Ricardo Ayllón
Aún me acompañas, amigo, integrando la columna
de literatura universal en la parte más alta de mi biblioteca, flanqueado por “Ivanhoe” y “Moby Dick”, anónimo entre el resto de tus compañeros, asaltado por
mis dedos cada vez que me visita la nostalgia y vuelvo a ti para hojearte con
ternura, recordar que fuiste el primero y repetirte que jamás dejaste de ser especial.
Te llamas “Los
tigres de Mompracem” y fuiste el regalo navideño de mi padre cuando yo tenía
siete años. Ahora estás muy gastado porque me fascinaste tanto que te recomendé
y presté con gusto a mis camaradas de infancia, y aunque siempre me aseguré de
que me fueras devuelto, no todos tuvieron el mismo cuidado que yo te prodigué:
algunos te traían con la pasta desgarrada; otros, con
manchas de comida en tu interior, y la mayoría, con “orejas” en la esquinas de tus hojas. Es que ellos te leían con el
mismo deslumbramiento que yo, hablábamos mucho de ti e inventábamos juegos a
partir de tus historias donde lo más difícil era elegir quién sería Sandokán,
el protagonista de ellas.
Aquí estás ahora, junto a mí. Te he bajado a mi
escritorio para que inspires estas líneas y me concedas la fidelidad que
necesito en esta confesión de amistad tantas veces postergada. En pésima
caligrafía, tu tercera página lleva mi nombre y el año en que llegaste a mis
manos: 1976. Papel tipo cebolla, tipografía de grandes caracteres, ilustraciones
en tonos sepia. Tu olor a nuevo se fue con el tiempo y sin embargo aún sigue impregnado
en mis narices como un adalid de la memoria.
Mi hermano y yo compartíamos en la habitación una
misma mesa de noche, y allí te conservé al principio, seguro entre las canicas
y los álbumes temáticos que coleccionábamos en ese tiempo. De ese modo aprendí
a amarte, a conferirte un lugar especial, llevarte como un talismán en todas
mis mudanzas y designarte Quijote entre los libros de cada biblioteca nueva.
Fui niño, adolescente y luego adulto; pasé de
ser colegial a universitario, luego me casé y tuve hijos, y jamás desistí de tu
hermandad. He retornado a Lima hace tres meses, y sigues junto a mí, camarada, flanqueándome
en esta serie de vivencias del mismo modo en que tú fuiste concebido; porque
Emilio Salgari, tu autor, te escribió como parte de esa estupenda serie bibliográfica
llamada “Piratas del sudeste asiático”,
una colección que nunca pude completar y que ahora sé –gracias a la Internet–
que se compone de once títulos. Solo llegué a cuatro y fueron suficientes,
porque lo que en realidad hiciste conmigo, compadrito de mi alma, fue
provocarme el primer y más grande vicio en esta vida: el de la lectura. Y te
agradezco sinceramente por ello, pues leer fue el inicio de mi razón de ser en
este mundo, las respuestas a casi todas las preguntas y el percutor de las más importantes
interrogaciones.
Te sujeto ahora con mis dedos adultos, y me
parece escuchar el dulce ronroneo de tu lomo felino y remoto, la voz silente de
tus preceptos imborrables. Porque eres animal sabio, porque eres el rugido del discernimiento,
la aventura y el ensueño, y porque en ti encuentro la fortaleza y el descanso
cada minuto de mi vida, doy las gracias en tu nombre a todas las lecturas que pasaron
por mi vida, querido libro amigo.
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