Río Marañón |
César Ángeles L.
Treinta y cinco minutos antes de su muerte, el teniente Moncada sonreía feliz desde la baranda de una embarcación al centro mismo del río Marañón. Las estelas de espuma iban quedando raudas detrás, y en cada tumbo creía ver paiches y peces amazónicos huyendo de la velocidad que sin pausa lo transportaba a su destino. Y él no lo sabía. Lo mejor era que no lo sabía, y por eso reía ampliamente, casi ebrio por la bebida que se había ido zampando de copa en copa durante todo el trayecto, desde que dejara atrás el puerto de Iquitos. Creía tener aún muchas partidas que ganarle a la vida, así de iluso es el corazón mientras late y late, mientras la ingeniería del cuerpo se mantiene en movimiento, con las bielas y engranajes en su sitio correctamente aceitados y en perfecta sincronización. Después de todo, así había ocurrido desde el día que Moncada era apenas un churre, así de pequeño, y sus padres lo tuvieron en brazos durante días, meses, años, cuando dio sus primeros pasos inciertos y pudo repetir o balbucear las primeras palabras que aprendió en el desierto de Sechura, al inicio de su vida que había empezado tres décadas atrás, que ya llevaba durando lo conveniente y que el propio Moncada se encargó de pasear a su gusto por pueblos y provincias del país. Pero todo eso estaba por terminar, y el teniente iba feliz, de brazos y cara a la muerte, con los ojos bien cerrados y el corazón en un puño, como dicen que es el amor.
-Mi Teniente, el rancho está listo. ¿Baja a la cocina o prefiere que le suba el almuerzo?
-Mi Teniente, el rancho está listo. ¿Baja a la cocina o prefiere que le suba el almuerzo?
-Gracias, Miranda. Adelántense ustedes. Yo iré luego.
No tenía hambre, en realidad. El trago le provocaba continuar tomando, y en esas circunstancias descuidaba su alimentación. Entre sus borrosos pensamientos desfilaron los rostros de la tripulación, uno a uno, sus nombres, procedencias diversas, especializaciones, recomendaciones, habilidades y defectos. Era una masa de quince hombres, correctamente entrenados por el ejército en acciones de contrainsurgencia. Algunos contaban con amplia experiencia, pero todos habían sido elegidos de forma minuciosa por él mismo, descartando a otros posibles integrantes. La base del destacamento era su unidad, que Moncada había cultivado desde el primer instante cuando los citó, hacía ya dos años, en el salón rojo de la antigua base Ocharán, en la capital. Allí les había detallado en sendas sesiones colectivas todas las razones de su enrolamiento, los objetivos militares, la característica secreta de las varias operaciones que llevarían (y llevaron) a cabo conjuntamente, y se habían presentado cada quien, él incluido, repitiendo para algunos su trayectoria, sus triunfos y derrotas en el escalafón, todo con el principal objetivo de que no quedasen cabos sueltos y que, empezando por él mismo, se fuesen conformando los pilares de todo cuerpo de élite, la unidad férrea, la cohesión en sus filas, y una lealtad a prueba de todo. Ello garantizó los éxitos en las múltiples operaciones cumplidas, y la base para que el equipo siempre actuara como un solo hombre. Dentro de sí, navegando raudo por este inmenso río con piel de culebra sin fin, estaba seguro de haberlo logrado, y más aún al fondo de sí mismo abrazaba el orgullo que eso le proporcionaba. Podía comprobarlo a cada momento en los ojos de quienes trabajaban con él, en la manera cómo le dirigían la palabra. Por eso no le extrañó que el Técnico Miranda le ofreciese llevarle la comida a cubierta.
Sin embargo, para él no era esta ocasión para comidas. Era momento de dejar atrás, o mejor dicho suspender temporalmente, la dulce emoción que recorría su cuerpo, y como buen artista de la muerte (curtido en múltiples acciones de castigo y arrasamiento de comunidades, en la búsqueda implacable de los siempre encubiertos terrucos), debía cruzar todo ello con lo que venía a continuación, el exterminio de la célula terrorista encajonada en el valle del Huallaga y dirigida por otro escurridizo líder local de la organización que desde la tenaz clandestinidad tenía en vilo al Estado, desde hacía ya cinco largos años.
