Ricardo Musse
En la paródica ficción “Los apóstoles de la muerte” se juega, con autónoma herejía textual, con las nominaciones de algunos seguidores de Jesu-Christo: Juan, Lucas, Matheo, Judas, Pedro y Felipe. A éstos, despojándolos de su evolutiva pulcritud vital, se les sitúa en un imaginario profano depositado dentro de nuestras más desatadas especulaciones. No obstante, se nos engendra también la discursiva sensación que toda la historia evangélica podría ser producto de una alucinatoria y enfermiza disquisición humana.
Esta atmósfera textual, inhóspitamente irredenta, constituye la oscura emanación de la palabra, la infernal humareda de la vacuidad enunciativa: Esa sórdida excrecencia del verbo -más que primordial- ficcional.
Jesús (el hijo de la omnipotente podredumbre) es un ladrón, drogadicto y omnipotente sexual que sólo halla adictiva plenitud durante los precarios coitos con la pérfida María Magdalena. Mientras sus seguidores despliegan una liturgia de la obscenidad: Este Juan, paródicamente, es un afeminado que se prostituye mientras el de los Evangelios permaneció, hasta su muerte, virgen; saliendo remozado y vigoroso después de haber sido echado dentro de una caldera de aceite hirviendo. El traicionero y enfermo Lucas que muere de un tiro en la cabeza; se contrapone al que, siendo médico, sufrió redentor martirio cristiano. El pérfido Mateo, ahorcado con un Rosario dialoga, en clave irónica, con el sacrosanto y leal (ex-cobrador de impuestos) Matheo que fue el que inauguró los Santos Evangelios. Judas es el último sobreviviente y patológico desdoblamiento de Jesús; el beodo e inconsistente Pedro es la literaria versión de la inconmovible Roca Apostólica del Catolicismo y Felipe, una difuminada entidad pálidamente enunciada.
Esta trama (sostenida sobre la fatal recurrencia de infames asesinatos), desde un punto de vista técnico, se va estructurando dentro de secuencias discontinuas que paulatinamente, convergen hacia un sorpresivo desenlace. Además, está contada por un tolerante y omnisciente narrador que permite, infiltrándosele dentro de su verbal respiración enunciativa, el fónico protagonismo de los personajes.
Debiendo solventar -sin embargo- ciertos intersticios sintácticos y temporales de las acciones narradas, pero constituyendo la primera obra dentro de este género; consideramos que el autor aprueba las exigencias formales del relato. En consecuencia, Luber Ipanaqué con “Los apóstoles de la muerte” se condena a redimirse dentro del plan salvífico que le tiene destinado, indefectiblemente, la reveladora y misericordiosa palabra de su expiadora literatura.
Notas:
foto: Lúber Ipanaqué.
Portada del libro "Los apóstoles de la muerte"
En la paródica ficción “Los apóstoles de la muerte” se juega, con autónoma herejía textual, con las nominaciones de algunos seguidores de Jesu-Christo: Juan, Lucas, Matheo, Judas, Pedro y Felipe. A éstos, despojándolos de su evolutiva pulcritud vital, se les sitúa en un imaginario profano depositado dentro de nuestras más desatadas especulaciones. No obstante, se nos engendra también la discursiva sensación que toda la historia evangélica podría ser producto de una alucinatoria y enfermiza disquisición humana.
Esta atmósfera textual, inhóspitamente irredenta, constituye la oscura emanación de la palabra, la infernal humareda de la vacuidad enunciativa: Esa sórdida excrecencia del verbo -más que primordial- ficcional.
Jesús (el hijo de la omnipotente podredumbre) es un ladrón, drogadicto y omnipotente sexual que sólo halla adictiva plenitud durante los precarios coitos con la pérfida María Magdalena. Mientras sus seguidores despliegan una liturgia de la obscenidad: Este Juan, paródicamente, es un afeminado que se prostituye mientras el de los Evangelios permaneció, hasta su muerte, virgen; saliendo remozado y vigoroso después de haber sido echado dentro de una caldera de aceite hirviendo. El traicionero y enfermo Lucas que muere de un tiro en la cabeza; se contrapone al que, siendo médico, sufrió redentor martirio cristiano. El pérfido Mateo, ahorcado con un Rosario dialoga, en clave irónica, con el sacrosanto y leal (ex-cobrador de impuestos) Matheo que fue el que inauguró los Santos Evangelios. Judas es el último sobreviviente y patológico desdoblamiento de Jesús; el beodo e inconsistente Pedro es la literaria versión de la inconmovible Roca Apostólica del Catolicismo y Felipe, una difuminada entidad pálidamente enunciada.
Esta trama (sostenida sobre la fatal recurrencia de infames asesinatos), desde un punto de vista técnico, se va estructurando dentro de secuencias discontinuas que paulatinamente, convergen hacia un sorpresivo desenlace. Además, está contada por un tolerante y omnisciente narrador que permite, infiltrándosele dentro de su verbal respiración enunciativa, el fónico protagonismo de los personajes.
Debiendo solventar -sin embargo- ciertos intersticios sintácticos y temporales de las acciones narradas, pero constituyendo la primera obra dentro de este género; consideramos que el autor aprueba las exigencias formales del relato. En consecuencia, Luber Ipanaqué con “Los apóstoles de la muerte” se condena a redimirse dentro del plan salvífico que le tiene destinado, indefectiblemente, la reveladora y misericordiosa palabra de su expiadora literatura.
Notas:
foto: Lúber Ipanaqué.
Portada del libro "Los apóstoles de la muerte"
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