novecentista.

miércoles, julio 18, 2007

Un ángel del abismo

Edgar Bruno

En la década de los ’90 del siglo pasado apareció en las tierras solares de Piura un iconoclasta grupo literario que respondía al nombre de “Ángeles del abismo”, haciendo alusión a aquellos ángeles desterrados por su rebeldía, por ser oscuros y a quienes se les había negado tener un lugar en el paraíso. Parecidas características tenían los jóvenes integrantes de este grupo. Ellos expresaron la visión del desencanto de toda una generación que le toco vivir años oscuros, que dejaron sus improntas; proclamaron la renovación de la literatura regional y lo lograron a base de un esfuerzo conjunto. Este renovador grupo estuvo integrado por Cosme Saavedra, Ricardo Musse Carrasco, José Díaz Sánchez, César Gutiérrez, Luis Ordinola, Elver Agurto y otros.

En las líneas siguientes nos acercaremos al trabajo narrativo de uno de ellos: Cosme Saavedra.

Nació como poeta, pero poco a poco incursionó, con gran éxito, en la narrativa, sus cuentos han aparecido en plaquetas y revistas del grupo al que perteneció (éste fue el mejor medio para dar a conocer sus creaciones: se repartían en los encuentros literarios, recitales; y circulaban de mano en mano entre sus lectores).

Cosme Saavedra no ha publicado un libro en su totalidad, pero sus cuentos han aparecido en revistas de literatura muy importantes como “Sietevientos”, en ésta se han publicado dos renovadores cuentos: “Ya no llovería para julio” y “Alicia su cuerpo en otros cielos”. Tiene dos novelas inéditas: “Mariana en el purgatorio” y “El santuario de Walac”; Actualmente trabaja en su tercera novela: “La flores cambian de piel”.

La narrativa de Saavedra, a pesar de sus pocas publicaciones, refleja la visión de un joven que quiere hacer grandes aportes a la Narrativa regional. Su trabajo está íntimamente ligado a la poesía, porque en sus trabajos se siente un tono melódico muy característico, sin caer en lo cursi; sus textos guardan en sí aliento poético, concisión y no cae en enrevesamientos que sólo aburren cuando no se utilizan con maestría. El lenguaje que utiliza es el demótico, porque sus narraciones no caen en barroquismos, sino que utiliza un lenguaje claro, sencillo y directo, como el que utilizamos a diario en nuestra vida. El estilo de Saavedra es el cartesiano, porque muestra directamente los núcleos de la narración, no utiliza el estilo barroco, prefiere ser concreto y vívido, no recurre a lo intricado y oscuro.

El trabajo de este novel narrador refleja un buen uso de las técnicas contemporáneas de la narración, creando un clima donde los personajes se desenvuelven libremente. Saavedra entrega los datos de la narración de manera proporcionada y no de un solo golpe, manteniendo un clima natural y no forzado.

Ya no llovería para julio

En “Ya no llovería para julio” relata la historia de un joven llamado Sigmund que se enamora locamente de Mariana, involucrándose con ella, pero teniendo siempre como obstáculo a la madrastra de la jovencita. Este cuento se ambienta en 1983, en el período diluvial que padeció Piura. Ellos se amarán en secreto y las lluvias continuaban, pero todo tiene su final; éste llegaría pronto y ya no volverían a disfrutar de sus encuentros furtivos, no encontrarían la excusa perfecta para amarse. Las lluvias acabarían en julio, por ello el título del cuento.

En “ya no llovería para julio” se presencia claramente el interés por la geografía y convulsiones de la naturaleza [1], línea temática que tiene como principales narradores a Genaro Maza y Mario Palomino. Cosme Saavedra toca el periodo diluvial de 1983 desde otra perspectiva, la del amor y logra impactar con un amor juvenil, que para muchos puede ser trivial; un amor juvenil que le interesa seguir el Carpe Diem, pero que se ve truncado por la ausencia de las lluvias.


[1] BURNEO SANCHEZ, Sigifredo. Antología comentada de la expresión literaria contemporánea en la Región Grau. Piura: Sietevientos editores y Ediciones Ubillús.1992.

