Josué Aguirre
Admito que a veces compro libros por el diseño de la portada. Lo hago porque creo que es una forma de no abrir completamente al azar un libro del que no tengo mayor referencia. Y esto me ha sido útil, por ejemplo, para degustar “El sueño del caimán”, de Antonio Soler o “El día de los inocentes” de Josip Novakovich. Con la portada de “La sexta lámpara” creí no equivocarme, puesto que el diseño me transmitía un aura de suspenso difícil de rechazar. El título lo anunciaba. La descripción de la contratapa, lo confirmaba:
Silvio Balestri un arquitecto italiano llega a Nueva York en 1915 con el
sueno de trabajar en el proyecto de su vida: Zigurat un rascacielos destinado a
reunir las grandes alturas de las torres de Manhtatan(…) La ambición de Balestri
por dar una respuesta arquitectónica al mito de la torre de Babel choca con los
planes del Club de las Seis Lámparas: una secta de constructores de rascacielos
que aspira a gobernar todas las alturas. Mientras tanto en Europa con el
ascenso de los fascismos triunfa la arquitectura del significado. Balestri
entonces se convierte a su pesar gracias a sus escritos teóricos y a sus
proyectos futuros en un cómplice de los arquitectos del III Reich.
Entonces empecé a leer el libro. Hice mi prueba de
las diez páginas, las que coincidieron con la narración de los
primeros años de vida del protagonista, cosa que no me entusiasmó demasiado.
Pero vamos, dije, se trata de un libro de suspenso. Lo mejor está por venir. Al
menos eso fue lo que creí. Y, así, erróneamente esperé un desenlace sorpresivo,
un giro narrativo audaz. Pero a la mitad del libro me encontré inmerso en una
trama plana, carente de recursos, lenta, plagada de trivialidades y situaciones
cliché. Abandoné mis ilusiones, pero no la lectura.
Una acotación…
Disculpen si escribo está crítica como si leer un libro fuese una epopeya. Sin embargo, cuando la obra es tan mala, uno se siente protagonista de una proeza, ya que sólo queda salvar el honor de acabar con lo empezado, al menos para poder hacer un comentario digno.
En fin…
La mención al Club de las Seis Lámparas, la organización que concede el nombre al libro, viene de la mano con la vergonzosa irrupción de uno de los personajes menos coherentes que haya leído. Se trata del mensajero “Jack, el Deshollinador” que, por su descripción, no podía ser otro que el vagabundo de Mary Poppins. Hablamos de un personaje al que el autor le confía la importante tarea de encarnar a una poderosa sociedad secreta, a la cual, muy por el contrario, minimiza y ridiculiza. Díganme ustedes: ¿Cómo es posible que una comunidad que domine todas las alturas de Manhattan, al punto de protagonizar los mayores proyectos arquitectónicos del siglo XX, se reúna en un sótano tupido de telarañas y deba su nombre a una lámpara de querosene averiada? Si no es una sátira no me lo creo.
De todas formas, personajes como Jack el Deshollinador aparecen por todos lados, como el ingeniero obsesionado con hacer el hueco más grande del mundo o el coleccionista de proyectos irrealizados, o el estudiante pelirrojo que le pregunta a Balestri si es que ya recibió la visita del mensajero (bah, a este no me lo trago ni con agua).
En resumen…
Flojos personajes, una trama poco audaz (que abre con una injustificada regresión) y un desenlace a todas luces predecible. Todo esto me hace pensar que el autor no escribió para ser leído en un libro, ni si quiera para ver su obra en el cine. Para mí, Pablo de Santis escribió tentando un guión para cómic; un cómic de baja reputación, vale decir.
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