Eduardo Valdivia Sanz
Estamos en Dhul Hiyya, y es el año dos mil ciento
trece de la huida de la Mecca. Soy taxista de un vehículo de celdas solares, mi
nombre no interesa. La casa de mis padres queda muy cerca de una universidad
cátara. Los habitantes del suburbio donde vivo desprecian a mi familia, somos
judíos. Mi familia respeta el Sabbat y come pan ácimo durante el día de Pascua,
y marcamos el dintel de la puerta con sangre de oveja para evitar que mate el
ángel exterminador a los primogénitos de la casa.
Mis padres murieron, y me quede solo con mi hermana
mayor en una urbem de gente que come carne, que no lee libros y que congrega a
sus habitantes en capellis subterráneas, donde cantan aquelarres a Baal Zebub,
y practican orgias para obtener favores de la diosa Mitra.
Mi hermana mayor cuando éramos niños me hizo jurar que
algún día escaparíamos de la urbem de la duna roja. Nunca asimilamos la
sodomiticum ni aceptamos códigos de barras de Mitra en la mano derecha. Mi
hermana murió del síndrome de Morgellons, y yo me quedé solo en la casa de mis
padres.
La gente del suburbio cree que soy láwqa por recibir
libros del extranjero. Los vecinos creen que guardo cecas de plata en una caja
fuerte. Incluso la negotiatori del suburbio suelta comentarios entre sus
clientes que práctico rituales druidas, y que por eso mi rostro no envejece,
aunque tenga más de cincuenta años.
Por eso, cierro el portón del garaje de mi casa con
barras de titanio y mandé a que instalaran un cerco eléctrico sobre el borde de
los muros de mi castelli.
Mi rutina hubiera permanecido por muchos años,
invariable: cuatro horas de taxi durante las mañanas, lectura de clásicos por
la tarde y telediarios por la noche. Pero un día, recogí a un extranjero.
—Vengo de la urbem de Lutetia y creo algoritmos
matemáticos en lenguaje Turbo CC234, programo sistemas. Me he quedado sin
dracmas y necesito ayuda para cruzar el muro norte de la ciudad.
Sonreí, todos los extranjeros pretenden lo mismo. El
muro es un símbolo de una vida mejor en la urbem de Acakd.
Necesitaba practicar luteciano y gothus y lo llevé a
mi casa solo por unos días, mientras lo ayudaba a contactarse con los
coyotes que cruzan a los pobres diablos por el gueto cátaro en la parte gótica
de la ciudad.
—Has sido bueno conmigo y me has traído a tu casa. No
temes que te robe o te haga daño.
—No. Tengo un spectrum patronus. Te desintegraría
apenas intentaras algo contra mí o mis bienes. Lo programé sin respetar la ley
de la robótica de Asimov.
El extranjero rio y abrió su saco de dormir en el
cuarto que fuera de mi hermana.
Por la mañana, el extranjero comió con agrado el
tomate, el ajo y la cebolla que cultivo en un huerto hidropónico en la azotea
de la casa de mis padres.
—Veo que eres vegano. Escoges
los alimentos que menos daño producen en las venas. Adecuados, para estos días
de alergias y de alimentos transgénicos. Las teosofías orientales afirman que
si eres vegano durante toda tu vida aseguras un cuerpo humano en la vida
después de la vida.
—No creo en la reencarnación, me parece infernal,
regresar una y otra vez sin que podamos escapar de la rueda del Samsara.
—Deberías, el mundo es una rueda de sufrimientos y es
imposible para el hombre escapar del gobierno de los cinco sentidos.
—Mis padres siguieron la ley de Moisés. Yahweh nos
rescató del faraón y nos condujo a la tierra donde las uvas son grandes, y los
arroyos proveen de agua dulce.
—Tierra que, por cierto, está rodeada de acadios y
sumerios con misiles ATGM y rayos desintegradores. Por ustedes algún día
empezará la Cuarta Guerra de las Rosas.
—No. Nadie conoce los designios de Yahweh.
El extranjero sonrío mostrando unos dientes amarillos.
—Discúlpame, no estoy retribuyendo a tus atenciones.
Mañana me iré, pero antes de partir te dejo un regalo.
El extranjero abrió una mochila de cuero y encendió su
computadora.
—Te dije que era programador, y quiero darte este
aplicativo de cálculos infinitesimales.
—Hace predicciones con la ley de los grandes números.
Es la ecuación primera. El alfa y el omega de los juegos de azar.
—Eso es imposible. No puede existir algo así.
—Solo descárgalo y pruébalo en el primer casino que
encuentres.
—Solo hay casinos en la urbem de Acakd.
—Entonces deberás ir conmigo.
—No, extranjero. No necesito dracmas, con lo que tengo
me basta.
—En todo caso, úsalo cuando llegué el día.
De ese intercambio de palabras sobre programas que
mostraban proyecciones y diagramas de la campana de Gauss hace ya cinco años.
El aplicativo funcionaba, no sé cómo pero funcionaba. Crucé el muro norte hacia
la urbem de Acakd, ahí me embarqué en el puerto espacial con rumbo a uno de los
satélites artificiales donde viven ahora los neo humanos. Nunca supe
quién era el extranjero ni porque pagó mi rescate de la urbem de la duna roja.
Esta noche de viernes es Pascua, comeré hierbas amargas y pan ácimo, nunca he
olvidado al Dios de mis padres, el buen Yahweh que condujo a su pueblo a la
libertad.
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