sábado, julio 31, 2010

La literatura en 3D: las tres dimensiones


Este artículo fue publicado por primera vez en el blog El verduguillo del narrador piurano Josue Aguirre.


Josué Aguirre Alvarado

Los seres humanos están compuestos, antropológicamente, por cuerpo, voluntad e intelecto. Según la teoría motivacional de Pérez López, cada uno de estos elementos actúa en diferentes planos: el cuerpo, en el ámbito material; la voluntad, en el desiderativo; y el intelecto, en el racional. Por consiguiente, señala Pérez López, estos tres elementos operan en base a sendas motivaciones: las extrínsecas (corpóreas), las trascendentes (volitivas) y las intrínsecas (intelectuales).

Ahora bien, ¿por qué me distiendo en esta acotación? Porque en base a estos tres componentes del ser humano y sus móviles, he creído posible definir la literatura. Por tanto, a continuación planteo no uno, sino tres axiomas complementarios que he denominado dimensiones. Entiéndase, entonces, la definición del arte de la palabra como oficio, atendiendo al elemento corpóreo de la persona; como pasión, aludiendo al factor volitivo; y como obra racional, en correlación al componente intelectual del ser humano.

Como oficio: porque la literatura está ligada al trabajo físico. El arte de la palabra requiere de un esfuerzo, un empuje que involucra al cuerpo: ojos, manos o una voz para dirigirse a un auditorio. Por eso, también implica un agotamiento. Y en este punto vale decir que no todos los mortales están dispuestos a asumir las consecuencias de amanecerse escribiendo o corrigiendo cientos de veces una obra. Un libro puede tomar mucho tiempo en concretarse; meses, años e incluso décadas.

El oficio literario, por otra parte, induce a considerar una obra como un producto. Dicho de un mejor modo; publicar un libro es un bien al que le asignamos un valor. Así, aunque la mayoría de escritores no pensamos en ganar una fortuna con una obra impresa, siempre buscamos un estímulo que recompense el sudor en la frente; por ejemplo, recuperar el capital invertido en la publicación y ganar un poco (poquito) más.

Ahora bien, la satisfacción no sólo está en lo material, también la hallamos en cosas simples como en leer nuestros trabajos impresos en papel, encontrar nuestros libros en la vitrina de alguna buena librería o, simplemente, en los buenos comentarios de los lectores.

Para terminar con este punto, sólo faltaría apuntar que el esfuerzo físico, aunque importante, no acaba por determinar la creación literaria. Aún falta hablar de dos factores que definiré a continuación. Sin embargo, del esfuerzo y la constancia depende que el arte no se convierta en un simple pasatiempo. Ser oficioso con la literatura diferencia a un escritor de un aficionado.

Como pasión: porque la literatura, como todas las artes, necesariamente está ligada a los afectos.

En esta dimensión, la literatura es un medio de expresión del alma. Y es que escribir es el arte de agrupar y transmitir en letras sentimientos, vivencias y reflexiones. Gabriel García Márquez decía que su niñez y su juventud eran la cantera literaria de la cual se inspiraba para escribir. Asimismo, Rainer Maria Rilke recomendaba en “Cartas a un Joven Poeta” que para ser un buen escritor uno debía alejarse de los asuntos de índole general y adentrarse en los que ofrece la vida misma.

Ser apasionado equivale a transmitir todo lo que uno tiene acumulado en el alma. Así, un escritor busca que sus lectores sufran con lo que él ha sufrido, que rían con lo que él ha reído (o entremezcla sentimientos para que rían con lo que ha sufrido o viceversa). Hay muchas explicaciones para justificar este móvil, pero quizá la más definitiva sea la de celebrar la humanidad; afirmar y reafirmar nuestra condición de seres únicos e irrepetibles en un mundo que nos hiere, nos tumba a carcajadas y, a veces, nos es indiferente.

Esta acumulación de percepciones (o afectos), no obstante, salvo que adopte la forma de algún apunte autobiográfico, rara vez aparece sobre el papel tal cual el autor la ha adquirido. Por lo general, se lee transformada, maquillada, mutilada o exagerada. ¿Por qué? Porque el escritor es un engañador y miente, incluso, mientras describe una realidad. Engañar. Existen infinitas formas de hacerlo. Sin embargo, ello no depende tanto de la pasión como del siguiente elemento que detallaré a continuación.

Como obra racional: porque la literatura está ligada a estructuras mentales. Para entender esto, es necesario considerar que una obra literaria es algo premeditado. Nadie escribe como si tropezara con una piedra; es decir, nadie escribe por azar. En primer lugar, uno se lo propone. En segundo lugar, uno planea, hace bocetos, arma estructuras (principios, conflictos, desenlaces, personajes, historias secundarias). En tercer lugar, uno escribe. Y, en cuarto lugar, uno corrige.

