"Si el infierno es una casa, la casa de Hades, es natural que un perro la guarde... Según los textos más antiguos, el Cancerbero saluda con el rabo (que es una serpiente) a los que entran al Infierno, y devora a los que procuran salir." (Jorge Luis Borges con Margarita Guerrero: De El Libro de los Seres Imaginarios)
La mañana que cogí el arma, el cielo estaba cerrado. Palpé su frialdad, odié el mundo, recordaba el romántico vaivén del mar pero ni eso me devolvía la paz por siempre anhelada.
Esa mañana era tal una extensa plancha de acero, y yo estaba en su centro, aguardando que fuese la hora convenida para ir directamente al punto. El teléfono había sonado muy temprano, pero cuando descolgué un terco silencio me informó que nadie diría nada. Leve temblor recorrió mi cuerpo. ¿Nos habían descubierto?
El peso del revolver en mi mano era poco. Y su dimensión cabía perfectamente en la palma con mis dedos extendidos. Casi podría decir que tenía un ave prisionera de mis dedos. Poseer un arma otorga cierta sensación de poder. La capacidad de conceder vidas o cancelarlas.
Pero, ¿quién? ¿A quién uno elige finalmente para decidir sobre su vida?
Me volví a la ventana, y vi el humo de las chimeneas copando el pobre cielo de invierno. Algunos obreros recorrían al pie en dirección a la fábrica O. Sus rostros me eran conocidos, a pesar del poco tiempo transcurrido. Llevaba cerca de un mes en este apartamento, mas mis constantes paseos al borde del río Prod me proporcionaban buena visión panorámica del vecindario. De sus calles, rincones, costumbres y personajes.
La vieja Adelia, artrítica y viciosa del cigarro, instalaba a esta hora su puesto de bebidas calientes en la esquina de Url y Lian. El abuelo Arturo abría su kiosko, con la misma parsimonia de alguien que hace cola para cobrar una magra pensión y no tiene otro remedio que entablar pobres conversaciones con los vecinos. En buena cuenta, el barrio se desperezaba, y yo era mudo testigo tras mi ventana.
El teléfono volvió a sonar. Esperé aún a la cuarta timbrada. Presentí el diálogo.
—¿Hola?
—¿Tiene todo?
—Sí. Ahí nos vemos.
—Bien. Hace frío, ¿no?
—Sí, un poco. Así están los días.
—Adiós.
—Adiós.
Guardé el arma en mi abrigo, apagué la luz (en esas mañanas, es necesaria la luz eléctrica por lo cerrado del cielo), cerré la puerta con doble llave y bajé a paso normal las escaleras. Vivía en un cuarto piso, y la madera crujía un tanto con mis pisadas. Abrí la puerta de la calle en el rellano y salí directamente al aire frío. Tomé Lian y, al cabo de cinco calles, doblé por Zur, hasta bordear el río Prod. Una vez allí me detuve para contemplar unos segundos sus aguas semi heladas. Había una atmósfera fantasmal que me sentó bien: a los solitarios el paisaje sin artificios nos produce bienestar, es como si el entorno nos hiciese compañía y comprendiese.
En ese momento, volví a asegurarme de que llevaba el arma conmigo. Sentí nuevamente su textura al fondo del bolsillo. Pensé en la sangre, pero inmediatamente distraje el pensamiento. Lo peor cuando alguien va a morir es anticipar la escena. Así se paraliza todo. El temor a la muerte suele ser más fuerte que la razón y las convicciones.
Retomé la marcha pegado al curso del río. Era un camino con bancas y arbustos, diseñado para parejas o familias que suelen venir a pasar la tarde o los domingos. El sendero junto al Prod era una larga avenida con apenas algunas curvas, que nunca se alejaban tanto como para perder la visión del río.
Para suerte mía, en el trayecto (duró cerca de veinte minutos o más) no tropecé con nadie conocido. Odio las conversaciones rutinarias. Odio dar o recibir los buenos días. Prefiero mil veces el aislamiento, el silencio. Estoy convencido de que es fruto de mi carcelería durante el primer levantamiento.
