Eduardo
Valdivia Sanz
Subiste al
fierro de cuero y cromo,
los años de
los veranos muertos desfilaron como
los primeros besos
robados,
la fiera
ruge debajo de tus tripas
y aceleras
el manubrio del timón plateado:
Joven,
eterno, eres,
joven como
vampiro dorado,
como Dean
estrellando su Porche contra la gran llamarada;
Ahí,
con los
sesos derretidos
enciendes la
nave de oro,
y rompes la
barrera del no se puede;
la autopista
reclama su presa
y el viento
golpea contra el cristal del casco negro:
Aceleras
más, mucho más,
un poco más
y alcanzas al fuego eterno,
a la luz de
la cortadera, a las patinadoras de la calle Pardo,
a los
ángeles de la noche y a los demonios de siete ojos;
El dragón
responde con suavidad,
te enseña
sus ojos vacíos, la mándala
y la torre
de Jung,
tu corazón
palpita sin miedo,
solo tú, y
la eternidad,
solo tú y
las fiestas de Colán,
solo tú, y
la piel dorada de la Brando,
reclamándote
por qué no la besaste esa noche en el Tony:
Afuera, en
los otros lados de las cuerdas;
Un conductor
de tráiler, de un camión dieciocho ruedas,
menciona las
partes pudorosas de tu madre;
te importa
poco su insulto,
has salido
en tu Harley nueva, a los cuarenta y cinco años.
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