viernes, mayo 31, 2013

Jaime Guzmán Aranda y su revolución silenciosa

Jaime Guzmán Aranda

Ricardo Ayllón

Son diversos los episodios que se agolpan en el corazón cuando se quiere escribir sobre una persona tan querida. Es lo que me ocurre ahora con el recuerdo de mi hermano, el poeta Jaime Guzmán Aranda: la forma en que lo conocí (hace exactamente 21 años, una mañana de mayo de 1992), las aventuras literarias que compartimos, las eternas tertulias sobre poesía peruana y universal, los comunes desvelos por conseguir que la lectura triunfara sobre todas las cosas… Pero lo que más me quedará de él es su aventura apasionada e imperecedera de editar libros de temas y autores chimbotanos.

Uno de los momentos más recurrentes, entre todos ellos, es aquel en que vi sobre su escritorio la carátula del libro “Banchero, los adolescentes y alucinantes años 60 de Chimbote”, de Guillermo Thorndike. Era un medio día del año 1995 y acababa de llegarle una prueba de aquella carátula. En ese momento recuerdo que le increpé: “Por qué la has hecho de ese color?, no es exactamente amarillo, sino medio verdoso, qué color tan raro”. Y él, con su impecable y penetrante irreverencia me contestó: “Es color caca, compañero; el color de esta ciudad de mierda que se hunde en la ignorancia y no quiere darse cuenta”. Su respuesta me hizo reír mucho y, sin embargo, me dejó asombrado por su rudeza. Por eso tal vez, compadecido por mi desconcierto e invitándome a salir de su oficina, complementó allí nomás con lo siguiente: “Pero no te angusties, saquemos a dar una vuelta a esta carátula, de repente se destiñe un poco y tú te sientas más tranquilo”.

Pese a su dureza, a su manera de castigar con frases lapidarias a los chimbotanos en todo momento, a Jaime lo levantaba todas las mañanas la tierna e inmensa intención de que el mundo supiera que Chimbote tenía su propia literatura y una de las mejores del país. Ese era su deseo permanente, el que nos enteráramos todos (desde su alma, su corazón, su traspiración) que nuestro puerto había dejado de ser hace mucho lugar de paso y campamento de oportunistas, y se había convertido por fin en gran capital de la cultura.

Porque su lucha por sacar adelante la literatura la hizo desde siempre, desde que aprendió a leer a este puerto no solo en sus libros, sino también en el olor y color de sus calles, en la mirada de la gente y en la (mala) palabra de sus falsos profetas. Permitiendo que apareciera un libro tras otro, demostraba con obras (no con palabras) lo mejor de éste su “Lugar de nacimiento” (como bautizó a uno de sus bellos poemarios), y por eso Río Santa Editores, su empresa editorial, no era otra cosa que la hechura de su propio respiro, el latido potente de su corazón, la ebullición indetenible de sus nervios; en suma, aquella revolución silenciosa –como solía llamarlo entre los amigos– a ese empecinamiento suyo de que los chimbotanos se pusieran a leer los libros que él editaba con tanto amor.

Por eso se encargaba de que los clientes que acudían a su librería, se enteraran que al comprar un libro lo que se llevaban en verdad era la mejor oportunidad de iniciar una transformación en sus vidas, pues un libro, una obra literaria, aguarda siempre como un pequeño universo lleno de respuestas. Muchos sabemos que Jaime Guzmán Aranda se adelantó al Plan Lector del Ministerio de Educación, ya que no solo se encargó de que los colegios de Chimbote conocieran a los autores de este puerto (“Para dejar de ser forasteros en nuestra propia tierra, leamos lo nuestro”), sino que hizo esto casi una década antes de que apareciera el famoso Plan Lector, emprendiéndolo de forma masiva, incansable y febril, como era su estilo.