La literatura exige el conocimiento y dominio del idioma y las técnicas literarias. Ahora bien, en este punto tengo en consideración que algunos movimientos contemporáneos proponen que el arte es mera destrucción, caos o insurrección. Sin embargo, lo cierto es que para echar abajo algo, primero hay que tener un entendimiento de lo que se pretende atacar. En otras palabras: hay que conocer las reglas para romperlas.

Romper lo preestablecido de una forma conciente y racional decanta en el estilo (o el “jondo”, como me he atrevido a denominar en anteriores trabajos). Sin el estilo, la literatura, o el arte en general, equivaldría a un puñetazo; un acto pasional que implica esfuerzo pero que bien podría darse en cualquier género animal.

En definitiva, cuando me refiero a la literatura en la dimensión de obra racional, hago alusión a la conciencia. Y es que no se puede ser un genio sin saber lo que se hace. Los locos no hacen literatura, la literatura hace locos.

Vicios

La carencia de los elementos mencionados, da pie a tres argumentos omnipresentes en la crítica literaria académica. En este trabajo, no obstante, he preferido referirme a ellos como “vicios literarios” que se oponen directamente a las tres dimensiones que he señalado con anterioridad:

Falta de oficio: En todos los encuentros de escritores a los que he asistido, he escuchado mucho que “la literatura es una pasión indescriptible”, “algo que llama” o, incluso, “una maldición”. Sin embargo, casi nadie se atreve a decir en público que la literatura es, además, un bien material. Poquísimos escritores se atreven a decir que han escrito para cierto público, que han planeado una carátula para causar un determinado impacto o que, simplemente, quieren satisfacer a sus lectores. Por el contrario, hay un exceso de ensimismamiento. Prima el “yo, yo, yo”, acompañado por comentarios lisonjeros de amigos que sólo consiguen que el escritor se duerma en sus laureles y descuide su oficio. Y no hace falta ahondar mucho en este tema, cuando la realidad nos muestra constantemente revistas literarias que mueren en su primer o segundo número, literatos que pasan más tiempo en un bar que escribiendo y corrigiéndose; o figuretis que viven jamoneándose de sus “obras inéditas” que nadie ha leído salvo ellos mismos.

La solución a este vicio es la disciplina. La literatura, más que bohemios, necesita obreros. Hay que organizar el trabajo; destinar horarios a escribir y a leer, trazar metas y mantener una producción constante. Básicamente, hay que trabajar mucho. Es muy difícil que haya calidad sin cantidad.

Falta de pasión: A diferencia del caso anterior, el escritor desapasionado es menos común pero, aún así, se le puede encontrar entre los que le dan demasiada importancia a su oficio. El autor sin pasión, por lo general, es ambicioso. De ese modo, suele cometer el error de ocultar su intimidad y enredarse en temas con “pegada” por el mero hecho de complacer a un auditorio. Muchos best sellers son redactados por escritores desapasionados y, por lo general, evidencian mucho sus carencias.

Por otro lado, la falta de pasión también se percibe entre los que sólo les interesa alardear de sus técnicas. Generalmente, a los escritores con este vicio se les describe como “pirotécnicos”, pues sus páginas son tan truculentas y sobrecargadas de figuras retóricas; que no dan cabida a los afectos. Las obras de un desapasionado lucen tan vacías que no invitan a seguir leyendo. ¿Quién no se ha dicho para sí mismo “este libro no me dice nada”?

En resumen, un escritor sin pasión es igual que un burócrata; mucho papel y poco contenido. La solución para esto es simplemente redescubrirse a uno mismo, dejar de lado la vanidad y los temas generales (de lo que tanto se ha escrito ya) y ser un poco más “yo” y menos “ello”. No hay que buscar agradar al lector, hay que buscar intimar con él.

Falta de conciencia: Si el escritor sin oficio es el pan de cada día y el escritor sin pasión es poco común; el escritor sin conciencia es el más raro de los tres. Pero, de todas formas, este espécimen existe, generalmente, entre los novatos o los poco peritos.

Del escritor inconciente se podría decir que le falta capacidad expresiva. Y es que, aunque sus textos a menudo denotan una intrigante interioridad, sus limitaciones para expresarse sobre el papel son evidentes.

De una forma brusca, al escritor inconciente se le puede tildar de ignorante. Su remedio, sin embargo, no es nada del otro mundo. Tiene que pulirse. Necesita conocer y practicar técnicas literarias; descubrir formulas para crear; leer libros y personas (relacionarse más con el mundo y descubrir sus códigos). Pero no todo se soluciona con un poco más de kilometraje en las letras. También es necesario someterse a la crítica y escucharla. Siempre se aprende más de los fracasos que de los halagos.

Conclusión

Las tres dimensiones de la literatura son elementos complementarios. Por tanto, la carencia (o el descuido) de uno, cualquiera que sea, lleva a las disfunciones que ya he definido como vicios.

Lo ideal, entonces, es un estado de equilibrio entre oficio, pasión y racionalidad. No hay que establecer una jerarquía. Esto sería igual de absurdo que afirmar que, en el ser humano, lo más importante es el cuerpo, la voluntad o la mente.

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