Ricardo Ayllón
En una entrevista realizada hace pocos años referí que el hogar del artista plástico Amarildo se encuentra en el Barrio de Acero, exactamente en la última cuadra de la prolongación Espinar, en Chimbote; sin embargo, lo que dejé de anotar es que esa misma cuadra, varios años antes, la habitó también Ciriaco Moncada, el “loco” que todo chimbotano mayor de 35 años debió haber visto alguna vez.
Inquilino de las calles, vocero de sus propias reflexiones, predicador de los transeúntes, agitador de una sociedad indiferente, Moncada recorría a diario el puerto vendiendo artesanías de red elaboradas por él mismo, pero su verdadera vocación y misión fue el interrumpir su marcha cada cierto tramo para recordar a sus ocasionales oyentes las aberraciones de nuestra cotidianidad, las purulencias frecuentes de la historia peruana o las máculas imborrables de nuestra condición ciudadana. A su manera, con una voz gruesa y potente que con los años fue debilitándose irremisiblemente, Moncada se convirtió en parte de la identidad local, y, en este puerto “violento y peliculero”, como lo definió un día el poeta, quedó como un personaje característico, propio e insustituible del modo de ser chimbotano.
Si en ocasiones resultaba enigmático pues apoyaba su mensaje en modismos que surgían al ritmo y fragor de su prédica, quedaba sin embargo el signo, la fuerza, el impulso de un discurso cuya intención era despabilar a sus oyentes, sacarlos de su diaria pasividad y llevarlos al terreno de la reflexión casi a empellones, acarreados por el centelleo áspero de su verbo inmoderado. Eso fue tal vez lo que admiró en él José María Arguedas cuando, a fines de los 60, visitó Chimbote; y así lo dibujó en su legendaria novela póstuma. Luego de eso, Moncada fue un referente de la cultura porteña; encontrarlo en la calle –al menos en lo personal– significaba sentir cómo la literatura se había hecho carne, y como el temperamento local era una posibilidad para el espíritu temático de una novela peruana.
Menciono todo esto porque, volviendo a Amarildo, el conocido pintor chimbotano, he tenido ocasión de hablar una vez más con él sobre Moncada, pero esta vez para indagar por un tema específico: por qué no está más allí la casa que Moncada habitó y cómo es que existe en su lugar un parque levantado hace pocos años. Así es. Su casa se encontraba en una esquina de aquella cuadra de la manzana “E” en el Barrio de Acero; sin embargo, con su muerte esta desapareció, fue derribada, y el área, convertida en un pequeño parque que el ex alcalde Guzmán Aguirre Altamirano bautizó con el nombre de su madre.
“La casa de don Ciriaco era muy humilde, fabricada con los maderos varados por el mar de las lanchas que se van a pique –me explicó Amarildo–. Cuando falleció, la vivienda quedó en posesión de sus hijos; y como el municipio comenzó a fastidiarlos porque el terreno había sido destinado para áreas verdes, dejaron la casa y se fueron a vivir a Trujillo. La verdad es que don Ciriaco había invadido ese terreno, pero como era bravo no podían botarlo. De tanto que lo fastidiaban, don Ciriaco se fue a su tierra, a Salaverry, donde falleció”. En resumen, se demolió la casa de Moncada, y el señor alcalde aprovechó el área para levantar ese parque y consagrarlo (¿con qué derecho?) a su entorno íntimo, familiar.
Lo curioso de todo esto es que en el parque se levantó también una pequeña construcción cilíndrica de concreto de unos dos metros de alto: sin duda, un pedestal. ¿Un pedestal para quién? ¿Acaso para la madre de Aguirre Altamirano? Si esta fue la intención pues qué bueno que no se haya concretado y quedara –usando el título del libro de César Calvo– como un “pedestal para nadie”. Me parece que esta es la hora ideal para rendir tributo a este hombre injustamente catalogado como loco. Aprovechar el pedestal levantado coincidentemente en el terreno que Moncada ocupó para erigir su legado en forma de monumento, una imagen que nos recuerde a diario a este hijo del pueblo que hizo de su vida un apostolado sui géneris, que invirtió sus energías en plasmar con palabras –desde su imaginario privativo– la crudeza de nuestra realidad y desnudarla frente a nuestros ojos.
Entender a Moncada no es fácil. Por suerte, alguien como Arguedas tuvo la suficiente sensibilidad de captar aquel designio insólito de hablar con la boca de su espíritu crítico, un designio que cumplió no con la intención de hacernos daño, sino de sacudir nuestras almas con las privilegiadas herramientas de su condición humilde.
1 comentario:
cesar angeles L:
Debiera tomarse en serio esta iniciativa allá en el rico Chimbote, y hacer una cruzada efectiva que logre una escultura a la altura ética y estética del personaje (i de Arguedas de paso). En realidad, las ciudades no siempre tienen la escultura pública algo a la altura de sus signos i su historia. Lima es un triste ejemplo: lo ke suele hacerse con Vallejo, por ejemplo, linda con la estupidez y el feísmo. Ojala haya gente sensible y que pueda dirigir un buen proyecto en Chimbote. Quizá no solo una escultura, sino un ‘espacio Arguedas’, donde la lembranza física de Moncada sea parte genial, i axial, de este espacio que ayudaría arevitalizar la alicaída vida social i cultural de Chimbote, i ke de esta manera se contribuya a mover hacia adelante la testa de tantos que siguen anclados en una gris cultura criolla o criollaza. Dicho sea de paso, esa imponente escultura al obrero, que identificaba bastante bien a una ciudad proletaria como Chimbote, fue desalojada de su lugar urbano central. Y asimismo había antes, cerca de aquel monumento, una escultura minimalista, gris y ridícula al maestro. Todo eso no son sino síntomas de un Chimbote que se niega a cambiar hacia adelante, i que algunos quieren que siga siendo un lugar de extracción, juerga i comercio de diferente tipo, cuando también es verdad que esta ciudad tiene otros vectores y líneas fértiles que usualmente sus autoridades –públicas i privadas– descuidan adrede. Por ejemplo, sus diversos aportes a la literatura peruana contemporánea.
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