Al pie de la bodega antigua, me espera Q. Fuma un cigarro y, además de un abrigo grueso, tiene una bufanda negra enrollada al cuello. Q tiene experiencia en estas acciones. Aún recuerdo la primera vez que lo vi: me alargó cordialmente la mano preguntándome si ya había asistido a otro congreso del Partido. Al saber que era mi primera vez, se interesó por mis ideas y por mis puntos de vista —críticos o dubitativos— en torno a la práctica o la teoría revolucionarias.
Ahora ya había transcurrido un año de eso, y era la tercera acción conjunta de la que participábamos.
—¿Todo bien? —le dije al llegar.
—Sí. Hace frío, ¿no? —contestó con su ancha sonrisa algo cubierta por la bufanda y el cuello levantado del abrigo—. Sígueme —continuó, guiándome de la espalda de la antigua bodega hacia la avenida de Ram que era en subida y al final de la cual quedaba un amplio parque para poder mirar la ciudad.
Mientras ascendíamos, Q me retransmitió las últimas nuevas de la organización, al mismo tiempo que reforzaba los pasos a seguir en el aniquilamiento de nuestro objetivo. De vez en vez, y sin abandonar su franca sonrisa, nos deteníamos a tomar un poco de aire y divisar el camino dejado atrás. Ambos sabíamos sin decirlo que también era para observar si nos seguían los pasos.
—Recuerde: dos disparos en la nuca, me pasa el arma y nos separamos en direcciones contrarias. Toma el tranvía azul y en una hora nos encontramos en el local.
—Entendido —contesté.
Continuamos la subida aún unos minutos. Mientras más nos acercábamos, intentaba aquietar mi ánimo pensando en algo distinto, pero mis esfuerzos no daban mucho resultado. Continuaba la mirada fija en los ladrillos del camino, en las puertas y ventanas cerradas de las pocas casas que pasábamos. De pronto, Q me indicó un rincón con la mirada. Había un rosal lleno de flores con variados colores. "Mire esa bandera", me dijo, sin detener el paso. Esa frase fue poética, y consiguió distenderme más que nada. En silencio agradecí a Q, mientras él proseguía la subida, las manos enfundadas en el abrigo. Nuestras respiraciones arrojaban vaho, y ahora también lo hacíamos por las bocas. Se me vino entonces a la memoria versos sueltos de un poeta del cual he olvidado su nombre. Eran versos sobre la batalla y la muerte, y al final un combatiente muerto volvía a la vida por el amor de todos los hombres. Era un poema hermoso que Hernán me había leído en esos días del levantamiento.
Al llegar a la casa, me hizo una señal con la cabeza para tomar posiciones. Al cabo de cinco minutos, o más (el tiempo ya había perdido sentido, y solo existía ese triángulo imaginario en el que estábamos, como parte dirimente, Q y yo), la gran puerta de madera se levantó y un hombre, de unos cincuenta años, algo calvo y obeso, asomó a la acera antes de encaminarse a su automóvil. Sabía perfectamente quién era, su historial como enemigo, como si nada ni nadie le fuesen nunca a pedir cuentas. Recordé de improviso el rostro de Hernán y de Beatriz, desfigurados entre los demás cadáveres, en el momento que Q me miraba fijamente y con rápido movimiento de cabeza me volvía al triángulo del presente, y yo alargando mis pasos, el sudor en el cuerpo, y la mano que extraía el revólver del bolsillo profundo de mi abrigo para sonar dos veces fulminantes esa fría mañana de acero, ver un cuerpo en sangre caer helado de miedo sobre la vereda y unos gritos lejanos en esa casa, recientes, corriendo unos metros en dirección contraria, Q que toma el revólver y me mira y me dice camina despacio por ahí y toma el tranvía, ahora pasa, nos vemos luego.
Esa mañana era tal una extensa plancha de acero, y yo estaba en su centro, aguardando que fuese la hora convenida para ir directamente al punto. El teléfono había sonado muy temprano, pero cuando descolgué un terco silencio me informó que nadie diría nada. Leve temblor recorrió mi cuerpo. ¿Nos habían descubierto?
