lunes, mayo 28, 2007

Sol ardiente sobre la cabeza de unos poetas jóvenes / Piura 1974

Testimonio de Roger Santiváñez[1]

Yo empecé a escribir una buena mañana del invierno piurano de 1971. Estaba en cuarto de media en el colegio San Ignacio de Loyola y acababa de cumplir los 15 años. Lo único que recuerdo es que -de súbito– comencé a escribir unos versos en los que trataba de dar rienda suelta a la insatisfacción interior que corroía mi espíritu adolescente. Había en mí una especie de odio y rechazo al mundo. Visto a la distancia sería la clásica crisis de cualquier pubertad. En ese instante me encontraba en el salón de clase y cuando salí al recreo –tras escribir el primer poema- sentí una gran liberación y la imborrable certeza de que sería poeta, única y exclusivamente poeta. Lo curioso es que –a la sazón- yo no tenía ni la menor idea de la poesía. A mí lo que me gustaba era el fútbol, el rock and roll y las chicas lindas por mi casa. Pero algo cambió desde aquel día.

Mi único contacto con la poesía hasta el momento, había sido el haber escuchado a mi padre leyendo –al probar una grabadora nueva- el llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías de García Lorca (que a él le encantaba) y una extraña lectura de Vallejo en la edición de Moncloa, a la que acudí también por haber oído a mi padre – en una sobremesa- tocando el tema del monstruo de Santiago de Chuco. Pero ambas cosas habían tenido el efecto de bomba atómica en mi sensibilidad. Cuando ya contaba con un manojo de poemas de mi haber, descubrí –por el curso de Literatura Española del colegio- a Gustavo Adolfo Bécquer y si a esto se le suma la pasión no correspondida (o correspondida sólo en mis llamadas telefónicas) por una chica de Santa Isabel, entonces tenemos el cuadro clínico completo de una extrema desolación llamada poesía.

Refugiado entonces entre las cuatro paredes albicantes (Vallejo) de mi habitación me dediqué a escuchar rock a todo volumen y a escribir afiebradamente versos y canciones. Cuando entré a quinto de media, Santiago López de la Rasilla, un jesuita literario fue mi mentor. Con él leí a los narradores del boom y la Teología de la Liberación de Gustavo Gutiérrez, y también en su oficina me proporcionó los ejemplares de la revista del grupo Trilce de la Universidad de Piura, cuyos ideales izquierdistas habían producido un pequeño escándalo. Allí leí los textos de Sigfredo Burneo, Carlos Guevara, Héctor Castro (a quienes conocería después) y de Mito Tumi (a quien conocía del colegio y de Santa Isabel aunque era mayor que yo). En diciembre de 1972 se abrió la librería Studium de Piura y ésta fue una gran cosa par mí. Allí adquirí mis primeras lecturas modernas universales –Joyce, Camus, Brecht, verbigracia- (que no estaban en la bien nutrida – clásicos sobre todo- biblioteca de mi padre) y cosas actuales de nuestra lengua, como la Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea de José Olivio Jiménez (donde descubrí –entre otros- a Lezama Lima) o peruanas como la novísima antología Estos 13 de JM Oviedo. Todo esto me marcó a fuego candente.

En 1973 ingresé a la Universidad de Piura y allí fui alumno de José Ramón de Dolarea y Calvar, que era poeta y enseñaba Literatura Española. Y en conversaciones aprendí no poco de César Pacheco Vélez y principalmente de Javier Cheesman Jiménez, quien había sido el primer recopilador de la obra poética de Abraham Valdelomar y alumno de Luis Alberto Sánchez en San Marcos. Estando en la Privada definí mi vocación poética. En esto tuvo que ver una visita realizada por Marco Martos a su ciudad natal (con ocasión de la muerte de su padre, el insigne Néstor Martos). El autor de "Leve Reino" tuvo bondad de leer conmigo todos mis poemas –unos 100- y comentármelos cuidadosamente: esos textos que a él le gustaron (sólo 22) conformaron mi primer poemario "Entre el paraíso y el Infierno" que obtuvo el primer premio de poesía en los IV Juegos Florales de la UDEP en diciembre de ese año. De dicho conjunto extraje el poema "Elegía" que publicó la Tortuga Ecuestre de Lima y en la revista Amigos de la Universidad salió "Mi casa" junto a una entrevista (la primera de todas) que me hizo Nelly Trelles. Estos fueron los primeros poemas que publiqué en mi vida. Y todo ocurrió en diciembre de 1973.


