lunes, diciembre 24, 2012

“Me acuerdo…” o una invitación a la memoria navideña (a la manera de Georges Pèrec)




Ricardo Ayllón

- Me acuerdo que cuando mamá armaba el Nacimiento de la casa, siempre le faltaban animalitos, y San José, la Virgen María y los Reyes Magos me parecían cada año más viejitos.

- Me acuerdo que la cena navideña era con pavo criado en el corral de la casa, aquel pavo grandote y orgulloso que matábamos a traición embriagándolo con pisco.

- Me acuerdo que papá compraba el panetón en cajas de media docena, y que solo había dos marcas: “Motta” y “D’onofrio”.

- Me acuerdo que con mi hermano integrábamos el coro infantil de la parroquia de Laderas del Norte en Chimbote, íbamos a cantar villancicos a los hospitales, y siempre empezábamos con “Somos los niños cantores, que vamos a pregonar…”.

- Me acuerdo que el único gran almacén en Chimbote era el Súper Mercado Cooperativo, en la avenida Gálvez, y que era allí donde mi padre canjeaba nuestros regalos por vales que recibía de Siderperú.

- Me acuerdo que la noche del 24 salíamos en patota con la mancha del barrio para aventar cohetecillos encendidos en los patios de las casas vecinas.

- Me acuerdo que escuchaba a cada rato “Ven a mi casa esta Navidad” entonado por el grupo Parchís y, años después, cuando se lo escuché al argentino Luis Aguilé, pensé que era un copión.

- Me acuerdo del inmenso camión de plástico marca Basa que un año me regaló mi padrino, y que destrocé sin el menor remordimiento el mismo 25 de diciembre.

- Me acuerdo de “Me he comprado una zambomba, un pandero y un tambor…”.

- Me acuerdo del Chepenano y su insoportable “¡¡Tuqui, tuqui, tuqui, tuqui… Tuqui, tuqui, tuquitaaaá…!!”.

- Me acuerdo que el chocolate para taza tenía que ser marca “Mayascon” o “Cusco”, no había otro.

- Me acuerdo que con mis vecinos, una noche, encendimos una avellana, pero segundos antes de que esta levantara vuelo, se cayó y fue a reventar debajo de un automóvil estacionado frente a mi casa. No explosionó de milagro.

- Me acuerdo que me gustó descubrir en la disquera personal de mi tío Beto Cabrejos el disco “Asalto navideño” de Héctor Lavoe y Willie Colón. Desde entonces entendí que la Navidad tenía también sabor y sandunga.

- Me acuerdo que la marca de champagne para la cena navideña siempre era “La Fourie”, y que en casa solo lo tomaba mi papá porque a nadie le gustaba.

-  Me acuerdo que la única vez que fui a la Misa del Gallo (y supe de su existencia), fue el año en que conformé el coro de la iglesia.

- Me acuerdo que si en el barrio veíamos a alguien encendiendo lucecitas de bengala, lo abollábamos por mongo.

- Me acuerdo que cuando le escuché su conocido tema navideño a José Feliciano, me decepcionó. Él era para cantar boleros y no otros ritmos.

- Me acuerdo todavía del aroma de la yerba de romero que mi mamá le ponía al pavo. Mamá no lo horneaba entero, sino en presas, y cuando lo sacaba del horno me gustaba robar las hojitas de romero y aspirarlas hasta la hora en que servía la cena.

- Me acuerdo de “Rueda rueda por la montaña, blanca luz del sol…”.

- Me acuerdo que el perímetro del Mercado Modelo de Chimbote se volvía intransitable con tantos vendedores ambulantes que aparecían no sé de dónde.

- Me acuerdo que mis tíos nos llevaban el mismo 24 a mi hermano y a mí a comprar nuestros cohetones, cohetecillos y avellanas, advirtiéndonos severamente que debían durarnos hasta el Año Nuevo.

- Me acuerdo de las enormes colas que daban la vuelta a la manzana para recibir juguetes en el local del Partido Aprista.

- Me acuerdo que las luces navideñas eran multicolores como ahora, pero sin sonido.

- Me acuerdo que un año pusimos en la sala un arbolito de Navidad de pino verdadero (traído del Vivero Forestal), pero a los cinco días se nos marchitó todito.

- Me acuerdo que mamá armaba el Nacimiento solo unos días antes de la Noche Buena (no como ahora que lo hacen desde que empieza el mes de diciembre), y mantenía al Niño Dios cubierto con una mantita hasta que ‘nacía’ (lo destapaba) el 24 a las 12 en puntito.

- Me acuerdo que a mi hermano Hernán le gustaba más el pavo calentado al día siguiente, el 25 de diciembre por la mañana, con el desayuno.

- Me acuerdo que nunca creí en Papá Noel, y que una vez llegó a vivir a nuestro barrio un niño limeño convencido de que en Navidad lo que se celebraba era el cumpleaños del gordo pascuero.