A sus compañeros de ruta, nos animó a no avergonzarnos de reconocernos escritores, a mirar la vida con valentía y agudeza desde nuestras lecturas y nuestros manuscritos. Cada vez que podía, nos contaba quién estaba a punto de editar con su sello la próxima novela o poemario. Lo decía con la alegría del niño estrenando juguete nuevo, pero también con la expectativa a flor de piel, con el convencimiento de que estaba por publicar el próximo gran libro sobre Chimbote. Desde los primeros volúmenes editados por él, como la bella reedición del libro de relatos “Las islas blancas” de Julio Ortega, hasta las recientes novelas del excelente Fernando Cueto, Jaime sabía que apostaba a seguro, y que se ponía una vez más al frente de ese ingobernable pero imperioso navío llamado LITERATURA CHIMBOTANA, así, en mayúsculas, como él habría querido escribirlo siempre.

La obra de Jaime será difícilmente superada y deja la valla muy alta a quienes quieran seguir la ruta por él emprendida. Su amor por Chimbote, por su literatura, fue prácticamente una doctrina, pero también una forma inquebrantable de celebrar la vida. Por eso a sus amigos no nos queda sino seguir ejerciendo ese apostalado con la misma pasión, aquella fe en la literatura que aprendió de niño y que deja ahora como el mejor legado a la tierra que tanto amó.  

domingo, mayo 12, 2013

Madre


A manera de homenaje a mamá, este poema de Carlos Oquendo de Amat.


Tu nombre viene lento como las músicas humildes
y de tus manos vuelan palomas blancas

Mi recuerdo te viste siempre de blanco
como un recreo de niños que los hombres miran desde aquí distante

Un cielo muere en tus brazos y otro nace en tu ternura

A tu lado el cariño se abre como una flor cuando pienso

Entre ti y el horizonte
mi palabra está primitiva como la lluvia o como los himnos

Porque ante ti callan las rosas y la canción.

De 5 metros de poemas.

martes, mayo 07, 2013

Los asesinos de Banchero & El grimorio escondido

Ricardo Ayllón

Portada de "Los asesinos de Banchero"

“Los asesinos de Banchero”, de Ludovico Cáceres Flor

La violenta muerte de Luis Banchero Rossi, un asesinato que marcó los primeros años de la pasada década del 70, dejó en nuestra ciudadanía una gran sensación de impotencia no solo porque se trató de la repentina y temprana desaparición del empresario peruano más importante de su tiempo, sino también por el enmarañado misterio tejido a su alrededor, originando grandes interrogantes respecto a quiénes fueron sus verdaderos asesinos, qué poderosos motivos se escondían detrás de su homicidio, y cuánto de provecho político, económico y personal obtenían quienes lo maquinaron.

Ludovico Cáceres Flor (Huaraz, 1963), quien ha resuelto fijar los contenidos de su narrativa en sucesos policiales que en su momento motivaron categóricas primeras planas, vuelve a la carga con su gran olfato periodístico para novelar aquel importante capítulo de la criminalidad peruana.

Con personajes que sustentan una trama plausible y sugerente, “Los asesinos de Banchero”(Etiqueta azul, 2013)nos recuerda que la narrativa literaria es toda una aventura creativa a la hora de trazar como tema un episodio de la vida real, sobre todo entre quienes sabemos que este asesinato laceró notoriamente la delicada sensibilidad del pueblo peruano.


Portada de "El grimorio escondido"

"El grimorio escondido”, de José Falconí Oliva

En la Lima actual, un misterioso manuscrito de tiempos del Virreinato ha sido hallado y, tras la urgencia de su interpretación, se perpetra más de un violento homicidio. Con mano hábil y desenvuelta, José Falconí Oliva (Lima, 1968) nos ofrece una novela policial donde la tensión del hilo narrativo, la minuciosidad del dato histórico y la transparencia expresiva constituyen todo un acierto estilístico y verbal.

“El grimorio escondido”(Ornitorrinco, 2013) tiene como protagonista al doctor Alex Méndel, conductor de un programa radial de temas sobrenaturales, policía, antropólogo y médico forense, quien, debido a su gran curiosidad, se ve envuelto en una palpitante trama cuyos peligros se ciernen cada vez más sobre él. Periodistas, paleógrafos y cazafortunas marcan también el ritmo de este magnífico relato que nos llevará a descubrir cuánto de mentira y de verdad hay tras las leyendas urbanas tejidas por el ingenio popular.