Nota: En la fotografía Lúber Ipanaqué, Eduardo Valdivia y Cosme Saavedra
.

martes, julio 17, 2007

El caótico peregrinar por los desiertos del alma

Lúber Ipanaqué

En anterior oportunidad el poeta Ricardo Musse nos brindó su poemario “Cinematografía de una adolescencia”, en el cual nos acercaba a una poesía equilibrada entre lo lírico y lo prosaico, versos cargados de narratividad como artificio verbal para lograr lo estético en el poema, incluso es así como llega a una acendrada coloquialidad.En anterior oportunidad el poeta Ricardo Musse nos brindó su poemario “Cinematografía de una adolescencia”, en el cual nos acercaba a una poesía equilibrada entre lo lírico y lo prosaico, versos cargados de narratividad como artificio verbal para lograr lo estético en el poema, incluso es así como llega a una acendrada coloquialidad.

Se puede decir que el poeta Musse propone una especie de “verso proyectivo”, según el cual el poema va de una percepcion a otra, sin detenerse y sin seguir un desarrollo lineal. Para hacer tal poema se necesita una habilidad y amplitud verbal, además velocidad para captar una secuencia de escenas esencialmente visuales, en el cual pareciera verse imágenes a través de una cámara filmadora, emanada de la mente. Y es que el poeta Musse logra tal situación en “Cinematografía de una adolescencia”, ya sea situándonos en su remota infancia o en la mar brava o en el barrio con “la Huguito”, “Cucharita” y otros personajes poéticos. Menciono esto porque en su último libro, publicado por la editorial “Sietevientos”, acentúa tales cualidades intimistas y giratorias, “El Espíritu giratorio del viento”, que a gran diferencia del primero prevalece la lírica, rompiéndose con lo coloquial y anecdótico. Logra así envolver las diferentes situaciones metafísicas y cotidianas en metáfora, símbolo y figura, elevándolas hacia los linderos de la poesía.

En “El Espíritu Giratorio del Viento”, nos hace peregrinar por parajes internos de su melancolía, en busca de la purificación del alma, después de lavarnos en la lluvia, cuando dice en el poema I: “Que la nocturna humedad de la lluvia/ limpie la esfera azul/ porque estoy hecho un asco danzando alrededor de una fogata”. Para luego situarnos en su infancia “desnuda y descalza”, y esta evocación se hace reiterativa en el libro. Hay momentos en los que nos incita a “humedecernos los pies y seguir caminando”, es decir continuar sumergiéndonos en el recuerdo, a “diseminar nuestros rastros en los disolventes sedimentos del desierto”. Y el peregrinar al que nos invita Musse es a través del desierto, por días y noches; ese desierto no es más que la vida, circular y monótona, que con el devenir del tiempo vuelve a repetirse infinitamente, dentro de los cuales estamos condenados a repetir las huellas de nuestros antepasados. En el poema XII nos dice: “Dar marcha atrás sería el penoso recuerdo de nuestros pies lastimados por la derrota”, es decir avancemos a través de los montículos del desierto a pesar de sus obstáculos para lograr la purificacion del “espíritu giratorio del viento”, que es el alma. Aquella purificación sólo se logra con la muerte. Y es que sólo peregrinamos para que al final nos espere el abrazo maternal de tranquilidad de la muerte, así lo da a entender en el poema XXIV: “Peregrinamos para que a la hora de la muerte nos pese / solamente las quemantes arenas del sepulcro”.

El libro consta de treinta poemas que tienen un ritmo unánime hasta el poema XXIV, después del cual, en el poema XXV, hay un cambio de voz poética abrupta, pasando del “nosotros” al “yo”, lo cual deja pasmado, insatisfecho y confuso al lector. Lo cual no desamerita, a ultranza, los demás poemas que retoman el ritmo hasta el final.

Nota: En la fotografía Genaro Maza Vera y Ricardo Musse.

Roger Santiváñez: la moral de sus dolores

Julio Carmona

No hace mucho tiempo, el poeta Roger Santiváñez presentó en Piura, su ciudad natal, el libro titulado Dolores Morales de Santiváñez. Es, como dice el subtítulo del libro, una selección de su poesía escrita entre los años que van de 1975 al 2005. El poeta Santiváñez es uno de los miembros más sobresalientes de su generación poética (del ’80). Y los poemas que conforman la selección aludida lo certifican con creces. No siempre las antologías son satisfactorias. Al extremo que el poeta chileno Jorge Teillier las llamó “antojolías”. Pero en el caso de Dolores Morales de Santiváñez, ese prejuicio se minimiza. Es cierto que la de Santiváñez no es una poesía de fácil lectura, para alguien que no esté familiarizado con el oficio poético (y en nuestro medio -peruano, no sólo piurano- esto es lo común); pero, en este caso, quizás se dé una excepción, porque se nota a las claras que se trata de la “historia de un hombre solo / cuyo oficio es la Poesía. Busca entonces / alguien de corazón sin razón más clara”. Y eso es lo que “busca” nuestro poeta, porque sabe que no hay razón más clara que la del corazón (parafraseando a Pascal).

