lunes, abril 30, 2012

Homenaje a un libro pirata



Ricardo Ayllón

Aún me acompañas, amigo, integrando la columna de literatura universal en la parte más alta de mi biblioteca, flanqueado por “Ivanhoe” y “Moby Dick”, anónimo entre el resto de tus compañeros, asaltado por mis dedos cada vez que me visita la nostalgia y vuelvo a ti para hojearte con ternura, recordar que fuiste el primero y repetirte que jamás dejaste de ser especial.

Te llamas “Los tigres de Mompracem” y fuiste el regalo navideño de mi padre cuando yo tenía siete años. Ahora estás muy gastado porque me fascinaste tanto que te recomendé y presté con gusto a mis camaradas de infancia, y aunque siempre me aseguré de que me fueras devuelto, no todos tuvieron el mismo cuidado que yo te prodigué: algunos te traían con la pasta desgarrada; otros, con manchas de comida en tu interior, y la mayoría, con “orejas” en la esquinas de tus hojas. Es que ellos te leían con el mismo deslumbramiento que yo, hablábamos mucho de ti e inventábamos juegos a partir de tus historias donde lo más difícil era elegir quién sería Sandokán, el protagonista de ellas.

Aquí estás ahora, junto a mí. Te he bajado a mi escritorio para que inspires estas líneas y me concedas la fidelidad que necesito en esta confesión de amistad tantas veces postergada. En pésima caligrafía, tu tercera página lleva mi nombre y el año en que llegaste a mis manos: 1976. Papel tipo cebolla, tipografía de grandes caracteres, ilustraciones en tonos sepia. Tu olor a nuevo se fue con el tiempo y sin embargo aún sigue impregnado en mis narices como un adalid de la memoria.

Mi hermano y yo compartíamos en la habitación una misma mesa de noche, y allí te conservé al principio, seguro entre las canicas y los álbumes temáticos que coleccionábamos en ese tiempo. De ese modo aprendí a amarte, a conferirte un lugar especial, llevarte como un talismán en todas mis mudanzas y designarte Quijote entre los libros de cada biblioteca nueva.

Fui niño, adolescente y luego adulto; pasé de ser colegial a universitario, luego me casé y tuve hijos, y jamás desistí de tu hermandad. He retornado a Lima hace tres meses, y sigues junto a mí, camarada, flanqueándome en esta serie de vivencias del mismo modo en que tú fuiste concebido; porque Emilio Salgari, tu autor, te escribió como parte de esa estupenda serie bibliográfica llamada “Piratas del sudeste asiático”, una colección que nunca pude completar y que ahora sé –gracias a la Internet– que se compone de once títulos. Solo llegué a cuatro y fueron suficientes, porque lo que en realidad hiciste conmigo, compadrito de mi alma, fue provocarme el primer y más grande vicio en esta vida: el de la lectura. Y te agradezco sinceramente por ello, pues leer fue el inicio de mi razón de ser en este mundo, las respuestas a casi todas las preguntas y el percutor de las más importantes interrogaciones.

Te sujeto ahora con mis dedos adultos, y me parece escuchar el dulce ronroneo de tu lomo felino y remoto, la voz silente de tus preceptos imborrables. Porque eres animal sabio, porque eres el rugido del discernimiento, la aventura y el ensueño, y porque en ti encuentro la fortaleza y el descanso cada minuto de mi vida, doy las gracias en tu nombre a todas las lecturas que pasaron por mi vida, querido libro amigo.

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