- Me acuerdo que los adornos y guirnaldas de Navidad los comprábamos en la Librería “La Estrella”, de la tercera cuadra de Manuel Ruiz, en el centro de Chimbote.

- Me acuerdo que algunas tarjetas navideñas nos llegaban vía Correos del Perú.

- Me acuerdo que todos los años bebían los peces en el río, y que esa sopa que le dieron al Niño nunca se la iba a tomar, era lógico, no ven que era tan dulce.

- Me acuerdo que una de mis hermanas se emborrachó una Navidad tomándose las sobras de las copas de champagne.

- Me acuerdo que mi papá no solo nos deseaba Feliz Navidad, sino que con el abrazo de las 12 entregaba el paquete completo (por si acaso): “Feliz Navidad, Feliz Año Nuevo, Felices Fiestas Patrias y Feliz Cumpleaños”.

- Me acuerdo que una tía que era empleada del Seguro Social, me mandaba a escoger mi regalo a Bazar “Mechita” (del Mercado Modelo), donde tenía crédito todo el año.

- Me acuerdo que un año nació una vecinita el 25 de diciembre por la madrugada, entonces supe que una mujer también podía ser bautizada con el nombre de “Jesús”. 

sábado, diciembre 08, 2012

El mayor de nuestros cuentistas

Julio Ramón Ribeyro

Miguel Ángel Hernández Sandoval

Releer y comprender la obra del mayor de nuestros cuentistas, es decir, de Julio Ramón Ribeyro, es también comprendernos a nosotros mismos. Muchos de sus lectores tenemos varios cuentos favoritos de él y más de un escritor joven (peruano y extranjero) tiene alguna deuda con, sin asomo de duda, este maestro de la prosa. Y es por su prosa sencilla, profunda y eficaz -que muy pocos saben lograr- que se le considera como un autor sin parangón. Pero Ribeyro no solo escribió cuentos, sino también novelas, dramas y otros textos que podríamos denominar piezas reflexivas y personales, y lo hizo con un tono íntimo y un lenguaje sutil, carente de voluptuosidades o retorcimientos. Ribeyro tenía un buen gusto por el detalle, y por su carencia de tono épico se le considera también como un escritor clásico pero del siglo XX y no del XIX como una vez, y de manera burlona, dijeron algunos de sus contemporáneos, y por ser un clásico nunca debe suponerse que va a pasar y quedar en el olvido.

Con su obra cuentística Ribeyro tiene y tendrá por muchos años una presencia definida y significativa en la literatura de habla hispana. La emoción monda y lironda mueve la mayor parte de sus historias a veces de muy marcada melancólica ironía. Él cultivó el cuento en sus vertientes mayores: el autobiográfico, el realista –que heredó sobre todo de Guy de Maupassant, Anton Chejov e Iván Turgueniev, y donde ubicamos los admirables cuentos de “Los gallinazos sin plumas” (1955)- y el fantástico, en el que logró verdaderas joyas como “La insignia” (1952), “Demetrio” (1953) y  “Doblaje” (1955). Pero aclaremos que la mayor parte de su obra se sitúa dentro del realismo. Él cultivó preferentemente, y de manera creciente a partir de 1954, la narrativa realista, pero entregándose a un realismo que calzaba con su escepticismo. Así, probablemente su cuento más admirable (simbólico y complejo), sea “Silvio en el rosedal” (1977).

Todos somos o podemos ser personajes ribeyrianos en algún momento de la vida, pues quién no ha tenido un fracaso. Este que es un tema pertinaz en casi toda su obra, muestra las limitaciones de sus personajes. Aclaremos que en Ribeyro el silencio sería el fracaso y la palabra del mudo una forma de imponerse a ese fracaso que, para él, es una condición general del ser humano. Ese fracaso expresa la incomodidad frente a la vida por sus diversas carencias, sin embargo, también nos revela que las aspiraciones del hombre son muy grandes. Y lo que él hace -en sus novelas y cuentos, pero sobre todo en estos- es buscar una versión más comprensible de la realidad en todos sus niveles; una realidad que no solo es peruana, pues los cuestionamientos que se plantea son los mismos que puede plantearse cualquier ser humano en cualquier parte del mundo. 
 
El sencillo y admirado autor de La palabra del mudo, Prosas apátridas y Crónica de San Gabriel (esta es la primera y la mejor de sus tres novelas publicadas), entre otros libros, nació en el barrio de clase media limeño Santa Beatriz un 31 de agosto de 1929 y murió un 4 de diciembre de 1994 en el Hospital de Enfermedades Neoplásicas. Residió en París y otras ciudades europeas, durante décadas y los últimos meses de vida los pasó en su casa del distrito de Miraflores. Los días sábados le gustaba pasear en bicicleta por el malecón de la Costa Verde y su parada obligatoria era frente a ese mar que siempre le gustó contemplar, también, desde su departamento de Barranco, donde tenía dos cuadros pequeños de Joan Miró. Ese mar le deparaba miles de ideas para seguir creando textos simplemente inolvidables. “Si mis libros perduran será debido a la perversidad de mis lectores”, escribió en uno de sus diarios. Y en la introducción a la edición definitiva de La palabra del mudo, obra que comprende, en dos volúmenes, toda su producción cuentística, publicada por Seix Barral en el 2010, escribió: “Mis cuentos, al menos así lo creo, son el espejo de mi propia vida (…) tan variados y dispares, fragmentos de mi vida y del mundo como lo vi”.