Esta es la ópera prima de Falconí Oliva, quien es comunicador audiovisual. Actualmente reside en EEUU, donde colabora en semanarios hispanos de Washington DC y Baltimore (Maryland), dicta charlas de iconografía y realiza adaptaciones radiofónicas.

lunes, mayo 06, 2013

Adiós, abuela Artelia

Óleo de Guayasamín


José Lalupú

Enseñar a leer y a escribir a un niño es uno de los actos más nobles que existen. Enseñar a leer es enseñar a aprender el mundo, porque todo el mundo está hecho de palabras; por eso, aprender a leer es un acto tan fantástico, tan mágico, tan necesario. Enseñar a escribir, por su parte, es dotar a un niño de las armas necesarias para reconstruir el mundo y darle también la capacidad de inventar otros mundos. Al igual que muchas generaciones de chulucanenses, tuve la fortuna de beber ese aprendizaje en las manos sabias y las palabras maternales de la abuela Artelia Gómez de Rivas.

La maestra Artelia era grande por dentro y por fuera, y tenía el aspecto de una abuela bíblica. Era maternal como la leche tibia, sus ojos iluminaban nuestro mundo infantil, y su voz tenía el poder de convocar la inteligencia. Para nosotros, era hermoso llegar todas las mañanas a la escuelita de Nuestra Señora de Fátima y ver sus cabellos que parecían bañados en oro blanco. Era una abuela de modales tan suaves que parecía estar hecha enteramente de algodón. A su lado, uno se sentía siempre pequeño, como ante una madre. Pero la maestra Artelia era una abuela de la escuela antigua: capaz de llenarte de besos si aprendías las lecciones del Coquito, o aplicarte un buen “betazo” por flojo o malcriado. Era la suma del amor y la disciplina, es decir, del mejor amor.

Sin embargo,  la abuela Artelia no solo nos adiestró en el sagrado arte de la escritura, también, sin querer, nos enseñó a usar nuestra imaginación: para escarmentar a los que se portaban mal o incumplían los deberes, amenazaba con encerrarnos en un cuarto oscuro en compañía de un esqueleto que nunca nadie vio y que, por eso, se volvió una leyenda: ¿Cómo sería?, ¿cuál era su aspecto?, ¿qué cosas terribles era capaz de perpetrar?, ¿sobreviviría el primero de nosotros que tuviera que entrar al misterioso cuartito?  Sin saberlo, la abuela Artelia, al confrontarnos con nuestros miedos infantiles, nos estaba enseñando que también es posible inventar el mundo y poblarlo de seres a la medida de nuestra imaginación. Es decir,  la abuela Artelia no solo me enseñó a aprender el mundo, sino a reinventarlo. Tal vez, en aquellos lejanos años de mi infancia feliz, nació en mí el gusto por la fábula y la fantasía. Ese gusto que se manifestaría años después en mi amor por la literatura y en mi modesta faceta de creador de historias y personajes.

Hoy, nos toca ponernos de pie;  hoy que la muerte, esa realidad brutal sin pizca de ficción nos ha arrebatado a la abuela Artelia, quiero rendir un homenaje callado a la mujer y maestra primigenia que me enseñó a aprender el mundo con las primeras letras de mi cuaderno de colegial.

Abuela Artelia, hoy que te vas a descansar al reino inefable que te reclama, quiero agradecerte por tu bondad y dedicación infinitas. Nunca olvidaré que te sentabas a nuestro lado y nos llevabas de la mano para que pudiéramos dibujar nuestras primeras vocales, y a la salida de las clases nos hacías cantar: “Adiós quiere decir… vaya usted con Dios…”. Recuerdo que nos hacías prometer que seguiríamos cantando hasta llegar a casa. Perdona, abuela, nuestras diabluras de churre, porque muchas veces apenas volteábamos en la Callao con Ramón Castilla, apretábamos la carrera como pájaros desbandados que no cantaban. Y tú solo querías que fuéramos buenos. Tal vez éramos muy niños para entender que no solo querías cultivar nuestros cerebros vírgenes, sino también nuestros corazones.

