Julio Carmona
¿A quién le cabe duda que el siglo XX fue el siglo del imperialismo? No sólo porque así lo sustentara Lenin, garantizado especialista sobre el tema por sus muchos trabajos conocidos, sino porque la misma actividad del imperio dejó sentada su capacidad de dominio en todos los órdenes de la vida mundial. Pero, también a no dudarlo, y reconociendo que el siglo XXI ha heredado de su predecesor esa rémora incontestable, ésta se ve minimizada porque ha asumido el pasivo adicional de algo que –por lo visto hasta ahora– tal vez llegue a ser su signo característico: la corrupción.
Cuando a fines del siglo XXI, por fin se diga: el imperialismo ha sido derrotado; por fin, se ha logrado la unidad universal mediante el reparto equitativo de la riqueza (desterrada la miseria, no sólo de la existencia sino también de la filosofía), para beneficio de la raza humana (obviamente, el racismo será una pesadilla de triste recordación), con el acceso de todos a la cultura, la salud y el disfrute de los bienes materiales (con el único imperio de la justicia), cuando esto ocurra, a fines del siglo XXI, y los herederos de éste quieran calificarlo, seguro dirán: fue el siglo de la corrupción.
Si bien el imperialismo ejerce su influencia directa de contaminación en las altas esferas de los gobiernos del mundo, llegando de esa manera a debilitar y exterminar a las democracias populares de la Europa del Este (los mal llamados “países socialistas” que fracasaron en el intento de serlo), la corrupción –que, de hecho, lo acompañaba en esa labor de zapa– se proyectó a su vez –en forma de metástasis incontenible– por todo el organismo social, cancerando todo lo cancerable (valga el neologismo). Felizmente, no todo lo es. Hay conciencias que se resisten a serlo. Y la conciencia es la reserva salutífera de la humanidad.
La corrupción impondrá su imperio siempre que haya alguien que se lo permita. Y la voz de alarma para impedirlo está en la conciencia. Y –asimismo, a no dudarlo– hay dos tipos de conciencia: la unipersonal, la egoísta, la decadente, la que se aferra al conservadurismo que se nutre de la creencia que nada cambia y que hay seguir la misma corriente de siempre, y la otra conciencia que se nutre de la idea social, solidaria, que reflexiona diciendo: si la sociedad somos todos, o nos salvamos todos o todos nos hundimos. Son los dos grandes partidos políticos de la humanidad. El resto es vanidad.
¿A quién le cabe duda que el siglo XX fue el siglo del imperialismo? No sólo porque así lo sustentara Lenin, garantizado especialista sobre el tema por sus muchos trabajos conocidos, sino porque la misma actividad del imperio dejó sentada su capacidad de dominio en todos los órdenes de la vida mundial. Pero, también a no dudarlo, y reconociendo que el siglo XXI ha heredado de su predecesor esa rémora incontestable, ésta se ve minimizada porque ha asumido el pasivo adicional de algo que –por lo visto hasta ahora– tal vez llegue a ser su signo característico: la corrupción.
Cuando a fines del siglo XXI, por fin se diga: el imperialismo ha sido derrotado; por fin, se ha logrado la unidad universal mediante el reparto equitativo de la riqueza (desterrada la miseria, no sólo de la existencia sino también de la filosofía), para beneficio de la raza humana (obviamente, el racismo será una pesadilla de triste recordación), con el acceso de todos a la cultura, la salud y el disfrute de los bienes materiales (con el único imperio de la justicia), cuando esto ocurra, a fines del siglo XXI, y los herederos de éste quieran calificarlo, seguro dirán: fue el siglo de la corrupción.
Si bien el imperialismo ejerce su influencia directa de contaminación en las altas esferas de los gobiernos del mundo, llegando de esa manera a debilitar y exterminar a las democracias populares de la Europa del Este (los mal llamados “países socialistas” que fracasaron en el intento de serlo), la corrupción –que, de hecho, lo acompañaba en esa labor de zapa– se proyectó a su vez –en forma de metástasis incontenible– por todo el organismo social, cancerando todo lo cancerable (valga el neologismo). Felizmente, no todo lo es. Hay conciencias que se resisten a serlo. Y la conciencia es la reserva salutífera de la humanidad.
La corrupción impondrá su imperio siempre que haya alguien que se lo permita. Y la voz de alarma para impedirlo está en la conciencia. Y –asimismo, a no dudarlo– hay dos tipos de conciencia: la unipersonal, la egoísta, la decadente, la que se aferra al conservadurismo que se nutre de la creencia que nada cambia y que hay seguir la misma corriente de siempre, y la otra conciencia que se nutre de la idea social, solidaria, que reflexiona diciendo: si la sociedad somos todos, o nos salvamos todos o todos nos hundimos. Son los dos grandes partidos políticos de la humanidad. El resto es vanidad.
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