domingo, mayo 10, 2009

BOTELLA LXVI – EL CURSO DE LAS ESTELAS



Cosme Saavedra Apón

Mi salud pocas veces se ha resquebrajado. Ocurre que tengo cuidado con mi alimentación. Como sólo lo necesario, jamás abuso de las bebidas. Las botellas en las que introduzco estos manuscritos son los vestigios de pasadas veladas que organicé en casa para celebrar algo importante. Cuando mi esposo murió se acabaron las reuniones de familia, dejé de escribir por más de cinco años y, luego, para las lluvias de 1983, aprendí la costumbre de guardar los manuscritos al interior de las botellas puesto que los vehementes aguaceros acabaron con algunos de ellos y no encontré otra manera que protegerlos así, como si se tratara de un naufragio.

Confieso que algunas veces cogí algunos textos de filosofía que el común de la gente considera apócrifa, arcana, nebulosa y, sin embargo, a mí no dejan de seducirme. Estas reliquias se hallaban guardadas en un baúl que papá cuidaba como el mayor de todos los tesoros, junto a sus cuadernos de bitácora de antiguas y gloriosas embarcaciones que fueron capitaneadas por mis abuelos y los abuelos de mis abuelos, excepto por papá que sólo se limitó a reparar embarcaciones y servir de anticuario conservando, casi a integridad, la genealogía familiar. Otra ocupación de papá, aparte de calafatear navíos y transcribir pergaminos deteriorados, era leer y anotar, en las paredes interiores de casa, alguna frase que lo hubiera conmovido; de manera que mi formación, mi paso de lo agreste a lo cultivado fue a partir de eso, quedarme embobada mirando cómo las paredes de una blancura envidiable se convertían, rápidamente, en un cúmulo de palabras que a medida que pasaba mi niñez, los ocho años de mi vida que estuve con papá, mientras crecía crecían conmigo, se hicieron parte de mí. Lo importante de todo esto es que a pesar de la dichosa formación no he perdido totalmente mi lado agreste, los cachivaches siguen allí, una no sabe cuándo nos pueden sacar de algún apuro.

Sin embargo, lo que he aprendido de ese paraíso de frases, que las paredes de casa, a mi retorno, no pudieron conservar por más tiempo, y de los cientos de libros raros que conservaba papá, es el arte de la insatisfacción. El hecho mismo de escribir esa insatisfacción me otorga la salida de entre las espesas brumas de la vida y es más claro mi reencuentro con el curso de las estelas hacia mi propia habitación.

Mi salud corporal es prodigiosa, no obstante, he sufrido algunos trastornos últimamente que creo no son de orden orgánico por mis constantes cuidados dietéticos. El asunto es que tengo demasiadas pesadillas, sueños raros en los que un personaje incógnito me toma del cuello y pretende ahorcarme. Magali, mi hija, estudia enfermería y me ha dicho que posiblemente se trata de una mala digestión. Para no desairar a Magali decidí hacer más rigurosa mi dieta, incluso, algo que jamás pensé hacer en toda mi vida de forastera: ir al hospital de la ciudad para que me hagan un chequeo.

Pasaron unos meses y, luego de la visita al médico y el consumo de medicamentos, mis males no atenuaron ápice alguno. Mi problema era otro. Me profundicé en otras alternativas y supe, finalmente, que la solución a mis problemas debía analizarse y deducirse metódicamente, el problema era: las pesadillas, ahora, ¿cómo se originan las pesadillas? El paso inicial era meterse en la recámara y cerrar los ojos, luego dormir. Deduciéndolo todo, si en lo anterior al despertar estaba el problema, era obvio, que en lo anterior a las pesadillas debía estar la solución, es decir: dormir en una postura adecuada, que permita a la Capitana Porfiria, al lado impalpable de mi ser, retirarse y volver sin ningún problema.

Si todo se encuentra en constante movimiento, es evidente que durante el sueño ocurra, pues, lo que se llama arcanamente el desdoblaje: la separación momentánea, en mi caso, de Porfiria Embarcación que se queda apostada en la recámara, vacía, en otro tipo de mar, pero con la inexplicable conciencia de su propia compatibilidad con la que se marcha. La que abandona momentáneamente al organismo es la Capitana Porfiria, no obstante, cuando sale, debe asegurarse, deja sus estelas en el camino, como un corro de luciérnagas hechas de una materia semejante a la del espíritu.

El curso de las estelas es aquella luz de rastreo que cuando se extingue para siempre, el espíritu, el primero al mando, se confunde en la bruma y, por cuestiones superiores, es absorbido por el Principio y no retorna sino con nuevas misiones, hacia otras embarcaciones.

Lo que auguro para mí es una muerte anunciada, en la que mi embarcación quedará resumida a huesos, cuadernas hundidas y mástiles rotos y la Capitana Porfiria, partirá hacia océanos superiores en busca del capitán Amet. Tal vez antes de trasponer el horizonte, en la nave mayor de la muerte, vea mi lejana huerta de rosas y jazmines y junto a ella a una anciana agónica, con los ojos vacíos y convulsos. No sé si sentiré algún tipo de compasión por lo que me suceda, pero una parte de mí deberá navegar, primero a la deriva, para luego ser atraída, por una suerte de magnetismo, hacia las embarcaciones de los Orígenes, donde mora el capitán Amet y el resto de mi casta.

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