Adiós, abuela Artelia, no olvides que al enseñarnos a leer y escribir tu presencia se queda en nosotros, en miles de chulucanenses, en cada una de sus frases, en cada correo electrónico, en cada buen libro que leemos, en el periódico de las mañanas, en esas notas escritas para nuestros seres queridos,  en la lectura misma de este artículo. Si la escritura es trascendencia e inmortalidad, entonces una parte de ti trasciende y se inmortaliza en cada uno de nuestros actos. Hoy, abuela, con una espada atravesada en la garganta, nos despedimos con la tristeza de ya no verte, pero con la alegría de haberte conocido, y lo hacemos con la canción que tú misma nos enseñaste: “Adiós quiere decir… vaya usted con Dios,… Mi corazón se alegra… contigo voy, Señor…”.

viernes, mayo 03, 2013

El oráculo de Diofanto & Bajo las arenas del olvido


Ricardo Ayllón

Portada de "El oráculo de Diofanto"

“El oráculo de Diofanto”, de Gerson Ramírez Ávila

De entre las nuevas generaciones de narradores liberteños, Gerson Ramírez Ávila (Laredo, 1969) aparece la década pasada con dos libros de cuentos: “Los intrusos” (2004) y “Cenaremos en Madrid” (2009), que anuncian ya una profunda seriedad creativa.

La novela “El oráculo de Diofanto” (Bracamoros, 2012) nos pone frente a la certeza de este anuncio, manifestando un gran cuidado en la concepción de los personajes, en la inserción de los acontecimientos y, por la forma en que se definen los espacios, quizá cierto rasgo autobiográfico.

Diofanto es un bibliotecario, periodista por afición y poeta, decidido a cambiarse de nombre, determinación que origina en él una sugestiva carga de reflexiones, y que coincide con el arribo de algunas mujeres en su vida, alterando su ruta emocional. La forma en que ocurren los hechos crea un ritmo en apariencia lento, propio de la atmósfera provinciana, y, sin embargo, intenso en la secuencia de acciones, reacciones y  actitudes humanas (en los personajes femeninos, principalmente).

Sin duda, un prometedor ingreso de Ramírez en la narración de largo aliento.

Portada de "Bajo las arenas del olvido"

“Bajo las arenas del olvido”, de Pablo Moreno Valverde

En el actual proceso de la literatura chimbotana, el nombre de Pablo Moreno Valverde (Quiruvilca, 1976) empieza a hacerse visible gracias a sus recientes entregas poéticas “Tras el cristal” y “La última morada del silencio”, ambas del año 2011. Para engrosar esta lista, llega “Bajo las arenas del olvido” (Ornitorrinco, 2013), cuento con que Moreno Valverde obtuviera el año pasado el Primer Premio en el I° Concurso de Narrativa Breve “El quehacer de la Iglesia local y la Defensa de los Derechos Humanos”.

En palabras del narrador ayacuchano Sócrates Zuzunaga Huaita, “‘Bajo las arenas del olvido’ es un estupendo relato que maneja la tensión a un ritmo sostenido y concluye con un final que –no por previsible– deja de ser inquietante”.

Se trata, en resumen, de un cuento breve que aborda el tema de las desapariciones forzadas en tiempos de la reciente guerra interna. Con ciertos grados de surrealismo y un manejo técnico muy natural (donde aparecen diversas voces para ofrecer su propia versión de una historia similar), el autor no deja de ser ajeno al espinoso devenir de la realidad peruana.

jueves, mayo 02, 2013

La violenta historia reciente

Portada de libro

Miguel Ángel Hernández Sandoval

Al Perú de los noventa nadie quería venir y muchas familias querían irse, pues la violencia terrorista y la crisis moral y económica habían debilitado todos los poderes del Estado. La democracia estaba hecha jirones y el caos era generalizado. Esto lo sabemos muy bien los peruanos que no nos fuimos y que tenemos más de 30 años. Albatros (publicada por Lengua de Trapo en 2013 y Premio Alfonso el Magnánimo de Narrativa en Castellano 2012) es una novela que trata sobre la violencia política en el Perú, y de lo que esta genera, en los primeros años del gobierno de facto de Alberto Fujimori. Aborda, además, el tema de la migración y de las esperanzas que se tenían en dicho gobierno, de lo que realmente fue, y de cómo le tocó vivir esto a las personas de a pie de los sectores marginales de aquella Lima convulsionada.