El peso del revolver en mi mano era poco. Y su dimensión cabía perfectamente en la palma con mis dedos extendidos. Casi podría decir que tenía un ave prisionera de mis dedos. Poseer un arma otorga cierta sensación de poder. La capacidad de conceder vidas o cancelarlas.
Pero, ¿quién? ¿A quién uno elige finalmente para decidir sobre su vida?
Me volví a la ventana, y vi el humo de las chimeneas copando el pobre cielo de invierno. Algunos obreros recorrían al pie en dirección a la fábrica O. Sus rostros me eran conocidos, a pesar del poco tiempo transcurrido. Llevaba cerca de un mes en este apartamento, mas mis constantes paseos al borde del río Prod me proporcionaban buena visión panorámica del vecindario. De sus calles, rincones, costumbres y personajes.
La vieja Adelia, artrítica y viciosa del cigarro, instalaba a esta hora su puesto de bebidas calientes en la esquina de Url y Lian. El abuelo Arturo abría su kiosko, con la misma parsimonia de alguien que hace cola para cobrar una magra pensión y no tiene otro remedio que entablar pobres conversaciones con los vecinos. En buena cuenta, el barrio se desperezaba, y yo era mudo testigo tras mi ventana.
El teléfono volvió a sonar. Esperé aún a la cuarta timbrada. Presentí el diálogo.
—¿Hola?
—¿Tiene todo?
—Sí. Ahí nos vemos.
—Bien. Hace frío, ¿no?
—Sí, un poco. Así están los días.
—Adiós.
—Adiós.
Guardé el arma en mi abrigo, apagué la luz (en esas mañanas, es necesaria la luz eléctrica por lo cerrado del cielo), cerré la puerta con doble llave y bajé a paso normal las escaleras. Vivía en un cuarto piso, y la madera crujía un tanto con mis pisadas. Abrí la puerta de la calle en el rellano y salí directamente al aire frío. Tomé Lian y, al cabo de cinco calles, doblé por Zur, hasta bordear el río Prod. Una vez allí me detuve para contemplar unos segundos sus aguas semi heladas. Había una atmósfera fantasmal que me sentó bien: a los solitarios el paisaje sin artificios nos produce bienestar, es como si el entorno nos hiciese compañía y comprendiese.
En ese momento, volví a asegurarme de que llevaba el arma conmigo. Sentí nuevamente su textura al fondo del bolsillo. Pensé en la sangre, pero inmediatamente distraje el pensamiento. Lo peor cuando alguien va a morir es anticipar la escena. Así se paraliza todo. El temor a la muerte suele ser más fuerte que la razón y las convicciones.
Retomé la marcha pegado al curso del río. Era un camino con bancas y arbustos, diseñado para parejas o familias que suelen venir a pasar la tarde o los domingos. El sendero junto al Prod era una larga avenida con apenas algunas curvas, que nunca se alejaban tanto como para perder la visión del río.
Para suerte mía, en el trayecto (duró cerca de veinte minutos o más) no tropecé con nadie conocido. Odio las conversaciones rutinarias. Odio dar o recibir los buenos días. Prefiero mil veces el aislamiento, el silencio. Estoy convencido de que es fruto de mi carcelería durante el primer levantamiento.
Al pie de la bodega antigua, me espera Q. Fuma un cigarro y, además de un abrigo grueso, tiene una bufanda negra enrollada al cuello. Q tiene experiencia en estas acciones. Aún recuerdo la primera vez que lo vi: me alargó cordialmente la mano preguntándome si ya había asistido a otro congreso del Partido. Al saber que era mi primera vez, se interesó por mis ideas y por mis puntos de vista —críticos o dubitativos— en torno a la práctica o la teoría revolucionarias.
Ahora ya había transcurrido un año de eso, y era la tercera acción conjunta de la que participábamos.
—¿Todo bien? —le dije al llegar.
—Sí. Hace frío, ¿no? —contestó con su ancha sonrisa algo cubierta por la bufanda y el cuello levantado del abrigo—. Sígueme —continuó, guiándome de la espalda de la antigua bodega hacia la avenida de Ram que era en subida y al final de la cual quedaba un amplio parque para poder mirar la ciudad.