Y ese sello críptico de la poética de Santiváñez -propio, en realidad, de todos los miembros de su generación- se percibe desde el título. Porque éste se puede leer de dos maneras. Como el nombre de una señora, Dolores Morales de Santiváñez, o como el anuncio del tema central del libro, es decir, que el poeta Santiváñez va a tratar de los ‘dolores de carácter moral que lo aquejan’. Y ambas lecturas son verdaderas. En el primer caso se da la correspondencia con un hecho real, porque ese es el nombre de la abuela del poeta por el lado paterno. Y en el segundo, también, porque -incluso contradiciendo los postulados teóricos de la poesía moderna que aleja a ésta de cualquier deuda moral- nuestro poeta sí nutre su poética en una moral, en un imperativo de conciencia que lo libra de caer en la tentación de las evasiones románticas. Y ese es otro rasgo característico de la poética de su tiempo, que fuera expresada por Abelardo Oquendo y Mirko Lauer (en la antología Vuelta a la otra margen) como la fusión de lo puro y lo social que produjo “el tono característico de las últimas promociones de poetas”.

En casi todos los poemas del libro se percibe una requisitoria contra el sistema social imperante: “los otros controlaban nuestras risas / hábiles en sofocarnos /eficaces en atrofiar nuestras extremidades”, pero hay también una autocrítica por el tiempo perdido o dejado pasar en la nuda contemplación de lo vivido: “¿De qué color fue el cielo / que dejé al perder la zona / donde habitó esta nostalgia?” Y todo eso, al unísono, constituye un dolor para el poeta (tal Segismundo moderno que constata la vacuidad de la vida), pero he ahí también el trasfondo moral de alimentar una esperanza con las migajas del pasado: “Mi rostro había vuelto a ser el mismo / con el trazo agudo de un corazón mortal y fresco, /con las flores que junté para tirar del gatillo / y remover el plumaje de la sangre y la melancolía”.

Un dolor puede aniquilar, cuando se afinca en una debilidad del espíritu; pero también puede fortificar, si hay una reserva moral que lo respalda. De ahí que en esta pequeña nota también he jugado con los términos del título, Dolores Morales de Santiváñez, apuntando a una tercera opción interpretativa. Porque no son sólo “los dolores morales” que aquejan al poeta (como ya he dicho que podía sugerir una de las lecturas posibles del mismo), sino que hay una moral en ese dolor. Es cierto que algunos poemas recrean un pasado vivido en las lindes del abismo “como rehenes de un amor que sabe a guinda o a macoña”. Pero hay -porque había, entonces, para Roger Santiváñez, en ese pasado abstruso- una salida al final del túnel: “Te pedimos a través de esta diáfana celestía / vuelvas a la luz de la que en su seno / brotaste rebelde como adolescente…”Es ésta, pues, una selección de poemas de los siete libros publicados por este alto representante de la lírica piurana (y peruana), lo que constituye la primera parte del libro. Pero hay otras partes (segunda y tercera), constituidas por textos “no publicados en libro” y también por “poemas encontrados”, es decir, que han sido rescatados del olvido por diligentes manos amigas que supieron, en el primer caso, conservar las plaquettes, revistas o periódicos, o salvarlos -en el otro caso- “del sueño de los justos en que dormían”, y, para decirlo en versos del mismo poeta: “Una muchacha oliendo a Lima / guardaba en su silencio / el desigual ritmo de estos versos”.

“La poesía es un texto contra el mundo”, escribe Roger Santiváñez en un poema del libro Symbol, (uno de los más celebrados por la crítica); y en otro -del mismo libro- dice: “Tan sólo quería arrancarle unos bellos versos / a un destino que se negaba a pesar de su belleza”. Podemos, pues, concluir diciendo que el destino y el mundo obligan al hombre a impulsar la creación de un mundo nuevo y de un mejor destino. Esa es la impronta moral que late en la poesía de Roger Santiváñez y que transforma su dolor en amor, porque nuestro poeta sabe que los poetas así como “Los amantes no aman con pureza / aman con amor”.

viernes, julio 13, 2007

Carlos Oliva: El Suicidio en la Ciudad Infierno

Reynaldo Cruz
"me ven llegar como una peste
y hablan de mí
entre comillas soy el ocioso el paria el que llega tarde en la noche"
Enrique Verástegui

1990 es el inicio de una época oscura: la lucha entre Sendero y el Grupo Colina. Son tiempos de muerte y destrucción. La inseguridad y la desconfianza de todo y todos es común. Los jóvenes o están a favor de la lucha armada o están en nada. Son tiempos difíciles donde surge una luz de Neòn guiada por un Diógenes lírico llamado Carlos Oliva.

