jueves, junio 30, 2011

El Sheriff

Antiguo colegio San Miguel de Piura

Reynaldo Cruz

¿Su nombre?, la verdad que no lo sé, todos lo llamábamos “Sheriff”, todos incluidos auxiliares y profesores. Era un espécimen raro entre adolescentes como nosotros. Unos tres años mayor que el alumno de más edad, el cabello demasiado largo y una mirada que obligaba a cualquiera a fijarse en otro lado.

Los rumores decían que lo llamaban así, porque era hijo del comisario de un barrio del sector oeste, uno de los más bravos de la ciudad, otros decían que era el líder de una pandilla denominada “Los renegados”, los más desconfiados, que era un agente de seguridad que se encargaba de informar al Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) lo que pensaban maestros y alumnos. Ésta era una versión paranoica, pero no por ello increíble, pues la dictadura empezaba a declinar, y en los colegios al igual que institutos y universidades se hablaba de una gran marcha hacia la capital.

Apareció a mediados de año, nadie lo presentó como alumno de traslado, ni siquiera Miss Claudia, la más linda de las profesoras de Quinto, a quien todos alucinábamos con más ganas cuando hablábamos de lo que tenían las chicas entre sus piernas. Nadie dijo una palabra, una explicación de porqué apareció así, como si nada, como tampoco se pronunciaron respecto a su forma de vestir, pues nunca utilizó el uniforme reglamentario de un colegio público como el nuestro.

El Sheriff solía sentarse en la última silla de la izquierda, en el rincón que poseía la pared más rayada del aula. Entraba en cualquier momento y abandonaba el salón de clases cuando se cansaba de los monólogos de los profesores, sobre todo el de matemática, a quien todos teníamos por recontra aburrido. A las clases de Miss Claudia, nunca faltaba, se le notaba más civilizado durante ellas, pues no colocaba sus zapatillas sobre el asiento que tenía delante, no fumaba, ni molestaba a nadie, era como si fuera otro, como si la parte buena de él reprimiera a su demonio interno.

- ¿Qué miras chibolo? – me dijo un día, mientras mis ojos se alejaban de las piernas de Miss Claudia e iban a fijarse en su mirada oscura.

No supe que decirle, lo mire por largo rato. En ese instante me dije que él no era un pandillero, ni un espía del SIN, era sólo un muchacho como cualquiera de nosotros, un poco mayor, pero adolescente al fin de cuentas, que al igual que todos necesitaba encontrar un sentido, un rumbo a su vida. Pensé que tal vez era cierto que su padre era comisario, y él en realidad era un renegado, porque casi nunca tenía al patriarca en casa; que vivir en aquella zona de la ciudad, cerca al Hueco, lo corrompía cada segundo.

- Eres un chibolo tonto. ¿Tienes cinco lucas?, si me das cinco lucas te doy un billete de diez– propuso desconcertándome de la pesquisa que en ese momento le realizaba.

Mecánicamente introduje mi mano en el bolsillo y saque moneda tras moneda, fui sumando: tenía tres soles con sesenta céntimos. Presentí que el Sheriff me diría otra vez: chibolo tonto y reiría al llevarse mi dinero para comprar comida en el quiosco del patio.

- ¿Cuánto tienes chibolo?

- Tres lucas y sesenta ferros – exclamé, presintiendo que esa respuesta le disgustaría.

- Me caes bien, trae acá -

En ese instante estiré mi brazo para darle todas las monedas que tenía, incluido mi pasaje de regreso. Mi ingenuidad me obligaba a acatar sin reparos la orden del Sheriff, cuya autoridad estaba impuesta en todo el colegio. Ahora recuerdo que un día, el “Perro” Quintanilla, el auxiliar de Cuarto, se atrevió a llamarle la atención por andar molestando a Miss Claudia. Aquella discusión acabó en el canchón de arena, en una pelea que todos los alumnos miramos, incluidos los de la primaria. Quintanilla tenía músculos en todo el cuerpo, sin embargo la altura y agilidad del Sheriff pudieron más en la lid.

- Toma pequeño ratón de biblioteca, pero no le digas a nadie quien te lo dio. Es falso, pero bien fabricado, entendiste – me confesó entre susurros.

Aquel día el Sheriff encontró un amigo, aunque debería decir que yo encontré un buen amigo, alguien dispuesto sacarle la mierda a quien se atreviera a molestarme. Yo por mi lado cumplía la otra parte de un contrato implícito: debía buscarle versos de amor en los libros de literatura que prestaba en la biblioteca del tercer piso. Definitivamente, yo ganaba más en este asunto.

- Eh, chibolo, busca algo lindo para Paola – aquélla era la orden de siempre.

Paola era la enamorada del Sheriff. Tenía el cabello ligeramente crecido, piel blanca, como la de una pavita, me confesó él. Era linda, una muchacha de unos diecisiete años, que empezaba a deslumbrar a los chicos con su caminar y su olor a jazmín. Definitivamente aún es virgen me decía cuando recibía los versos de Neruda, o mejor aún los de Luis Hernández.

- Eres un genio, pequeño. Un par de versos más y cae – me dijo un día el Sheriff, pero no le entendí nada. Estaba preocupado, mi padre decía que en cualquier momento la fábrica cerraría.

La fabrica. Mi viejo había trabajado veinte años en ella, ahora corría el rumor por toda la ciudad, que los chilenos querían comprarla, únicamente con el anhelo de llevarla a la quiebra. Eso les ayudaría a competir solos en el mercado internacional. Mi viejo, mi pobre viejo, en unos días su vida no tendría ni el más mínimo sentido.

Vaya inseguridad que nos asalta a todos en cualquier momento: ¿De dónde somos? ¿A dónde vamos? ¿Somos realmente felices? Quizá el Sheriff nunca encontró respuesta para la gran cuestión de la existencia. A pocos días de terminar la secundaria, la noticia nos llegó a través de los diarios: Muerte, decía Expreso; Pandillas del Horror, titulaba La Prensa. Según las fuentes policiales, la noche del último domingo, un sujeto conocido como Sheriff, resultó muerto en una pelea callejera, cuyo origen había sido la disputa de una joven dama.

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