Mientras ascendíamos, Q me retransmitió las últimas nuevas de la organización, al mismo tiempo que reforzaba los pasos a seguir en el aniquilamiento de nuestro objetivo. De vez en vez, y sin abandonar su franca sonrisa, nos deteníamos a tomar un poco de aire y divisar el camino dejado atrás. Ambos sabíamos sin decirlo que también era para observar si nos seguían los pasos.
—Recuerde: dos disparos en la nuca, me pasa el arma y nos separamos en direcciones contrarias. Toma el tranvía azul y en una hora nos encontramos en el local.
—Entendido —contesté.
Continuamos la subida aún unos minutos. Mientras más nos acercábamos, intentaba aquietar mi ánimo pensando en algo distinto, pero mis esfuerzos no daban mucho resultado. Continuaba la mirada fija en los ladrillos del camino, en las puertas y ventanas cerradas de las pocas casas que pasábamos. De pronto, Q me indicó un rincón con la mirada. Había un rosal lleno de flores con variados colores. "Mire esa bandera", me dijo, sin detener el paso. Esa frase fue poética, y consiguió distenderme más que nada. En silencio agradecí a Q, mientras él proseguía la subida, las manos enfundadas en el abrigo. Nuestras respiraciones arrojaban vaho, y ahora también lo hacíamos por las bocas. Se me vino entonces a la memoria versos sueltos de un poeta del cual he olvidado su nombre. Eran versos sobre la batalla y la muerte, y al final un combatiente muerto volvía a la vida por el amor de todos los hombres. Era un poema hermoso que Hernán me había leído en esos días del levantamiento.
Al llegar a la casa, me hizo una señal con la cabeza para tomar posiciones. Al cabo de cinco minutos, o más (el tiempo ya había perdido sentido, y solo existía ese triángulo imaginario en el que estábamos, como parte dirimente, Q y yo), la gran puerta de madera se levantó y un hombre, de unos cincuenta años, algo calvo y obeso, asomó a la acera antes de encaminarse a su automóvil. Sabía perfectamente quién era, su historial como enemigo, como si nada ni nadie le fuesen nunca a pedir cuentas. Recordé de improviso el rostro de Hernán y de Beatriz, desfigurados entre los demás cadáveres, en el momento que Q me miraba fijamente y con rápido movimiento de cabeza me volvía al triángulo del presente, y yo alargando mis pasos, el sudor en el cuerpo, y la mano que extraía el revólver del bolsillo profundo de mi abrigo para sonar dos veces fulminantes esa fría mañana de acero, ver un cuerpo en sangre caer helado de miedo sobre la vereda y unos gritos lejanos en esa casa, recientes, corriendo unos metros en dirección contraria, Q que toma el revólver y me mira y me dice camina despacio por ahí y toma el tranvía, ahora pasa, nos vemos luego.
Llego a esa esquina, subo; las calles empiezan a quedar atrás. El descenso es más rápido. Sentado en el último vagón reparo en que estoy solo, que al fondo viene el boletero, y en el bolsillo contrario de mi abrigo palpo unas gastadas monedas que habrán de pagar este viaje, porque todo se paga en esta vida, todo cuesta, y es inútil quedarse mirando las heladas aguas del Prod o el océano, cuando en nuestra voz hay un ramo de voces, o cuando en el fondo acústico de nuestro pecho hay cien mil nombres, millones de nombres que se agitan como un bosque de huesos de pronto renacido.
Julio 2003
Notas:
Gráfico: El cancerbero en una acuarela del poeta William Blake.
Biobibliografía: César Ángeles L. (Talara, Piura, 1961) Hizo la licenciatura en Lingüística y Literatura por la Universidad Católica del Perú (Lima). Ha trabajado como docente y periodista. Ha publicado tres libros de poesía: El Sol a Rayas (Lima, 1989), A Rojo (Barcelona-Lima, 1996), y Sagrado Corazón (Lima,2006). También, un libro con dos ensayos breves sobre Rimbaud y Vallejo (Lima, 1998).
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