Sandra, Sandra, la bella Sandra prácticamente lo había sumergido entre su profunda piel mestiza, llenándolo de gritos y requiebros envueltos en falsa ternura que empezaba y terminaba en el agujero más profundo que Moncada recordar pudiese, allí entre esos muslos dorados y tersos que eran tema de las cantinas más populares de Iquitos, cuando cae la noche y el sudor forma una ardiente capa transparente en el cuerpo, entre esos muslos que ora se abrían para sus impulsos de macho, o soportaban el peso de ella cuando lo atraía hacia una penetración violenta por detrás, sin tregua, durante todo el tiempo que el robusto cuerpo de él contuviese las ganas de derramarse bien adentro de esa hembra completamente entregada, dispuesta a volarlo todo si fuese preciso con tal de mojarse juntamente con su "Monchito", como ella le decía, con ese hombre a quien había conocido apenas dos meses atrás y de casualidad en las noches loretanas. El teniente Justo Rafael Moncada del Carpio la estaba recordando ahora, sus frágiles palabras al oído, y a cada sorbo de alcohol sentía que un secreto calor le iba subiendo desde las mismas criadillas poseyéndolo casi por completo mientras la embarcación continuaba su raudo viaje por estas aguas luminosas, casi incendiadas bajo el sol incesante. Sandra, Sandra, chola rica, te la quisiera meter ahorita mismo y no salir de allá abajo hasta que termine el río, o como hacen los perros que se quedan enganchados después de coger. ¿Dónde estarás, Sandra, ahora? ¿En qué pensarás? ¿En mí? ¿Te habrás acariciado calatita sobre el colchón usado del hotel, sobre la tierra misma, en una hamaca perdida bajo los árboles inmensos y arrechos, o te dormirás en sueños repitiendo mi nombre, pensando como yo en la despedida que tuvimos? Recuerda, será por pocos días. Así te dije, así será, espérame amorcito, cierra tus piernitas
Tejía la vida Justo Moncada, pero la vida ya tenía sus propios planes, más allá de sus pensamientos y calenturas, mucho más lejos de lo que él imaginase, el camarada Isidro Vallejo con veinte guerrilleros no mayores ninguno de 25 años, la mayoría oriundos de la selva, conocedores de ese inmenso y agresivo cosmos que es el bosque amazónico, así como de los meandros caprichosos de sus ríos secretos e inabarcables, de las mil plantas, árboles y animales que, como ellos, ocultos el territorio habitan. El grupo dejaba a punto la emboscada que terminaría para siempre con el reputado comando del Halcón Dorado, que como ellos bien sabían se dirigía raudo por el Marañón para, a su vez, liquidarlos. Isidro Vallejo dio las últimas instrucciones, planteó las últimas interrogantes, y cuando él y los demás comprobaron que nada podía fallar se retiraron a esperar entre la tupida vegetación el paso del convoy militar. La selva estaba de piedra y ni el aire inmutable ayudaba a presagiar lo que venía. Algunos macacos surcaron de rama en rama, y el canto suave del siguaray rompió el alma de nostalgia.
-Camarada, por ahí van llegando.
-Bien. ¡Todos listos! ¡Muy atentos! ¡Ningún sobreviviente! ¡Viva el Partido Comunista!
-¡Viva!
-¡Viva la Guerra Popular!
-¡Viva!
Al doblar el recodo mayor, los platos, cubiertos y la olla con pallares se deslizaron violentamente hacia la derecha, se cayeron algunos vasos y el aguardiente estuvo a punto de volcarse
-¡Carajo, Ivancino cada día está más huevón para conducir esta chalana!
-¡Sí, carajo, habrá que rotarlo a que haga otras vainas!
-¡Cholo huevón este!
Gritos en la cocina de abajo anunciaron al timonel y al propio Moncada que todo allí se había sobresaltado en la última curva, pero el Sargento Ivancino, experto en navegaciones fluviales y gran conocedor de la Amazonía, no había reparado a tiempo en una peña que dividía en dos las aguas al entrar en el recodo, y su esfuerzo final había evitado la mortal colisión.
El teniente Justo Moncada, incorporándose con cierta dificultad de su caída y del cambio de ideas y sensaciones para volver súbitamente al presente, se encaminó hacia estribor gritándole al Sargento que qué demonios le pasaba, carajo, y ya no pudo escuchar la respuesta pues una carga estalló al lado derecho de la nave, y segundos después otras dos explosiones la hicieron volar por el aire encallándose finalmente entre peñas menores y troncos que bajaban solitarios a lo largo del curso del río. Entre la humareda y la espesa mancha de petróleo que comenzaba a extenderse alrededor de la nave volteada surgieron algunas cabezas, gritos y brazos que se agitaban con desesperación, llamándose unos a otros, con la certeza cruel de que solo quedaba aferrarse a algo sólido o alcanzar de algún modo la playa lejana, y era todo un esfuerzo inútil porque el miedo confunde los cerebros y el violento impacto había adormecido reflejos en los valientes integrantes del escuadrón militar. Entre los heridos que hacían esfuerzos por nadar flotaban ya algunos cadáveres o sus pedazos, algunos muebles quebrados y otras pertenencias que más nada tenían que hacer al fondo del Marañón, y entre todo ese caos humeante también trataba de sobrevivir Justo Moncada, consciente de la sangre que empezaba a bajarle desde arriba en la cabeza y le impedía visualizar con claridad aquel momento, y ya no tuvo que ver nada más en realidad porque dos balas le perforaron el cráneo desde la orilla donde varias ráfagas de FAL terminaron con la agonía de los miembros de aquel convoy despedazado, hasta que la selva empezó lentamente a recobrar su misterioso silencio.
El grupo guerrillero observaba los restos que flotaban sin dirección alguna, e Isidro Vallejo tuvo un último pensamiento para Sandra, quien les había trasmitido la información a tiempo, llena de resentimiento contra quienes hacía un año y medio asolaron su comunidad. Isidro rompió el aire con arengas de victoria que todos corearon a una voz. Al final, recuperaron algunos objetos que iban acercándose a la playa, y en pequeños botes se aproximaron a los restos de la nave para acopiar lo poco que en esas condiciones pudiera serles útil. El cielo empezaba a enrojecer, y entonces decidieron ponerse en marcha rumbo a la montaña, antes que volviese la oscuridad total.
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