Jorge Castillo Fan
El agua tiene sed de ser bebida
Khalil Gibran
Cuenta la historia bíblica que Dios calmó la sed del pueblo judío, durante su peregrinaje por el desierto, dándole de beber de una roca. Siglos después, Saulo de Tarso, convertido ya en apóstol cristiano, nos explicaría que aquella roca era Cristo (1 Cor. 10:4). Esta revelación es asombrosa no solo porque demuestra que la Ley era la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas (Heb. 10:1), sino porque, además, precisa que bebieron agua espiritual. Y es que Israel no solo debió atravesar un desierto literal, sino el otro —el más terrible—: el de la desnuda condición humana, tantas veces arraigada en la profundidad oscura y urticante de los médanos de la desesperanza y la desolación. El mismísimo Dios —como Cristo, pero hallado en condición de hombre— sufrió estos avatares: Elí, Elí, ¿lama sabactani? (Mat. 27:46).
Más acá en el tiempo, David, andando en condición de irredento cantaría: Mi alma tiene sed de Dios (Sal. 42:2). Y, ya entre nosotros, Georges Bataille no sería ajeno a esa revelación de la desesperanza humana y, por ello mismo, nos dice: Llamo a mi destino el desierto.
Una vertiente de ese Verbo es la Poesía, como la otredad del lenguaje. Si en el día de Pentecostés la posesión del Espíritu Santo hizo que los cristianos hablasen en nuevas lenguas, el poeta —poseído por ese don estral que Dios ha ofrendado solo a los elegidos (Dn. 1:17)— puede devolvernos todos los estad(i)os de la realidad a través de ese supralenguaje que es la Poesía. Solo el prodigio de la Poesía nos permite calmar la sed: ella desciende, no como las lenguas de fuego de Pentecostés, sí como una garúa sobre el alma desierta; nos conmueve, nos asombra, vivifica nuestras raíces y nos retorna a nuestra primigenia condición humana; porque, como ha revelado José Díaz Sánchez, un palabra puede traducir los siglos; un poema, atravesar la historia.
Es la Garúa aparece ante nosotros como una ofrenda pluvial en la que se demuestra que la Poesía —líquido vital— es una maravillosa persistencia: ni silencio ni estridencia, sino suave rumor de agua que se desliza humilde y esplendente. Porque la poesía de José Lalupú nos hace levantar el alma y la mirada a la altura de todo aquello que está más allá de la satisfacción de los imperativos de orden material; descorre el velo para descubrirnos otros paisajes, para demostrarnos que el hombre no es solo esa cinérea envoltura que se empecina en adquirir brillo —y aún a despecho de su finitud—, sino el eterno depositario de las más altas emociones. Estos versos no son más que el mismo mirar y el mismo sentir del poeta descendiendo sobre nosotros verbalmente, húmedamente enternecido, y como susurrándonos: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba.
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