Ese mismo mes visité a Mito Tumi (quien volvía de vacaciones a Piura luego de su primer año en San Marcos) y estando en su casa conocí a Sigfredo Burneo. Él era prácticamente el primer poeta joven con quien tomaba contacto en Piura (en la Privada yo paraba con Federico Chalupa, poeta también, pero a quien manyaba desde la infancia por amista familiar). Fue Burneo entonces el primer poeta-poeta --digamos- con quien entablé una relación pura y absolutamente literaria. Comencé a frecuentar su casa del jirón Cuzco, cerca de la Av. Bolognesi y cuando yo llegaba, Sigfredo emergía desde el fondo del recinto –como si viniera de otro universo- y departíamos interminables horas en el cómodo sofá de su sal. Ese fue el tiempo de las preciosas revistas que hicimos en el mágico taller de Arturo Rubio en Talarita. La primera de ellas fue Sueños de Ecce Homo –número único y para coleccionistas- con poesía erótica de nosotros dos más Mito Tumi, Carlos Guevara y Laly Vallebuona. Por esos días Sigfredo me presentó a Alberto Alarcón, con quien había editado poco antes El cuchillo entre los dientes. Alarcón era un poeta conocido en la ciudad y ya desde ese tiempo Burneo lo llamaba con una sonrisa -apenas era un poco mayor que nosotros- el Patriarca de las Letras Piuranas, queriendo significar el aura simbólica que Alarcón irradiaba en tanto imagen de la poesía en Piura. Fuimos tres por un breve tiempo y lo que más recuerdo de esa época son las cerveceadas, fiestas que Alberto organizaba en su casa de Pachitea, en cuya puerta siempre estaba sentada una anciana señora de vestidos largos y negros, de abundante cabellera lacia y cana, a quien Sigfredo llamaba la personificación de Ursula Iguarán de Cien años de soledad. De esa macondiana instalación lo que guarda mi memoria es la provocativa silueta de Matilde Ordinola, célebre líder del SUTEP en los 70s, danzando en medio de la sala en ajustado pantalón lila.

Otras publicaciones fueron el número 2 de Ave Destino –que en algún sentido era la continuación poética de Trilce – (Burneo, Tumi y Guevara, estos dos últimos ya vivían en Lima). La peca de la jirafa, plaquette que hice imprimir con poesía de los patas que yo había conocido durante una breve temporada en Lima: Luis La Hoz, Armando Arteaga y Oscar Aragón. Papeles del payador que dirigía Alberto Alarcón desde la posición del Grupo Intelectual Primero de Mayo en Lima, al que él pertenecía. Y la plaquette Niebla púrpura (nombre tomado de una famosa canción de Jimy Hendrix) que circuló la noche de un recital de poesía joven piurana habido en el Club Grau, organizado por la oficina de Proyección Social de la Universidad Nacional de Piura, en setiembre de 1974 y en el que participamos Laly Vallebuona, Federico Chalupa, Sigfredo Burneo y quien redacta este testimonio. Todo esto sucedió –por confabulación de los astros- en 1974.

Pero unos meses antes ocurrió algo que nos unió como grupo. Meche Estrada tenía un espacio cultural dentro del programa noticioso "Hechos" en canal 2 de TV en Piura. Y me invitó para conversar de literatura.

Al final de su entrevista ella me preguntó acerca de la recién inaugurada filial piurana de la ANEA, que presidía Luis V. Altuna, conocido abogado de la ciudad pero en producción cero, en lo que se refería a la literatura y al arte. Eso fue lo que yo dije, y estalló la bomba. La conductora quedó estupefacta y los conductores de Hechos, Juan Silva y Renán Estrada, pusieron el grito en el cielo y me llamaron mozalbete atrevido y no sé qué más cuando yo ya había abandonado el set en compañía de Sigfredo Burneo. Como no tuve la oportunidad de refutar los ataques de Silva y Estrada -en el aire- decidimos que yo escribiría una carta pública en mi defensa. Así lo hice y la llevamos al diario La Industria que dirigía Elmer Núñez, a quién le pareció correcta, pero nos dijo:

- Esto es un anónimo –refiriéndose a que sólo iba mi firma sin libreta electoral (yo era menor de edad ya que en esos días la mayoría se alcanzaba a los 21 años y a la sazón yo tenía 18) de modo que Sigfredo Burneo y Ricardo Cevallos firmaron en representación mía, por el académico mentis recuerdo que pusieron junto a los números de sus libretas electorales. Esto fue un motivo de orgullo generacional y sendas celebraciones espirituosas en el Tres Estrellas o en el 53 de la querida Piura de ese entonces. Algo fundamental para mi escritura fue el libro con la Poesía completa de Jorge Luis Borges que Sigfredo me prestó –como un tesoro- para todo aquel alucinante 1974.

Ya para 1975 Sigfredo se había trasladado a Trujillo para seguir estudios en la universidad de dicha ciudad. Alberto Alarcón desaparecía sin dejar rastro cada cierto tiempo. Y yo también me fui a Lima para estudiar Literatura en San Marcos, donde sui amablemente acogido por Marco Martos y Mito Tumi. Allí empezaría mi historia en Lima, pero aquí –a pedido de Houdini Guerrero- lo que he querido es recordar mi estadía poética en mi ciudad natal. Aquellos días en que me sentaba con Sigfredo Burneo en el patio delantero de mi casa de Santa Isabel, a disfrutar del viento fresco de las 6 p.m. con un té y un par de sandwichs (éramos zanahorias también) leyendo juntos Charlie Melniek de Luis Hernández o divagando bajo las primeras estrellas de la noche en una banca de la Plazuela Merino, dejando que el ardiente sol piurano consumiera esas tardes infinitas que ya no volverán jamás. Y por eso he escrito esta especie de homenaje.


A orillas del río Cooper, South New Jersey, 9 de diciembre de 2005



[1] Tomado de la revista literaria Sietevientos 15, Sullana, diciembre de 2005.

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