martes, septiembre 18, 2012

Dolor, memoria e identidad personal



Víctor H. Palacios Cruz
Escritor y profesor de filosofía

El ángel advirtió a Lot: “escapa por tu vida, no veas tras de ti, no te detengas en la llanura, no sea que perezcas”. Sodoma, a orillas del Mar Muerto y sobre un subsuelo de azufre, sal y pozos de asfalto, iba a ser devastada a causa de su vida pecaminosa. Los yernos de Lot desoyeron su aviso, y debió él partir a prisa con su mujer y sus hijas. Dejaban la ciudad donde habían vivido tanto. Edith, su esposa, se rezagó y, oyendo a sus espaldas el estruendo y los gritos de espanto, giró y, en el acto, su figura quedó solidificada. Dispersos monolitos de sal en la región se disputan la pertenencia al infeliz cuerpo de la mujer de Lot.

¿Por qué el contemplar lo dejado atrás tuvo semejante precio, el tornar un conjunto de tejidos y afectos en un pedazo de roca? Acaso, al retrasarse, ¿Edith se expuso a una lluvia de elementos que la calcinaron? ¿Por qué tuvo que ser una mujer quien fuera alcanzada por la curiosidad, la desobediencia, la conmiseración o quizá alguna inexplorable tristeza?

En su ensayo Sobre la historia natural de la destrucción, W. G. Sebald refiere los indiscriminados bombardeos aliados que arrasaron poblaciones civiles en Alemania, en 1943, y dejaron sobrevivientes errando entre los escombros. La reconstrucción posterior “impidió de antemano todo recuerdo; mediante la productividad exigida y la creación de una nueva realidad sin historia, orientó a la población exclusivamente hacia el futuro y la obligó a callar sobre lo que había sucedido”. El milagro económico alemán proviene de este “escapar por la vida” sin mirar atrás. A menudo, para superar una tragedia –juzgan los psiquiatras– es preciso entregarse al trabajo como a una terapia urgente que no cura nada, pero permite seguir por medio de la ocupación permanente y la proyección hacia adelante. El ayer puede ser demasiado intolerable para volver el rostro sin quedar fulminado.

Kierkegaard explicaba: “la vida solo puede ser entendida mirando hacia el pasado, pero solo puede ser vivida mirando adelante, hacia lo que todavía no existe”. Para saber quiénes somos, contamos nuestra propia historia, nos comprendemos recopilando nuestros pasos. Sin embargo, en ocasiones el repaso nos confronta con lo atroz. Un ominoso pasado puede abrumarnos hasta la inmovilidad y apartarnos, por ello, de la marcha del mundo. Entonces, la subsistencia fuerza el impío pero ineludible acto de cortar un vínculo, pues de otro modo la atadura provocaría la enajenación.

Pero, ¿es realmente posible suprimir lo que vivimos y somos? Julio Ramón Ribeyro decía que “una persona incapaz de recordar es una persona incapaz de amar”. Si «recordar» (del latín re-cordis) es volver a lo impreso en lo recóndito del ser, toda evocación es una suerte de acogimiento de los sucesos, incluso una gratitud. Quien no cuida lo que tiene dentro, mal se prepara para cuidar de otra vida.

Retrato de Anna Ajmátova por Natham Altman

La poesía de la rusa Anna Ajmátova (1889-1966) es, a propósito, una vivencia de estos conflictos de la memoria. Su obra fue proscrita por el gobierno soviético y ella misma vivió durante mucho tiempo deportada. En 1921, su primer marido había muerto acusado de conspiración; poco después su hijo fue arrestado y enviado a Siberia. Su último marido pereció en un campo de concentración en 1938. Requiem (1963) es su poemario dedicado a las víctimas del régimen de Stalin, bajo el cual –dice– “los únicos que estaban en paz eran los difuntos”.

Hay unos versos desgarradores en su poema “La sentencia”: “Son muchas las cosas que aún debo hacer: / acabar de matar la memoria. / procurar que mi alma se vuelva de piedra, / y aprender de nuevo a vivir”. Una página de sus diarios habla de “ese deleite que los hombres llaman olvido”.

En una clase, leí a mis estudiantes otra pieza suya titulada “La mujer de Lot”, sobre la que luego charlamos largamente: “Y el justo seguía al enviado de Dios, / inmenso y claro, por la negra montaña.  / Pero la angustia le hablaba en voz alta a su esposa: / aún no es tarde, aún puedes mirar / las torres rojas de tu natal Sodoma, / la plaza donde cantabas en el patio, donde hilabas, / las vacías ventanas de la alta casa, / donde a tu querido esposo le pariste hijos. / Lanzó una mirada, y paralizada por un dolor mortal, / sus ojos ya no pudieron mirar más; / y se convirtió su cuerpo en sal transparente, / y sus veloces piernas se soldaron al suelo. // ¿Quién llorará a esta mujer? / ¿No parece ser la menor de las pérdidas? / Solo mi corazón no olvidará jamás / la que cambió su vida por una sola mirada”.

Un día una alumna compartió esta anécdota: “mi casa estaba por terminarse y quedaba un ambiente grande en la entrada. Mi papá quería poner allí un garaje y mi mamá, una sala”. Sencillo y elocuente resumen de las diferencias entre varón y mujer. Por lo común, él: la inquietud, la salida, la aventura; ella: la interioridad, el arraigo, la hospitalidad. En el filme La strada de Fellini (1954), una mañana la noble e ingenua Gelsomina dice a Zampanó, quien viaja en una carreta de pueblo en pueblo presentando su espectáculo circense: “he sembrado unos tomates”.

Para Ajmátova, nada cuesta tanto a una mujer como tener que desprenderse de un hijo o una casa. Ha amado hasta la adhesión absoluta y perder lo amado sería despellejarse y desfallecer. Doña Julia declara a un adolescente don Juan, en la obra de Lord Byron: “para un hombre, el amor es un episodio; para una mujer, es toda la existencia”.

La petrificación de la esposa de Lot no representa necesariamente un castigo, que por cierto el libro del Génesis nunca menciona, sino más bien una consecuencia: “Mujer, no mires atrás, el corazón te lo pedirá, pero debes saber que no podrás soportar la aflicción”. Si amar es mirar con atención, ella perdió la vida en un gesto de amor. Tal vez la escena bíblica sea, a ojos de Ajmátova, antes que la exposición de un escarmiento, una descripción del más profundo de los dolores terrenos.

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