jueves, septiembre 06, 2007

La lluvia terminó

José Lalupú

Existen dos tipos de historias que exigen dos maneras distintas de ser contadas: la primera es la del cuento como círculo. A lo largo del relato el autor nos va entregando una serie de pistas que sólo en la escena final se arman como un rompecabezas maravilloso. Julio Cortázar en “La noche boca arriba” nos plantea la historia de un hombre que intenta sin éxito despertar de una horrible pesadilla, para, en la escena final, revelarnos que no podrá despertar jamás porque lo que era realidad resulta ser sueño; y lo que era sueño termina por ser la terrible realidad: un cuchillo que cae sobre él. Esa última escena es el puñetazo final con el que el cuentista gana por nock out; La segunda es la del cuento como fotografía, como retazo de vida que no necesita argumento ni final sorpresivo para ser una gran historia. La descripción de ambientes, personajes, el encadenamiento de los diálogos son suficientes para crear una obra maestra. Antón Chejov, el maestro ruso, era un gran cultor de este tipo de historias, Ribeyro también.

Cosme Saavedra Apón (Sullana 1977) acaba de publicar “Ya no llovería para julio” una serie de seis relatos en los que apuesta por el cuento fotografía. Tal vez la mejor muestra de ello sea el relato que da título al libro, relato con el cual Cosme ganó el segundo puesto en el Concurso nacional de cuentos organizado por la librería Crisol el año 2002.

Cosme construye una apasionada historia de desamor entre Sigmund y Mariana y le pone como telón de fondo los aguaceros de 1983. Una historia que es pura dermis, puro desenfreno adolescente en una edad en la que, según el autor, “La palabra amor parecía un estorbo porque más importaba vivir...” Desde las primeras líneas Cosme nos planta, con una soltura digna de narrador experimentado, ante una historia cuya mayor virtud es precisamente esa fidelidad para retratar las sensaciones, de manera que los lectores no podemos sino recrearlas con un tufillo de ajena nostalgia: “Mariana dio un brinquito delante de mí (...) se aproximó tanto que ya tenía sus menudos pechos rozando levemente mi nariz; eran duros, virginales y olían a caramelos...”

Un narrador no puede convencer a sus lectores de que sus personajes están realmente vivos o existieron alguna vez, pero puede inventarnos esa ilusión, hacerla creíble mostrándonos sus tribulaciones y alegrías con fidelidad ( algo que Cosme logra limpiamente). Tarea difícil por lo demás, porque las sensaciones son inasibles, aun si se pretende atraparlas entre palabras (y ése, tal vez, sea el mayor acierto de Cosme Saavedra). Ese afán realista se vuelve entonces doble recreación: el autor concibe una historia que contará buscando las palabras exactas. Primero deberá creérsela él, para luego engañar a los lectores. El engaño será total si logra despertar en ellos los mismos sentimientos y sensaciones que él vive, y que, tal vez, irónicamente, nunca vivió en la realidad: “la piel empezaba a encogérseme (...) hasta que sus labios fueron perdiendo frigidez (los de Mariana) y se tornaron como dos mariposas ardientes que se soterraban y quebraban sus alas contra mi pecho y esa furia semiangelical fue despertando la mía, fue removiendo esos inmundos esqueletos de murciélagos y gatos que tenía represados y que fueron encarnándose en mi boca y en mis manos como ciegos...” Nótese el acertado uso de los símiles y las metáforas con los que, a lo largo de todo el libro, Cosme se nos presenta como un narrador que ha madurado y que sigue madurando en la búsqueda de la palabra exacta que nos devuelva frases nuevas, recién inventadas.

Mariana tiene 14 años, una niña - mujer (nínfula en palabras de Nabokov) que Cosme describe como la personificación del fruto prohibido, la tentación que despierta el Eros. Es el gran personaje del libro (Cosme nos encomienda la tarea de reconstruirla, al igual que a otros personajes entrañables del libro, a lo largo de varios relatos en los que aparece como una presencia nítida o como una sombra). “Hasta la palabrita Dios entre sus labios quedaba vibrando como cualquier suculencia, como decir patata o mermelada”.

El único relato en el que Cosme se despoja del realismo que recubre el libro es “La cueva del Egipan”. Se trata de un inquietante relato lleno de símbolos: un chivato se lamenta en la oscuridad de una cueva. Es el ser marginal en el que creemos ver una representación kafkiana de la soledad y la marginación humanas. El chivato, descrito a sí mismo como hijo de mujer casta y de chivato desgraciado, es una especie de ángel caído: “Abajo está el despojo (él), el único ser que escapó de los planes de perfección de las criaturas”. No sería gratuita la referencia a “La casa de Asterión” de Jorge Luis Borges porque el mismo Cosme menciona el laberinto comparándolo con la cueva en que vive el chivato jugando al otro yo: “... ensayo con mis cuernos, embestir a mi propio yo (...) He leído una historia similar a la mía, pero lo mío no es un laberinto, sino una grosera cueva”.

Aunque la calidad de los relatos pueda parecer irregular (Nos sorprende que no haya incluido en el volumen algunos relatos muy buenos que hemos leído en revistas y folletines: “Mariana, su cuerpo en otros cielos” o “El abrazo del monstruo”), Cosme ha construido un universo creíble en el que el amor es imposible (“esa palabra parecía un estorbo”). Nadie le puede regatear, tampoco, el hecho de haber recreado un retrato fiel de la vida misma en el que nada es seguro, ni siquiera la satisfacción del fuego adolescente. Todo está sujeto, como en nuestras vidas, al azar y las circunstancias. La felicidad es efímera, Mariana y Efraín lo saben, por eso la aprovechan mientras pueden, porque acabadas las lluvias ya no tendrán excusa para encontrarse en la casa de ella, a fingir que desaguan la azotea. Ya no llovería para julio, la lluvia se terminará, y compartimos con Sigmund – Cosme la futura nostalgia por Mariana.

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