jueves, julio 31, 2014

SARITA COLONIA ESTÁ CONTIGO…y con tu espíritu

Sarita Colonia

Esta crónica limensis apareció impresa –y editada, por razones de espacio–  en el suplemento Variedades (Nº 358, febrero 2014) de El Peruano. Recién ahora aparece en su versión original y completa.


César Ángeles Loayza

Sarita (1914-1940) migró tempranamente con su familia a Lima, desde Belén (Ancash). Si consideramos, además, que su padre era carpintero, todo empieza a semejarse a la sagrada familia bíblica. Esto no sorprende, porque Sarita es una forma de resistencia en el imaginario del migrante pueblo peruano, ante seculares discriminaciones y maltratos desde las élites criollas, sobre todo costeñas. Los múltiples y cambiantes rostros con que se le representa (en dibujos, calcomanías, recreaciones plásticas, grafitis, etcétera) simbolizan, también, la creatividad popular para interactuar con las diversas coyunturas de nuestra irresuelta identidad como nación. Es decir, se trata de una respuesta masiva, desde el terreno religioso y cultural, contra los poderes elitistas que cada vez se enrejan y aíslan más del común de los mortales (de quienes viven –o subsisten– empobrecidos ante sublevantes privilegios). El no reconocimiento de este culto espontáneo y popular, por parte de la jerarquía católica, es parte de la historia anterior.

En Lima, en pleno oncenio leguiísta y la “república aristocrática” –como la llamó Jorge Basadre–, Sarita Colonia fue vendedora de mercado y empleada doméstica en el Callao. Se cuenta que unos hombres intentaron violarla en aquel puerto, donde vivía y trabajaba; pero milagrosamente su sexo se cerró de súbito impidiendo el acto. Una virginidad que la acerca más a la aludida historia de la sagrada familia bíblica, pero con un acto de violencia sexual adicional: algo común contra mujeres provincianas y sobre todo andinas en la historia colonial y republicana de este país.

Este es uno de los motivos más recurrentes de su leyenda sobre su biografía, bondad y milagros. Al inicio, el culto a Sarita creció entre delincuentes, estibadores y prostitutas, ampliándose hacia otros sectores del pueblo y, luego, a otras capas de la sociedad peruana. Durante su vida en el Callao, muchos la visitaban; ella los recibía con afecto, los escuchaba y curaba cuando la gaya ciencia había desahuciado. Según lo ya expresado, el culto a esta joven mestiza se mantiene y crece masivamente en la informalidad. Todo ello, también, la convierte en símbolo estimulante y poderoso, para varios escritores y artistas, del mestizaje: de sus dramas, triunfos y caídas. De ahí que se le conozca como “patrona de los pobres”, según un tema musical antiguo.

Cuentan que su primer milagro fue de niña, cuando retó al alcalde de Huaraz que se pavoneaba ebrio de haber matado, por la espalda, al bandolero Luis Pardo. Días después, murió de infarto. Pero es sabido que la historia oficial y los medios masivos tienden a limar las aristas más agudas de los personajes, asimilándolos tarde o temprano. Qué irá a ser de Sarita Colonia, o qué viene siendo ya. En 1998, Judith Vélez dirigió un documental cinematográfico presentado con éxito en el festival de La Habana. En el 2002, se le dedicó una serie televisiva, con tema musical de Los Mojarras (uno de los grupos de rock locales más identificados con S. Colonia, junto con otra banda como La Sarita). Por lo cual, el antropólogo Rodrigo Montoya dijo que se quería insertar y blanquear a Sarita Colonia en una cultura puramente urbana. Y Eduardo González Viaña (autor de la novela Sarita Colonia viene volando, 1990) enfatizó que Sarita es “la primera santa serrana”: es decir, la conquista de la Costa por el Ande.

Ella es, como Rosa de Lima, una santa generada por los más pobres. Entre ambas hay, sin embargo, una diferencia central: Rosa llegó al pueblo mediante su conducta; Sarita nació en él. La conocida estampa de la beata, ubicada en los lugares más populares de la ciudad (bares, plazas, prostíbulos, camiones, etcétera) suele tener una enorme rosa que quizá signifique una florida ironía acerca de la Santa (oficial) del Perú: heterodoxia y ortodoxia de la fe católica en desiguales diálogos y, también, contiendas simbólico-religiosas. Sarita es parte de una cultura de resistencia, esa que desde abajo toma y recicla lo occidental y cristiano imprimiéndole su sello peculiar.

La causa de su muerte es aún polémica. Como sea, desde  entonces se inició uno de los cultos populares más sorprendentes de Latinoamérica. Su sepultura común en el Cementerio Británico del Callao rebosa de placas recordatorias de sus agradecidos devotos. Es ya un sacro mural. Irónicamente, el único reconocimiento del poder oficial fue poner su nombre al penal del Callao, en divina trilogía con los penales de San Jorge y Santa Mónica. El penal de “Sarita Colonia” del Callao es, sin embargo, uno de los más peligrosos y hacinados del país.
Cuando mi madre estuvo grave, visité la pequeña capilla que sus familiares y fieles le levantaron. No se me ocurrió nada mejor. El día anterior había sido su cumpleaños: globos, flores y obsequios poblaban el recinto. Allí, con-movido, dejé una carta y pedido, un nombre completo, un agradecimiento anticipado. Pocos días después, mi madre, en franca recuperación, dejó el hospital donde se hallaba interna por largos y tensos días. De ahí que quizá estas palabras ni sean mías, sino de Sarita, y yo sea solo un cronista de su voz y su vida. Una vida singular, y plural: común a tantos hombres y mujeres desplazados de muchos modos en este país, que batallan por vivir o, al menos, no morir, no todavía.

Sarita

Sarita Colonia fue enterrada en una fosa común o pampón, en la periferia del cementerio Baquíjano, lo que la aproxima más al destino de tantos peruanos y peruanas (especialmente, de la última década del siglo pasado).  En la fosa común Pampa Santa, ella estuvo con el Soldado Desconocido (muchacho estadounidense enlistado en 1945 en el Ejército Peruano y que murió abaleado por un error –¿suena actual?– de la patrulla del cuartel), con sor María (monja italiana que llegó al Callao en 1955), y con otros santos nacionales y extranjeros que pugnaban, a su modo, para perdurar en la memoria de los vivos. Lo que hizo la diferencia fue la gran cruz que su padre asentó sobre su cadáver cuando murió en 1940, a los 26 años. Solo así –y por sus múltiples milagros–  dejó de ser, al menos en la memoria de los condenados de esta tierra, una N. N.

En 1975, la Beneficencia del Callao construía nuevos nichos en el terreno de la fosa. Muchos cargaron con los huesos de sus parientes. Sin embargo, la familia Colonia y los primeros devotos defendieron y preservaron dicha fosa común. Allí, con pocos recursos, edificaron para Sarita una capilla muy simple, de  arquitectura semejante a las casitas, lisas y funcionales, de muchas barriadas.

Hasta hoy, su familia administra el culto, así como el dinero y obsequios de los múltiples devotos. Cuando la visité, compré la única foto que se conoce de ella, aproximadamente de doce años. Es a partir de esta imagen, original y única, que se han sucedido diversas reelaboraciones iconográficas, cada una con diferentes características, énfasis, trazos, colores y sentidos simbólico-culturales. Que así sea, por los siglos de los siglos. Podéis ir en paz. Amén.

Fotografía: César Ángeles Loayza.

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