El autor José Luis Torres Vitolas (Lima, 1971), ingeniero industrial y magíster en literatura hispanoamericana, cuenta en cada uno de los seis capítulos en que está dividida la novela, siete historias muy medidas pero diferentes entre sí, tanto en el uso de las técnicas y recursos literarios específicos como en la estrategia para contar los hechos y afrontar el paso del tiempo. Para cada una de ellas emplea desde diálogos superpuestos (los llamados “vasos comunicantes”) hasta grandes saltos en el tiempo, pues la historia principal es una conversación que se produce en 2010. Pero si bien existen algunos problemas de precisión con el empleo del lenguaje, es gracias al interés de la trama y al dinamismo de la narración que Albatros resulta ser una novela recomendable, para leerla de manera muy atenta, y así no perderse pasajes y frases pronunciadas por unos y por otros, porque no sabemos quiénes hablan y cuándo lo hacen.

La narración, que es como un ejercicio de construcción y desconstrucción histórica, está centrada en un grupo de jóvenes provincianos cuyas familias, huyendo de la guerra interna, migran a los más populosos distritos limeños. Pero aquí solo encuentran más violencia (tanto de los subversivos de Sendero Luminoso como de los comandos paramilitares).  Por ejemplo, uno de los personajes resume bien esta idea cuando dice: “Si tú y yo desaparecemos, no pasa nada. Aquí nadie, en Santa Inés, significa algo (…) Todos estamos contra la pared, esperando la bala. De Sendero o del Ejército”.

Esos jóvenes protagonistas también se encuentran con una gran crisis (el shock económico de 1990), la corrupción imperante entre todas las autoridades y hasta una epidemia de cólera. Las cosas no solo iban mal sino que pintaban para peor. El Perú estaba desvalorado y la gente quería huir (entre 1990 y el 2005 cerca de 1,7 millones de peruanos se fueron a vivir al exterior). En ese difícil contexto, las historias de estos jóvenes siguen caminos muy diferentes, que los llevan incluso a enfrentarse y matarse entre ellos, en algunos de los episodios más intensos de la novela.

Torres Vitolas, siguiendo la tradición de las grandes novelas políticas latinoamericanas, reconstruye en Albatros (nombre de la librería donde se encuentran el excapitán Sergio Castillo y el Cucaracha, antiguos integrantes de un comando de ejecución del Ejército) esa época negra de los años noventa. Una novela que todo peruano debe leer, unos para –de manera ficticia y novelesca- refrescar la memoria y otros, los más jóvenes, para enterarse de lo que pasó en ese periodo de envilecimiento colectivo que padeció el Perú bajo el fujimorista régimen de terror y miedo.

miércoles, mayo 01, 2013

Primero de mayo

Portada de "No descansada vida" de Víctor Mazzi


Este primero de mayo, a manera de homenaje a la clase obrera de nuestro país, dos poemas de Víctor Mazzi Trujillo.

Testamento

Creí que en cualquier momento del año iba a reventar
en medio de ladrillos o libros, quedarme en el más completo silencio
a causa de este cansado corazón y estos días difíciles de mencionar.
Tú dices que ahora nadie estaá libre ni seguro de caer
de bruces contra el tiempo, de irse sin el previo adiós o
testamento
y esto es cierto y, además cruento, no hay melodía capaz
de seguir.

Espacio

Un lugar. Digo que busco un lugar en que alumbre un árbol,
despliegue su relente el río y crezca el pan
adjunto al trabajo.

Un lugar, amor, donde no se escuche el paso de los
bárbaros enturbiando el agua, arrasando el
campo y destruyendo los días.

Un lugar para albergar la simiente de los sueños,
una palabra que sepa buenos días lo mismo
que un clavel abierto al mañana.

Un lugar. Repito que quiero un lugar en que ande
descalzo el tiempo.