lunes, junio 09, 2014

Ratas

Malecón de Chimbote

Ricardo Ayllón

Por el chat de Facebook converso con Marilú Ayala, una vieja amiga del colegio que hace más de quince años se fue a vivir a Miami con un gringo: “Extraño tanto Chimbote, Ricardo…”, me dice, y la imagino dando un profundo suspiro, diciendo luego con melancolía: “Extraño hasta a las ratas que se metían en mi casa”.

Siento mucho no compartir el modo en que mi amiga expresa su nostalgia, estoy seguro que si yo viviera fuera del Perú no echaría de menos a esos repugnantes animales. En Chimbote, el puerto donde nací y al que visito con frecuencia, debe haberlos por millones; las cifras calculan que el número de ratas es tal que a cada persona le atañen nueve de ellas. Si multiplicamos por nueve los cerca de 400 mil habitantes, la población de ratas en Chimbote debe rebasar los tres millones. Es por eso que todo chimbotano se ha encontrado con su horripilante presencia más de una vez en la vida.

No es ningún deporte el ponerse a mirar ratas, pero si alguien amanece un día con ganas de ver unas, no tendrá que esforzarse mucho. Ratas grandes y plomizas hay por cientos en el roquedal que refrena las aguas de la bahía. Todo es cuestión de llegar hasta el Malecón Grau, pararse sobre las enormes piedras, estirar el cuello y, junto a las viejas y oxidadas tuberías por donde descarga con furia el desagüe de la ciudad, uno las verá refocilándose a su gusto, peleando con los gigantescos gatos que –para su mal– comparten el mismo hábitat, o sintiendo el frescor de la contaminada brisa en esa parte lamentable del litoral.

Aunque son los mercados sus lugares predilectos. Están en todos, sin excepción. Las he visto escalar agazapadas los sacos de papas y cebollas en el mercado Modelo; intentar beber la sangre de los pollos muertos en la paradita del Progreso; rodear ávidamente el enorme basural que se forma a veces frente al mercado Buenos Aires, correr por las terrosas callecitas del reciente y enorme mercado Dos de Mayo y, hace poco, he advertido unas desgreñadas y ventrudas a la altura del ingreso de la pescadería “La Sirena”. Cada vez que salgo de mi visita obligada al Centro Cultural Centenario, las veo entrar y salir por debajo de esa gran puerta de latón aprovechando el arribo de la noche, burlando al viejo y agotado vigilante que debe andar aburrido de contemplarlas a diario.

Se sienten tan cómodas entre nosotros, que muchas parecen haber perdido el sentido de la supervivencia. Hace poco distinguí a una muy temprano avanzando de lo más campante por las calles de Laderas del Norte. Pero la gracia no le duró mucho. Un perro vago acabó con ella de un hábil mordisco en la cabeza que la pobre devolvió tarde con un débil rasguño, antes de que el perro le asestara la segunda y letal dentellada en plena panza.  

Ratas hay en todo sitio. A una vecina, hace pocos días, vino a visitarla una asomándose por el excusado el instante mismo en que hacía el dos. Vaya caprichosa. Menos mal que mi pobre vecina sintió a tiempo a la asquerosa y salió corriendo, pues se sabe que –haciendo de su cuerpo un alfeñique– consiguen meterse por la vagina, las muy desgraciadas.

Yo he lidiado con más de una. Pero de la que tengo el más nítido recuerdo es de la infeliz que se metió a la casa un fin de semana en que me quedé solo. El asunto está narrado en uno de mis libros y, quien quiera enterarse, sabrá cómo acabé con ella solo después de vencer mi propio miedo y repugnancia. Les juro que todo lo que está contado allí es la pura verdad.

Hay gente que para anticiparse a sus visitas, pone raticidas en la casa, pero eso no ayuda gran cosa. Las ladinas hace tiempo que aprendieron a reconocer el veneno. Carlitos Rivera, un amigo que estudiaba en la Universidad San Pedro y vivía solo en un cuarto alquilado, salió de viaje y abandonó el recinto por una semana. ¿Para qué hizo eso? Pese a que dejó puñaditos de “Campeón” en las esquinas del cuartucho, al volver encontró a toda la familia Ratatouille instalada en el centro mismo del colchón de su cama. Con la ayuda del perro de un vecino las desalojó rápidamente. Ese mismo día Carlitos se mudó a un lugar más grande y limpio, y no olvidó comprar un perro.

Ahora mismo, en plena madrugada y mientras termino estas líneas en la vieja habitación que abrazó mi niñez chimbotana, escucho patitas menudas corriendo por el techo. Dejo de teclear y allí están, avanzan y se detienen; avanzan y se detienen. Acuden al techo buscando algo que roer entre los cachivaches que mi madre arroja a veces al olvido.

No es una manada, calculo que son solo dos o tres. De vez en cuando asoma una por la ventana del cuarto como atreviéndose a mirar qué hay más allá de ese techo que es dominio suyo. Probablemente la luz de la habitación las desanima de seguir husmeando, de persistir en su acecho. Pero el solo presentir su presencia hace que me ponga alerta y me disponga a enfrentarlas. ¡Son unas dañinas!


Aún no he visto ninguna, pero no deben tardar. Aquí las espero. ¡Atrévanse malditas, y verán lo que les pasa! Yo no soy indulgente como la boba de mi amiga Marilú Ayala que las echa de menos. ¡Yo las aborrezco y las repudio con todas las fuerzas de mi corazón!

No hay comentarios: