Ricardo
Ayllón
Mientras
tanto, yo muero de envidia porque quisiera desbordar la misma pasión que Eva
hacia el santo, mas de niño no fui hijo de pescador, ni siquiera de estibador;
fui el heredero nato de un siderúrgico, de hombre de hierro, hierro que no
flota, que se hunde, que se oxida y se corre del mar. Mi San Pedrito es uno que
no sé cómo ubicar en el tiempo porque no guardo casi nada de él bajo la piel de
la memoria.
San
Pedrito, un tipo con quien nunca hice buenas migas, y si sabía algo de él era a
través de los amigos, porque los amigos nos rellenan los agujeros vergonzantes
de la memoria, ayudan a erigir la vida que nos hace falta y que un día nos
salvará, por ejemplo en instantes como este en que quiero rescatar al San
Pedrito de mi infancia y con las justas lo consigo.
Una vez
lo descubrí exhibiéndose en el viejo portón de la iglesia que tiene su nombre,
en Chimbote, y su imagen fue decepcionante: un pescador con capa roja y
bordados de oro, y en la testa, aquel horrible sombrerito de paja que
desentonaba totalmente. ¡Huachafísimo el San Pedrito! Huí de él avergonzado,
con esa insensatez que uno pasea de niño desde que se levanta hasta la hora en
que se va a dormir.
Lo
único bueno de San Pedrito eran los juegos mecánicos que llegaban a Chimbote y
se levantaban en la agreste prolongación de la esplendorosa avenida Pardo, los
tiovivos, la rueda Chicago, las sillas voladoras y aquellos espectáculos
insólitos y trucados que peregrinaban por los pueblos del Perú: la mujer rubia
que se convertía en gorila, el hombre que tenía la cabeza sobre un pedestal y
más allá el cuerpo embovedado en una caja de madera, el circo de barrio, los
títeres toreros anunciados por altoparlantes desde la media tarde.
Pero
también recuerdo a San Pedrito por los desfiles escolares de la Plaza de Armas,
había que marchar por San Pedrito, ganar el gallardete que todos los años ponía
en juego la municipalidad. Desfilé dos años integrando la banda de guerra del
colegio Inmaculada, agarré tarola y me enamoré de una panderetera a quien jamás
le declaré mi amor, vi a mis compañeros destrozar cueros de tambores y
desportillar boquillas de cornetas en su desesperación de integrar la banda,
tomarse en serio aquello de ganar para el colegio el gallardete de la
municipalidad... y todo por el San Pedrito, ese hombrecito de yeso estoico,
capucha roja y sombrero huachafísimo.
Luego
ya no lo recuerdo sino hasta mi año de cachimbo universitario, cuando retorné a
Chimbote aprovechando que sus dos días de fiesta se juntaban con sábado y
domingo. Ese año le di la espalda al San Pedrito de Chimbote y me fui a
festejarle a uno más pequeño, al de la caleta Los Chimus. Me llevó para allá mi
viejo amigo Memo Huamanchumo, genuino pescador peruano, heredero de una vieja
casta originaria de los legendarios huanchaqueros que pescaron en caballito de
totora... ¡todo un honor! Hasta me hice fotos con el San Pedrito de Los Chimus,
auténtico caletero, similar al chimbotano pero con acervo y abolengo.
Me
perdí cuatro días en la fiesta de Los Chimus delirando de felicidad, bebiendo
chicha colorada, comiendo cebiche de caballa, fascinado por unas chinas
piedescalzo que parecían salidas del mar y bailando viejas cumbias ribereñas al
ritmo de dos orquestas “chancalatas” traídas de Casma y San Jacinto... hasta
que recobré el conocimiento cuando distinguí a mi viejita apareciendo entre la
bruma, acompañada de los policías que habían consignado un día antes la noticia
de mi desaparición...
Pero
eso no es festejar a San Pedrito, entiendo que hay que cargarle el anda,
tributar a su investidura de santo mayor, apretujarse en esas lanchas que salen
los 29 de junio por la mañana para pasearlo en la bahía, asistir a su misa que
debe ser masiva y a la que nunca me atreví a asomarme.
¿Cómo
reconciliarme con mi San Pedrito? Este chimbotano desvergonzado que habita en
mí se desmorona a veces en instantes de debilidad, como ahora en que me asalta
el remordimiento y me obliga a anclar una vez más en el corazón de Chimbote con
estas líneas que navegan en la peligrosa brisa del recogimiento y la
melancolía.
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