Sin duda, para escribir, Ribeyro bebió de su propia vida más que de cualquier otro escritor de su generación, pero por qué lo hizo; ¿por necesidad? O tal vez –como una vez dijo en una encuesta publicada en 1985 en un suplemento especial del diario Libération de París- “para continuar existiendo, una vez muerto, aun cuando sea bajo la forma de un libro, como una voz que alguien hará el esfuerzo de escuchar”. En otros escritores de su época la técnica se imponía a la comprensión, pero hay que aclarar que en casi toda la obra ribeyriana se pueden descubrir cosas muy técnicas que están por debajo de la obra. Es recién en los años setenta que se le empieza a conocer en España por la publicación de sus Prosas apátridas (1975), libro de contenido híbrido que se le clasificó como “literatura de carné”, por ser una colección de frases reflexivas y personales, como antes ya lo había hecho el francés Charles Baudelaire, es decir, anotaciones hechas al momento sobre cualquier circunstancia de la vida.

Si a Alfredo Bryce se le quiere y a Mario Vargas Llosa se le admira, a Julio Ramón Ribeyro se le quiere y se le admira por su sencillez y por haber sido un escritor muy reservado y tímido, tanto así que su obra permaneció durante buen tiempo oculta para el gran público. En La tentación del fracaso (1992-1995), su diario personal, escribió sobre sí mismo: “Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido”, y no le faltaba razón. Julio Ramón tuvo un hermano mayor llamado Juan Antonio, quien fue una persona muy cercana al escritor, y fue con él con quien tuvo una correspondencia epistolar magnífica durante varios años, escribiéndose maravillosas cartas cuatro veces al mes, misivas que luego de su muerte serían recogidas en el libro: Cartas a Juan Antonio (1996-1998). Otra persona querida y muy cercana al escritor fue Jorge Coaguila, respetado periodista cultural, quien fue una especie de biógrafo. Sabía muchos detalles de la vida del cuentista limeño, pues lo conoció personalmente y es autor de varias y memorables entrevistas a Ribeyro.

Ribeyro no fue ni conservador ni revolucionario. Para él la literatura era un ejercicio ético que tenía mucho que ver con la búsqueda del sentido de la vida en tiempos de una modernización desigual y contradictoria. Es un autor de culto, un narrador fundamentalmente urbano y el más moderno de nuestros clásicos. Era escuálido y el inmenso bigote negro que llevaba contrastaba con su nariz aguileña. Fue hincha del Universitario de Deportes y un fumador empedernido, y debido a la enfermedad cancerígena que padecía vivió con medio estómago durante más de veinte años. Si bien la fama no le llegó de inmediato, sonreía a menudo y nunca desesperó por el reconocimiento literario. Nunca se sintió cómodo frente a la algarabía y la expresión rimbombante. Nunca fue un escritor de conferencia, sino hasta sus últimos años. En la década de los noventa el París que él había conocido no existía más, por lo que decidió volver al Perú y porque al cabo de tantos años fuera sentía nostalgia, y entonces eligió Lima como su ciudad final. Si como novelista no destacó lo que nunca debe ponerse en duda es la calidad de sus cuentos, el humor inagotable de los Dichos de Luder (1989) y la profundidad inigualable de sus Prosas apátridas.

Si bien es cierto, los textos literarios ofrecen todo tipo de posibilidades de lectura, nadie puede hacer una lectura literaria de un libro de filosofía. Así, en Ribeyro, su obra en general, y en especial sus cuentos, son válidos como obra literaria artística. Al ser un buen escritor literario ofrece unas buenas lecturas. Sin desdeñar sus novelas, puesto que no son malas, los primeros libros de Ribeyro se leen como una obra con trasfondo social muy marcado, debido a sus personajes marginales que entroncan con una postura neorrealista. En algunos casos se ve la solidaridad del escritor con sus personajes, es decir, una obra que conduce a la reflexión, desarrollando diversos puntos de vista. Ese enfoque social en la cuentística ribeyriana a veces resulta que no es tan válido porque Ribeyro va más allá y es seguro que dentro de 20 años seamos lectores totalmente diferentes y tengamos otras perspectivas y apreciaciones, y por eso mismo será un clásico de la literatura hispanoamericana, en el tiempo y en el espacio, al mismo nivel de otros maestros del relato corto como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Juan Rulfo.