jueves, julio 31, 2014

El extranjero en la urbem de la duna roja

 


Eduardo Valdivia Sanz

Estamos en Dhul Hiyya, y es el año dos mil ciento trece de la huida de la Mecca. Soy taxista de un vehículo de celdas solares, mi nombre no interesa. La casa de mis padres queda muy cerca de una universidad cátara. Los habitantes del suburbio donde vivo desprecian a mi familia, somos judíos. Mi familia respeta el Sabbat y come pan ácimo durante el día de Pascua, y marcamos el dintel de la puerta con sangre de oveja para evitar que mate el ángel exterminador a los primogénitos de la casa.

Mis padres murieron, y me quede solo con mi hermana mayor en una urbem de gente que come carne, que no lee libros y que congrega a sus habitantes en capellis subterráneas, donde cantan aquelarres a Baal Zebub, y practican orgias para obtener favores de la diosa Mitra.  

Mi hermana mayor cuando éramos niños me hizo jurar que algún día escaparíamos de la urbem de la duna roja. Nunca asimilamos la sodomiticum ni aceptamos códigos de barras de Mitra en la mano derecha. Mi hermana murió del síndrome de Morgellons, y yo me quedé solo en la casa de mis padres.

La gente del suburbio cree que soy láwqa por recibir libros del extranjero. Los vecinos creen que guardo cecas de plata en una caja fuerte. Incluso la negotiatori del suburbio suelta comentarios  entre sus clientes que práctico rituales druidas, y que por eso mi rostro no envejece, aunque tenga más de cincuenta años. 

Por eso, cierro el portón del garaje de mi casa con barras de titanio y mandé a que instalaran un cerco eléctrico sobre el borde de los muros de mi castelli.

Mi rutina hubiera permanecido por muchos años, invariable: cuatro horas de taxi durante las mañanas, lectura de clásicos por la tarde y telediarios por la noche. Pero un día, recogí a un extranjero.

—Vengo de la urbem de Lutetia y creo algoritmos matemáticos en lenguaje Turbo CC234, programo sistemas. Me he quedado sin dracmas y necesito ayuda para cruzar el muro norte de la ciudad.

Sonreí, todos los extranjeros pretenden lo mismo. El muro es un símbolo de una vida mejor en la urbem de Acakd.

Necesitaba practicar luteciano y gothus y lo llevé a mi casa solo por unos días, mientras  lo ayudaba a contactarse con los coyotes que cruzan a los pobres diablos por el gueto cátaro en la parte gótica de la ciudad.

—Has sido bueno conmigo y me has traído a tu casa. No temes que te robe o te haga daño.

—No. Tengo un spectrum patronus. Te desintegraría apenas intentaras algo contra mí o mis bienes. Lo programé sin respetar la ley de la robótica de Asimov.

El extranjero rio y abrió su saco de dormir en el cuarto que fuera de mi hermana.

Por la mañana, el extranjero comió con agrado el tomate, el ajo y la cebolla que cultivo en un huerto hidropónico en la azotea de la casa de mis padres.

—Veo que eres vegano. Escoges los alimentos que menos daño producen en las venas. Adecuados, para estos días de alergias y de alimentos transgénicos. Las teosofías orientales afirman que si eres vegano durante toda tu vida aseguras un cuerpo humano en la vida después de la vida.

—No creo en la reencarnación, me parece infernal, regresar una y otra vez sin que podamos escapar de la rueda del Samsara.

—Deberías, el mundo es una rueda de sufrimientos y es imposible para el hombre escapar del gobierno de los cinco sentidos.

—Mis padres siguieron la ley de Moisés. Yahweh nos rescató del faraón y nos condujo a la tierra donde las uvas son grandes, y los arroyos proveen de agua dulce.

—Tierra que, por cierto, está rodeada de acadios y sumerios con misiles ATGM y rayos desintegradores. Por ustedes algún día empezará la Cuarta Guerra de las Rosas.

—No. Nadie conoce los designios de Yahweh.

El extranjero sonrío mostrando unos dientes amarillos.

—Discúlpame, no estoy retribuyendo a tus atenciones. Mañana me iré, pero antes de partir te dejo  un regalo.

El extranjero abrió una mochila de cuero y encendió su computadora.

—Te dije que era programador, y quiero darte este aplicativo de cálculos infinitesimales.

—Hace predicciones con la ley de los grandes números. Es la ecuación primera. El alfa y el omega de los juegos de azar.

—Eso es imposible. No puede existir algo así.

—Solo descárgalo y pruébalo en el primer casino que encuentres.

—Solo hay casinos en la urbem de Acakd.

—Entonces deberás ir conmigo.

—No, extranjero. No necesito dracmas, con lo que tengo me basta.

—En todo caso, úsalo cuando llegué el día.

De ese intercambio de palabras sobre programas que mostraban proyecciones y diagramas de la campana de Gauss hace ya cinco años. El aplicativo funcionaba, no sé cómo pero funcionaba. Crucé el muro norte hacia la urbem de Acakd, ahí me embarqué en el puerto espacial con rumbo a uno de los satélites artificiales donde viven ahora los neo humanos.  Nunca supe quién era el extranjero ni porque pagó mi rescate de la urbem de la duna roja. Esta noche de viernes es Pascua, comeré hierbas amargas y pan ácimo, nunca he olvidado al Dios de mis padres, el buen Yahweh que condujo a su pueblo a la libertad. 

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