Neòn fue creado en San Marcos en setiembre del 90', como respuesta cultural frente a la opresión del sistema, y merece un estudio minucioso por parte de la generación actual, ya que el contexto social en el cual se desarrollo es uno de los mas complejos de nuestra historia. Fe de esta afirmación, la pueden dar: Leo Zelada, Miguel Idelfonso, Héctor Ñaupari, Mesías Evangelista Ricci, Paolo de Lima y Roberto Salazar, quienes a diferencia de Carlos Oliva y Juan Vega, fueron miembros de este movimiento y aún sobreviven.

De Neón fue Carlos Oliva, el más representativo, aunque el mismo se negara a serlo: "se ha tratado de mitificarme. Se ha propagado la imagen de un poeta marginal envuelto en la más patética leyenda negra"(1), pero a pesar de ello, muchos concuerdan con Pablo Guevara, maestro suyo, en que Oliva era una leyenda urbana que no pudo ganarle la guerra a la ciudad, fue asesinado por la sociedad, Lima lo mató.



La vida y la muerte de Oliva son poesía, son imágenes de la redención del hombre ante el hombre, es el grito contestatario ante la rutina, las apariencias y el conformismo: "Sobre estas calles donde el amor es una palabra que no se ve / por ningún lado / descubrí un estado de animo tan bello / como una flor amarilla en la noche: Anarquía" "Muchachas casquivanas y bellas / adoran el falo de la apariencia/ Y la apariencia es una luz efímera que no me satisface"

Lima en su visión es la ciudad infierno, la que lo excluye de lo moralmente aceptable. Lima es la vieja que se maquilla para parecerse a una ninfa. "Lima / ¿De qué te valen tus letreros luminosos? / Si sólo consiguen efectos sicóticos". Oliva dixit: "Lima, capital de letrinas abarrotadas" y para él, la ciudad esta mutilada, "pero es aún hermosa / como Venus cincelada en su desnudez escultural."

Oliva busca "algo nuevo / un profeta nuevo / un baño donde orinar", es el ángel que se sumerge en el infierno para glorificar su lira. "Luego el largo silencio. Las paredes desnudas / Desesperación. Ansiedad. Caos. / Y pasión y deseo. / Nada es controlable ni delimitable cuando me pierdo / entre las galerías malditas de una ciudad / que descubro cada tarde y entonces / corro como el viento."

"Y la calle es una ola insaciable de pareceres / configuraciones yuxtapuestas de un contrasentido". El poeta busca el sonido de sus entrañas, mira la utopía con nostalgia y se entrega a los brazos del desorden y el caos: "Mi voz viene de un tiempo amargo / viene de esta violencia que fluye / como un carajo en las esquinas / donde hay tantas luces regadas / que se creería en la caída de las estrellas."

Su vida se poetiza. La poesía es carne de él mismo, como él es la sangre de ella: "cada verso trae recuerdos emoción ilusiones que agobian / mis huesos robados como una fruta al pasado / y el pasado es el recuerdo de una muchacha a la que amé con desequilibrio / con lucidez psicótica en las noches que fue Atenea / cuando se desnudaba."

Desde siempre, Oliva firma su epitafio, su inevitable carrera al fin. "Voy a morir, ríanse / La muertes es, y trato de alcanzarla". El objeto de su canto es liberarse de sí mismo, negarse a sí mismo, es decir salvarse de sí mismo, "De mi propia autodestrucción que está a punto de desintegrar mi vida / Es una protesta contra mi condición humana, narcisista, sórdida y decadente".

Oliva es sin duda la leyenda de la poesía urbana de los 90'; finalizo estas líneas con las palabras de Roger Santiváñez: "Pandillero y rebelde como él solo, terriblemente tierno. Oliva es el héroe de nuestra época. Murió por salvarnos a nosotros. De eso estoy seguro. He allí su poesía y su gloria."


San Miguel de Piura, 07 de julio de 2007 – Perú

(1) Lima o El largo camino de la desesperación. Grita Ediciones. Arequipa. 2006.

Nota: Fotografías tomadas de Letras. S5